miércoles, diciembre 22, 2004

Unos guantes

Hoy en España es el día de la Lotería. Si me toca, lo primero que me voy a comprar es unos guantes. O unos puños calefactables. O una estufa para instalar en el frontal de Mi Vespa. Una vez se me ocurrió decirle a un alemán que los inviernos en Madrid son muy duros. Él, asombrado, me preguntó qué temperaturas se alcanzaban por aquí y, cuando le dije que había mañanas de cinco grados bajo cero soltó una carcajada y dijo ¿eso es frío? eso son los días de invierno buenos en Alemania... Creo que no me veréis el pelo durante el invierno en Alemania porque para mí, en cuanto aparece el signo negativo en la pantalla del termómetro, ya hace muuuucho frío. Ya lo pensaba cuando viajaba en coche, más aún ahora que voy en Vespa.
Esta mañana me ha tocado rascar hielo en el asiento de Mi Vespa. Lo había hecho muchas veces en el parabrisas del coche pero no en un lugar en el que al momento iba a situar mis posaderas. Cierto que sobre el eskai se quita mejor el agua congelada que sobre el vídrio pero tampoco he tenido que sentarme nunca en el frontal del auto.
Claro que eso no es lo peor. Sobre todo si has conseguido un pantalón lo suficientemente fuerte para que no traspase el viento helado. Recordad que se trata de ir al trabajo en Vespa, no de un largo viaje en moto de gran cilidrada o de una carrera en una "R". O sea, que tampoco es cuestión de equiparse con un súper mono dotado de la última tecnología en aislamiento y calefacción. O quizá sí, porque en cuanto llevo recorridos dos kilómetros, el ambiente se convierte en una infinidad de agujas que se clavan en cada uno de los poros de la piel de mis piernas. Y eso que, como dijo una madre -y ya sabemos que las madres saben mucho-, nunca te acatarrarás por las piernas.
Espero que tampoco por las manos porque, si por las piernas se clavan cientos de agujas heladas, el frío en las manos llega de dentro afuera. Al menos las rodillas puedo protegerlas tras el escudo frontal de Mi Vespa pero las manos no queda más remedio que dejarlas aferradas al manillar y expuestas completamente a las inclemencias climáticas. Entonces notas como la sangre se para y un dolor, incipientemente débil, se va extendiendo desde la punta de los dedos hasta los nudillos. Llega un momento en que la circulación sanguínea desaparece por completo y ya no se siente ni frío ni dolor ni manos. Calculas entonces la distancia que falta hasta llegar al destino y piensas si podrás aguantar sujetando el manillar hasta ese momento y supones que sí, pues ayer lo hiciste pero la mezcla imposible de dolor e insensibilidad es tal que llegas a imaginar que se te van a quedar pegadas las manos a los puños de la moto.
Llevo guantes, claro que los llevo pero, evidentemente, malos. Cuando me los quito las manos conservan la forma del puño durante unos minutos pues creo que si trato de estirarlas de pronto todos los huesos crujirán de golpe. También es cierto que luego la sensación es como cuando sueltas una pelota de nieve: tras el intenso frío momentáneo sientes un calor agradable.
Aún así, tengo que comprarme unos guantes pero el número gordo de la lotería ya ha salido y no lo llevo en mi bolsillo así que tendré que seguir esperando a conseguir unos ahorrillos.

lunes, diciembre 13, 2004

"¡Perdona!"

Es que ya lo decía en el texto anterior. En moto uno no está a salvo ni parado. Cierto es que los lunes por la mañana circulamos todos con la cabeza más puesta en la cama que en la carretera y eso se nota. No tengo estadísticas a mano (ni me apetece buscarlas) acerca de los pequeños golpes. Los grandes accidentes en las ciudades se producen durante las noches de los viernes y los sábados. Al menos eso se encargan de difundir a bombo y platillo los medios para prevenir el consumo de alcohol cuando se va a conducir pero nadie dice nada de los pequeños "encuentros" que se suceden en los atascos mañaneros. Claro, no interesa decir que es peligroso ir al trabajo...
El caso es que este lunes por la mañana de tráfico no especialmente denso, acudía yo al trabajo en Mi Vespa tan dormido como el resto de conductores. Por ello no me esmeraba en esceso en culebrear entre los coches para llegar a la primera fila del semáforo y me quedé parado detrás de uno. Creo que estudiaba a los peatones que cruzaban cuando vi moverse al coche que tenía delante y me desperté. De pronto veo que se enciende su luz de marcha atrás e intento mover Mi Vespa también hacia atrás pero él es más rápido y no puedo evitar que se avalance sobre mí. Busco el claxon para avisarle y con los nervios no lo encuentro. No puedo ir más hacia atrás y el de alante sigue retrocediendo hasta que su paragolpes se come mi guardabarros. El coche que yo tenía a la derecha evita que Mi Vespa caiga al suelo pero me veo en cuestión de segundos como el queso de un sandwich, a punto de fundirse.
Cuando el conductor que provocó todo mira (¡por fin!) por el retrovisor y se da cuenta del entuerto se pega un grandísimo susto. Se deshace en disculpas y para inmediatamente para interesarse por mi salud y la de Mi Vespa. El pobre hombre estaba tan asustado que los pequeños arañazos del guardabarros me parecieron una nimiedad. Casi tuve que tranquilizarlo yo a él. Y es que mi tranquilidad me extrañó muchísimo. Es que ni me inmuté. Como si a uno lo estuviesen atropellando todos los días. Pero, ¿para qué preocuparme? El mal ya estaba hecho y tampoco había sido tan grave. Así que repasé los escasos daños de Mi Vespa, acepté las disculpas del conductor y marché hacia el trabajo pensando lo que decíamos ayer: el día menos pensado...

jueves, diciembre 09, 2004

¿Protegidos?

Como hacía mucho tiempo que no alimentaba esta página hoy había pensado escribir una nota pero con un contenido bien diferente al que vais a encontrar.
Acabo de leer lo sucedido al amigo de una compañera de la blogosfera y no he podido evitar hacer una referencia en esta página.
Todos los que montamos en moto sabemos que cualquier día nos podemos caer. Cada día podría contar varias situaciones de peligro y raro es el viaje que no transcurre sin, al menos, un susto. Hace unos días, me saludó una compañera de trabajo con el brazo en cabestrillo y un collarín. Aún tenía humor para contarme entre risas que un taxista se la llevó por delante destrozando su moto y su cubito. Pudo contármelo. Cobain no puede hablar. Ni siquiera saben si puede escuchar. Quien le atropelló también se gana la vida en las calles de la ciudad pero aunque su misión es proteger a los ciudadanos han variado su versión del accidente para culpar al que no puede defenderse porque ahora pilota camino de la muerte por una calle sin semáforos.

lunes, noviembre 29, 2004

Recuperada

Lo primero de todo, gracias a los que os habéis preocupado por la salud de Mi Vespa. Hace un par de días que le dieron el alta y ya me ha dado la oportunidad de vivir un buen puñado de aventuras sobre ella. El mal era grave pero lo pillaron a tiempo y, sí, efectivamente, lo cubría la Seguridad Social por lo que mi bolsillo no se ha visto muy resentido. En el hospital la trataron con cariño pero también tengo que agradecer los ofrecimientos de "mi enfermera" y el apoyo que me brindó mientras veía como la metían al quirófano.
De nuevo en la carretera, sufriendo con los baches, las obras, los rigores invernales, las maniobras locas de los conductores de automóviles insensatos, disfrutando de los paseos sin prisa, del sol de invierno, del aire fresco, de las compañías del asiento trasero.
Todo eso y mucho más, en este rincón, durante los próximos días.

martes, noviembre 23, 2004

Nuevo cerebro

Mi Vespa sigue en el hospital. Y parece que es grave. Me ha dicho su cirujano que estaba mal de la cabeza, que tenía alterado el centro neurálgico que manda las órdenes a todos sus órganos. Ahora reposa en el centro de cuidados intensivos a la espera de que llegue un cerebro nuevo para realizarle un trasplante.

jueves, noviembre 11, 2004

¡Plof!

El número once me persigue. Eso es indudable aunque hay quien me dice que son manías mías. No en vano nací un día once a las once de la mañana. Si fuera supersticioso podría pensar que todo lo que me ha sucedido hoy se debe a que es once de noviembre.
Sea como fuere, hoy no pasará a la historia por día de mayores éxitos en mi vida.
Un corte en el afeitado lo tiene cualquiera, no es anormal que se escape el perro durante el paseo o que se resista a hacer sus necesidades cuando más prisa hay por volver a casa. Más extraño es que cuando con el tiempo bastante ajustado, la puerta de casa se atasque impidiéndome entrar. Efectivamente: Ocho y cuarto de la mañana. Tres grados en la calle y un viento que reduce la sensación térmica otros tantos. Vuelvo con prisa del paseo perruno porque llego tarde al trabajo y la puerta de mi casa se queda atascada cuando intento entrar para dejar al animal y tomar mis cosas. Me las ingenio para conseguir una ganzúa y abro a empujones. Sí, tengo que cambiar la puerta, ya lo sé. El mes que viene.
Subo a Mi Vespa y me dirijo, como todos los días, al trabajo. Pero hoy, como he comentado en la nota anterior, el atasco es monumental. Aunque ya está dicho en la nota anterior, conviene recordar aquí que casi me tatúo en el rostro el nuevo asfalto de la Nacional III.
La jornada laboral transcurre más o menos como todos los días, es decir, con más penas que glorias que no viene al caso relatar aquí, aunque reforzarían mi relato del día caótico.
Salgo bastante más tarde que de costumbre pero no por gusto o para compensar el retraso de la mañana sino por culpa del famoso "last time brown" que, siempre acechante, no quería descansar un día como hoy. Hago un par de gestiones y me dirijo al barrio para seguir con las compras.
Abandono la ciudad y tomo la autopista. Mi Vespa circula viento en contra a toda vela cuando, de repente, hace ¡plof! y se queda. Por suerte llevaba inercia suficiente como para apartarme al arcén. Me detengo bastante mosqueado y sin tener ni idea de lo que puedo hacer. Sí, muy listo tú, claro, ahí sentado en tu silla y leyendo en la pantalla del ordenador es fácil pero te imagino en medio de una autopista de tres carriles, con otro más incorporándose y decenas de coches pasando a toda velocidad, con un frío que helaba los pensamientos y las puntas de los guantes. No se me ocurre nada más que dejar descansar la moto y volver a arrancarla.
¡Funciona! Arranca a la primera y sigue andando. No había avanzado ni dos kilómetros cuando vuelve a hacer ¡plof! Como me estoy acercando a una gasolinera pienso quedarme ahi pero me doy cuenta que Mi Vespa anda. Con poquísima fuerza, eso sí, pero anda. Así que decido llegar hasta el barrio y seguir con mis planes como si tal cosa. De camino veo una tienda nueva y se me ocurre entrar a conocerla. Total, está al lado de la que necesitaba visitar. Pienso que sólo me entretendré cinco minutos más y aún podré asistir a tiempo a la cita que tengo a las siete de la tarde.
Salgo e intento arrancar la moto pero ahora se queda como si el acelerador fuese un juguete. Por más que le doy al arranque, sólo me responde con un pet, pet, pet incapaz de mover la máquina. Como la calle está en cuesta, decido empujarla hasta el lugar donde poder lanzarla pero a la puerta del local están de obras y hay un enorme boquete recién relleno de alquitrán en el que va a colarse la rueda trasera de Mi Vespa.
Yo soy más bien menudo y no muy fuerte así que, por más que empujo la moto en vacío (recuerda que no arranca) no consigo sacarla del hoyo. Los que echaban el alquitrán deberían pensar que me quería ahorrar la mensualidad del gimnasio porque miraban pero no se les ocurría ofrecer ayuda. Lo peor es que mi bota resbalaba con los chorretes de alquitrán que habían caído en la calzada y en vez de avanzar, la moto se colaba más cada vez.
Uso el ingenio (ya digo que mi fuerza no me llevará muy lejos) y consigo devolver las dos ruedas a tierra firme. Lanzo la moto cuesta abajo pero ni por esas arranca. Como sobre un patinete llego a una calle más ancha y algo menos transitada desde la que efectuar una llamada telefónica pidiendo auxilio.
Me llama por teléfono la amiga con la que había quedado a las siete para decirme que tendrá que ser más tarde. Sí, sin duda, le contesto, estoy en el polígono industrial tirado con la moto. Quizá no pasaran más de veinte minutos hasta que llegaron a auxiliarme pero es necesario recordar que hacía frío y de noche, en un polígono industrial, de las afueras, más. Vienen a buscarme con un Citroën C3 y una fuerte cuerda de nylon. Empezamos a recorrer la carrocería del coche buscando un gancho donde amarrar la cuerda pero se ve que eso es de coches antiguos porque en este no hay lugar, así que la colocamos en el maletero y cerramos la puerta. El otro extremo lo enlazamos en la dirección de Mi Vespa y nos encaminamos a casa.
Por supuesto, no se puede pedir a la gente que sea experto en remolcar motos. A ver, de los lectores de esta página, que levanten el dedo los expertos en remolcar motos. Así es, la chica que me llevaba, con apenas un año de experiencia con el carnet de conducir, a pesar de ser una hábil piloto, era la primera vez en su vida que arrastraba una moto.
Muy prudente ella, lo primero que se le ocurrió es circular a ¡¡10!! por hora. Bueno, no está mal. Quizá así habríamos llegado de una vez pero... aún estaría de camino y no me habría sentado aquí a contarlo. Le pido que acelere un poco más y, efectivamente, acelera, ¡acelera! Le asesta unos acelerones al coche que la cuerda empieza a tensarse y pegar tirones fuertes de la moto. Con cada tirón, Mi Vespa se tambaleaba para todos lados y yo sobre ella. Al tercero de estos tirones la cuerda se desenganchó del coche sacudiendo un latigazo que dejó maltrecho un embellecedor de Mi Vespa. No habíamos avanzado ni un kilómetro y mi ayudante ya quería abandonar a pesar de que no nos quedaban ni tres para llegar a casa.
Volvemos a enlazar auto y moto y seguimos. Nunca pensé que mi barrio tuviese tanto tráfico un jueves por la tarde. Juraría que otros días esas calles estaban desiertas. Cruces, badenes, glorietas, semáforos, autobuses, peatones... parece una carrera de obstáculos y, en uno de estos, el coche vuelve a desengancharse rompiendo en esta ocasión el mosquetón que lo aferraba. Nueva parada técnica y revisión de planteamientos para llegar al destino. ¿Llamar a una grúa, a un amigo con furgoneta? Pero si estamos casi en el punto de destino. Un último tironcete y hemos llegado. Volvemos a encadenar los vehículos y el tractor encuentra una ruta más apropiada y una velocidad idónea. Ha aprendido a conducir sin tirones y sólo tenemos que lamentar unas largas filas de coches esperando detrás de nuestra caravana. No nos queda otro remedio que despreocuparnos por ellos ¡bastante tenemos con lo nuestro! ¡qué esperen!
Cuando sólo quedaba una manzana para el final, un nuevo tirón del coche me hace pensar que tendremos que volver a parar o que se rompería otro plástico de la moto, sin embargo queda en un susto y llegamos todos sanos y salvos.
Miro el reloj y, aunque el recorrido me había parecido interminable, apenas habían transcurrido treinta minutos. Aún estoy a tiempo de reanudar las compras donde se interrumpieron (si quiero que mis gatas cenen esta noche) y, además, acudir a la cita aunque sea con un poco de retraso.
Cojo el coche. No he recorrido ni trescientos metros y ya estoy echando de menos a Mi Vespa. Me siento atrapado, enlatado, sin escapatoria, a merced de los múltiples atascos y sin poder controlar el tiempo que me queda para llegar a la tienda antes de que cierren. Consigo llegar cuando están echando la verja pero me dejan entrar. Parecía que mi día de mala suerte había terminado pero cuando me dirijo a la caja con la intención de pagar me dicen que se les ha roto el ordenador y no pueden cobrarme. Tengo que esperar un tiempo indefinido hasta que se arregle.
Quizá debería haberme metido en la cama en ese momento a esperar despertarme de la pesadilla pero acudí a la cita prevista. La sonrisa de la camarera mientras me servía una copa helada de cerveza me hizo olvidar las penurias de este día once y decidí contar a mis amigos todas mis desventuras como si hubiese sido lo más divertido jamás sucedido. Nos reímos y pedimos otra ronda.

Susto

Aún siento palpitar el corazón bajo mi jersey de lana roja.
Esta mañana, el atasco era tal que incluso en Mi Vespa resultaba complicado avanzar. Todo Madrid está en obras y en los alrededores de mi casa están construyendo la autopista de circunvalación número dos mil quinientos o algo así. Cada día cambia el trazado de la carretera y con frecuencia es normal encontrar arena, barro, baches o rotos en el asfalto. Los coches estaban totalmente parados y yo avanzaba como podía compitiendo sin competencia con una Virago en la búsqueda de huecos. Finalmente encuentro una zona del arcén bastante amplia y decido circular por ella a pesar de que, a juzgar por la arena que pisaba, más parecía una pista de cross que la vía de servicio de una autovía nacional.
De pronto, veo que un Xsara decide salirse de su filita y pasarse al arcén sin señalizar la maniobra y sin comprobar por el espejo retrovisor que yo pasaba justo en el momento por el mismo lugar. Mi primera reacción: frenazo.
Todavía escucho el restregar de las ruedas de Mi Vespa sobre la arena, todavía siento como Mi Vespa se tambaleaba sin decidir muy bien hacia donde dirigirse. La dirección temblaba casi tanto como mi corazón y yo ya me veía en el suelo. En décimas de segundo, ejercicio de contrapesos con el cuerpo, vista al frente y puño al acelerador me han permitido estar aquí contándolo. Todo se ha quedado en un susto y algo de experiencia adquirida en la conducción.

miércoles, octubre 27, 2004

Vespsurfing


En verano Madrid no tiene playa. En otoño, la M-30 se llena de embarcaderos por los que, si llegas a tu destino vivo, puedes disfrutar como un enano. Resulta que tú te compras una moto y disfrutas de ella todo el verano pero, al llegar las lluvias, tu moto se puede convertir en una estupenda tabla de surf con la que navegar por los embalses que se forman en la autopista de circunvalación. Bien pensado y con cierta pericia puede hasta resultar divertido. Sólo hay que cogerle práctica. Y, por supuesto, embutirse bien en el correspondiente neopreno. Bueno, si te da un poco de verguenza circular en moto con neopreno vale el habitual Gore-tex. Eso sí, protégete de arriba a abajo porque de la chupa de agua no habrá quien te salve. Pero, lo malo no es la lluvia que cae de arriba, como podría pensarse, sino la que sube.
Los mejores surferos del Atlántico chupan rueda de Mi Vespa...
Vale. Llueve. La lluvia no se puede controlar. No se puede culpar de la lluvia ni al ayuntamiento, ni a la comunidad autónoma ni al gobierno. Pero... ¿las carreteras? Yo no soy ingeniero pero algo de física estudié en el instituto y sé que si cae agua sobre una superficie tipo plato (nunca sé si es cóncava o convexa), pues se llena. Y si no tiene desagüe, pues ahí se queda. Y también sé que si pasas por ahí con un vehículo a dos ruedas pues corres todo el riesgo de patinar. Y si encima llueve y estás rodeado de coches por los cuatro costados, el riesgo es mayor.
Aunque... todo es ponerse. Quiero decir que al primer frenazo te pegas el susto padre, sí. Pero al segundo tomas conciencia del reparto de pesos del vehículo que llevas entre las piernas. Al tercero calculas la eficacia de tus frenos y al cuarto aprendes algo de dinámica. Se juntan todos esos conocimientos adquiridos con la experiencia y al quinto frenazo estás derrapando como si participaras en una carrera de dirt track y sin pagar inscripción.
Algunos pensarán que exagero. Sí. Pero les recomiendo que se den una vuelta con playeras por la zona. Es que en coche no te das ni la mitad de cuenta del problema. Y esa es otra: los coches. De eso ya hemos hablado aquí en alguna ocasión. Resulta que como circulan por estas pistas de patinaje a sus anchas, pasan por los pantanos sin fijarse en la profundidad ni en que al lado rueda un pobre incauto sobre una Vespa. Total, que desplazan una ola hacia ti que ni en Mundaka y tú, o la esquivas o te enfrentas a ella. Y hoy he leído en Scootermanía que para ser un conductor seguro hay que enfrentarse a los imprevistos o prevenirlos, para ser más exacto. O sea, que si una ola te ataca, no has de frenar sino sumergirte en ella.
No, si ya lo decía yo. Que en otoño en Madrid, nada de scootering, vamos a patentar el Vespsurfin'. Sólo tengo que cambiar el Gore-tex por el neopreno y ¡a circular!

domingo, octubre 24, 2004

Estupidez

Dicen que para comprender el concepto de "infinito" basta con pensar en la estupidez humana. Acabo de ver una muestra de ello.
Salía tan contento del cine después de ver una comedia de estreno, conduciendo Mi Vespa con tranquilidad y disfrutando de una noche agradable. Me incorporo a una calle principal y veo delante de mí un coche de unos trece años circulando más despacio que yo. Me acerco con naturalidad y cuando voy llegando a él frena en seco. Lo primero que pienso es que hay algo en la calzada pero no es así. Sigue adelante y vuelvo a acercarme a él porque va más despacio que yo. Vuelve a frenar. Avanza de nuevo y cuando otra vez estoy cerca, da al pedal del freno varios pisotones cortos y seguidos. Pienso si me conocerá y querrá saludarme pero ¿por qué no para? Esto mismo se repite varias veces. Lo siguiente que pasa por mi cabeza es que quiere parar y no encuentra lugar, así que intento adelantarle. En ese momento se cambia de carril para que no le pase y vuelve a frenar. Trato de aprovechar su frenada para adelantarle pero vuelve a girar el volante para que no le rebase. Así una y otra vez.
Por fin, el cambia de dirección y toma una calle por la que yo no pensaba ir pero con el cabreo que se me había puesto, mi primera intención es seguirle para adelantarle por fin y hartarle de todo o, al menos ver su cara de estúpido.
Por suerte, en el último segundo regresó mi cordura y seguí por mí camino dejándole marchar. Por eso ahora estoy aquí contando lo que se ha quedado en una simple anécdota que nos recuerda la cantidad de subnormales que están sueltos por ahí armados con un automóvil.

jueves, octubre 21, 2004

El Paquete. 3ª

Lamento más que vosotros lo poco alimentada está página. Con lo que a mí me gusta contar las aventuras que me suceden sobre Mi Vespa. No penséis que con el invierno me he arrepentido de montar en moto ni que me he aburrido de escribir. Ni mucho menos. Las historias me surgen cada día. De hecho, hay veces que tengo en mente escribir una e inmediatamente pierde actualidad porque ya me ha surgido otra. Lo que sucede es que si no estoy montando en moto, estoy en el trabajo o tocando la batería, total, que ratitos para sentarme a escribir historietas me quedan pocos.
De todas las historias, ha quedado demostrado que las más divertidas son las de paquetes en todas las extensiones del término. Precisamente, una de estas acaba de sucederme y no podía irme a dormir sin publicarla, aunque me quite horas de sueño.
Doce de la noche. Finales de octubre. Noche lluviosa y fresca en Madrid. Termina un ensayo y al salir del local nos reunimos a charlar un rato.
El grupo se componía de un guitarrista con su novia cantante, un pianista que viajaba en bicicleta y una cantante que, por complexión física, podría ser soprano; ésta vestia un abrigo de invierno, tipo montaña, que aumentaba su volumen en algo más de dos tercios y de su hombro colgaba una gran bolsa de tela en la que cabían, no sólo el Real Book, sino un juego completo de micrófonos con sus correspondientes cables y hasta un atril llegado el caso. Este día yo me había llevado la guitarra para tocar un par de temas y la transportaba en una funda ligera colgada a la espalda como una mochila.
Nos estábamos despidiendo. La pareja con la cantante marcharían andando, el pianista en su bicicleta y yo en Mi Vespa. En estas estábamos cuando surge la conversación:


- Ah, esta es tu moto
- Sí, ¿no la habías visto aún?
- Pues no. Muy bonita.
- Sí
- Jo... pues... hace un montón de tiempo que no monto en moto, con lo
que a mí me gustaba.

- bueno...
- ¿Aquí puedes llevar a gente?
- esto... sí
- ¿Y tienes cascos y eso?
- Sí, claro, aquí, en la maleta... ¿Qué quieres que te
lleve?

- ¡Ay! sí. Me haría muchísima ilusión. ¿No te importa?
- Bueno, no, claro ¿Cómo va a importarme?

A todo esto, se aproxima otro amigo que terminaba su ensayo en ese instante y me pregunta que si tengo hueco para subirle a casa...


- Mira, lo siento. Cinco minutos antes que me lo hubieses
dicho...


Como véis, el asiento trasero de Mi Vespa está más solicitado que un palco en El Real. El caso es que, yo soy muy formal para estas cosas y ya me había comprometido con la gran cantante y no podía echarme atrás (esto tiene doble sentido que se entenderá más tarde).
Ahora retrataré la escena para que os hagáis una composición más gráfica de la situación. Yo, que soy menudo pero con la chaqueta de montar en moto, que lleva protecciones hasta en los sobacos, y que con ella puesta, parezco Mazinger Z y una guitarra acústica colgada a la espalda. La cantante, con su talla, su abrigo y su bolso descritos unos párrafos más arriba. Los otros tres, nos rodean y nos observan sin apenas abrir el pico.
Empieza la acción.

Ella: y ahora... ¿qué hacemos con la guitarra?
Yo: pues te la cuelgas tú, es lo más sencillo
Ella: No, mira, casi que lo dejamos, me voy andando.
Yo: Qué no, mujer, ahora ya no
Otro: llévala delante, entre las piernas
Otra: no, ahí no va a caber
El quinto: ¿Y detrás, colgada del cofre?


A cada propuesta, montábamos un simulacro de transporte y colocación con el esquema ideado pero, vista la imposibidad de materializarlo, volvíamos a pensar. Veía yo que la noche avanzaba y no llegábamos a ninguna solución, así que me impuse e insistí: mira, la única manera es, sencillamente, que te cuelgues tú la guitarra a un lado. Total, apenas son dos kilómetros.
Así lo hicimos. Si de su hombro izquierdo colgaba el gran bolsón, al derecho se cargó la guitarra. Parecía el Bibendum con dos neumáticos colgados.
¡Ah! y se me olvidaba el casco... bueno, digamos sólo que no fue sencillo abrocharlo y sigamos con el resto de la historia.
Cuando ya estaba pertrechada para el viaje dice: yo me tengo que subir primero, que si no luego no puedo. Afirmación bastante razonable vista su agilidad y la carga que llevaba encima, así que, mientras Mi Vespa permanece en el caballete, ella se sube y se acomoda en el asiento. Mira el hueco que ha dejado y me pregunta ¿Tú cabes ahí? Sin duda cabía y no tardé en demostrarlo.
Pero no habíamos emprendido aún el viaje. Ahora había que bajar la moto del caballete. Ejem. Me dispongo a realizar el movimiento al que estoy acostumbrado para tal fin consistente en desplazar levemente mi cuerpo hacia atrás para tomar impulso y empujar hacia adelante al tiempo que hago fuerza con pies y manos. Pero... cuando voy a echarme hacia atrás, me topo con La Gran Muralla China y me da la risa. Claro, pierdo fuerzas. Los tres apeados no hacían sino mirar y poner caras de entre risa y asombro, pero no ayudaban. Segundo intento. Nada. La moto se balancea sobre el caballete pero no baja. Todos mirando. Yo riéndome. El paquete riéndose más y la moto que no se mueve. Así, varias veces hasta que decido bajarme. En este momento, uno de los mirones se ofrece a ayudar. Menos mal, porque mi pasajera seguía a bordo sin intención de apearse. Entre los dos bajamos conseguimos quitar el caballete y, gracias a su ayuda, la moto no cayó al suelo. Seguíamos sosteniendo los dos y me subí.
Arranqué Mi Vespa y comenzamos el regreso a casa. Apenas habíamos rodado diez metros cuando exclama:
- ¡wow, esto de la moto es una gozada.!

miércoles, octubre 13, 2004

Frío

Cada día me gusta más moverme con Mi Vespa. Y eso que ha llegado el frío a la ciudad. Seis grados marcaba el termómetro esta mañana cuando iba a salir de casa y sé que aún tiene que bajar mucho más pero de momento no me rindo y sigo utilizándola a diario. El caso es que mientras paseaba al perro me he preocupado porque se me congelaban hasta los pensamientos e imaginaba que conduciendo lo sufriría mucho más. Sin embargo, en cuanto me he embutido en la chaqueta han subido las calorías de manera milagrosa.
Lo que sí hay que reconocer es que los tiempos de desplazamiento se multiplican. Porque no es lo mismo ponerte un casco, unos guantes finitos y una chaqueta ligera que buscar en el armario ropa de abrigo, toda la que durante años ha estado almacenada porque para viajar en coche es innecesaria, abrochar hasta la última cremallera de la gruesa cazadora de invierno, rematarlo con todos los velcros que encuentres, calzar un guante grueso procurando que cubra la manga de la chaqueta, abrocharlo, con el tacto perdido por el grosor del tejido, tratar de colocarte el otro guante, intentar apretar el cierre, colocarte la braga que cubra el cuello, el casco... no, decididamente no se tarda lo mismo. En todo este proceso es fácil que se empleen cinco minutos. Y si lo haces más rápido, seguro que queda alguna cremallera sin cerrar y al primer kilómetro, cuando el viento se cuele por ella como el agua por un colador, te acuerdas y, o paras a cerrarla o aguantas con estoicismo hasta el destino. El destino: otros cinco minutos para quitarte todo. O más. Porque, hay que reconocer que los guantes no protegen tanto como nos gustaría y la circulación sanguínea de las las manos está más detenida que el tráfico en Atocha.
Pero, aún así, ¡qué bonito es viajar en Mi Vespa!

miércoles, octubre 06, 2004

Admiración

El otro día fui a comer en Mi Vespa a uno de mis restaurantes favoritos, en pleno paseo marítimo del barrio de Lavapiés. La dejé aparcada en la puerta y entré. Como aún no se han marchado las buenas temperaturas veraniegas y allí no son partidarios del aire acondicionado, tenían las puertas abiertas. Aunque no lo hice a propósito, desde el asiento podía vigilar la moto. Iba por el segundo plato cuando veo que un señor, entre sesenta y setenta años, que pasaba por la acera Es bonita... de repente, se detiene al ver Mi Vespa. Primero la mira de arriba abajo, por dentro, por fuera, el manillar, las ruedas, el asiento, los puños, los frenos, el cuentakilómetros, se agacha para mirarle los bajos (menos mal que le había puesto ropa interior limpia...) y se marcha. Pero, al cabo de unos segundos vuelve, parece ser que le quedaba algo por comprobar. Entonces empieza a tocarla, pero con mucha delicadeza, como comprobando que todo funciona perfectamente. Me dieron ganas de salir y preguntarle qué le llamaba tanto la atención pero no estaba comiendo solo y, como decía, mi plato iba por la mitad. Tampoco me pareció necesario salir ya que, si lo hacía, sería con la intención de charlar sobre el fantástico mundo de las vespas... El caso es que, cuando el señor se cansó de mirar y tocar Mi Vespa se marchó. Tengo que reconocerlo, me sentí orgulloso de ella y de la admiración que despertó.
Todo lo contrario de lo que me ha pasado hoy que me he sentido pequeñito, pequeñito conduciendo un aparato tan moderno, tan sofisticado... Circulaba entre los habituales coches por una avenida cuando me acerco a Una Vespa que, desde atrás ya me llama la atención por la inusual anchura, también por el color, un verde after eight. Al llegar a su altura observo la matrícula: M-38XXXXX (cámbiense las "X" por números). Un cálculo rápido me indica que el vehículo en cuestión tiene más de cuarenta años. Reduzco mi velocidad para observarla con más detenimiento pero el tráfico me obliga a adelantarla. La pilotaba un señor, de entre sesenta y setenta años, barba larga y cana, vestido con un mono de trabajo y cubierto por un casco de la edad de la moto, más o menos. En la parte trasera, una mujer más joven pero rolliza, desparramaba sus carnes a ambos lados del asiento. Mientras la adelanto, a la menor velocidad que los coches me permiten, no disimulo mi admiración y la miro descaradamente (a la moto, no a la mujer) y, en señal de admiración, levanto el pulgar al orgulloso propietario del vehículo.
La suerte nos hizo coincidir en el siguiente semáforo y me puse a charlar con él. Efectivamente, la moto era del sesenta, quizá la compró con gran esfuerzo económico y, desde entonces, se ha preocupado de cuidarla y mimarla para que pudiera llegar hasta el día de hoy luciendo un aspecto tan envidiable.
Mientras hablábamos, procuré fijarme en todos los detalles que los minutos del semáforo cerrado me permitieron. Entonces, viendo cómo pisaba el freno trasero situado en la plataforma y comprobando cómo apretaba el embrague para cambiar con el puño izquierdo, a bordo de Mi Vespa, cargada con todos los adelantos de la técnica, sentí envidia de aquel viejo piloto sobre su vieja y bella máquina.

lunes, octubre 04, 2004

Octubre

Hoy, por haber venido en Mi Vespa, he llegado diez minutos tarde al trabajo. Si hubiese venido en coche hubiese tardado, por lo menos, una hora más. Sí, el tráfico en Madrid es imposible. Eso no es ninguna novedad. La novedad es que se me había olvidado. En julio empiezan a despejarse las calles. En agosto quedan casi desiertas. En septiembre empieza a llegar casi todo el mundo pero aún no han comenzado las clases en la facultad y queda gente con jornada intensiva por lo que todavía se puede circular por las calles madrileñas.
Pero llega octubre. Ya sí que no hay excusa. Todos hemos cobrado y se pueden llenar los depósitos de combustible, comienzan los cursos de las facultades y los de macramé, hay que llevar a los niños a la guardería y el microondas a reparar para calentar el café mañanero. Total, que todo el mundo saca el coche y cuanto más grande, mejor.
En Madrid sólo unos pocos locos usamos la moto por lo que la ocupación de la calle es total y los conductores de cuatro ruedas no tienen costumbre de encontrarse con motoristas en cada cruce. Además, están nerviosos, muy nerviosos. Normal. Ver como corren los minutos mientras la lata en la que estás encerrado escuchando Kiss FM permanece inmóvil debe acabar con los nervios más templados. Creo que yo también perdería la paciencia. Pero eso no significa que tengas que fastidiar a los que te adelantan en moto. Pues resulta que es lo que hacen muchos de los encerrados. Les molesta que tú sí te muevas y te cierran el paso cuando avanzas por el pasillo de coches. Como si no fuera ya suficientemente difícil avanzar por ese desfiladero.
Recuerdo que, ya de pequeñito, cuando los fines de semana volvía del pueblo en el coche con mis padres, me moría de envidia al ver como las avanzaban sin parar mientras nosotros malgastábamos la tarde del domingo encerrados en el coche escuchando Carrusel Deportivo. Y no es que yo tuviese afición motociclista. No. Lo que me atraía era el movimiento y mis pensamientos viajaban a través de la ventanilla del coche siguiendo la estela del escape de aquellos motores de dos tiempos.
A pesar de eso me hice conductor de coche y no de moto pero seguía soñando con esa facilidad para avanzar en los atascos y por eso siempre facilité el paso a los que llevaban dos ruedas y podían colarse por cualquier hueco. De ahí que no entienda a los que te miran mal porque eres más pequeño. Si te da envidia, haberte comprado un coche más pequeño, ¡o una moto! ¡caray!
El caso es que, avanzar entre los coches no es tarea fácil, ni mucho menos.
Primera cualidad necesaria: el equilibrio. Tienes que mantener una perfecta línea recta, sin inclinarte un ápice. Como si anduvieses por la cuerda floja del circo. Ya sabes, si te tuerces, te vas de bruces contra un coche. Para eso, nada mejor que mirar siempre al frente: "Si no miras hacia donde quieres ir, acabarás yendo hacia donde miras" clásica norma del conductor de cualquier vehículo, más a tener en cuenta si sólo te sostienen dos ruedas.
Segunda cualidad necesaria: concepción espacial. O sea, calcular el espacio. O sea ¿Mi Vespa y yo vamos a entrar por ese hueco? Cuestión clave. O, dicho de otra manera ¿por qué la altura de la mayoría de los espejos retrovisores coincide con la altura de la mayoría de los manillares? Resulta que avanzas por tu pasillito, con todos los impedimentos habituales y, por culpa del maldito Murphy, siempre, el espejo del coche que más sale de su carril coincide con el de otro que también se encuentra fuera de su lugar y cuando llegas a ese punto, tienes que hacer pasar tu moto, con su respectivo manillar por un lugar más angosto que el sexo de una virgen. Pero el misterio de esta situación consiste en averiguar desde lejos si cabes o no cabes, o sea, si debes acelerar para mantener el correcto equilibrio o frenar para no comerte el retrovisor.
No es tan fácil. Y la cosa se complica, aunque pudiera parecer lo contrario, cuando delante de ti ha pasado otra moto. Entonces se multiplican las dudas: ¿esa moto es más grande que la mía? ¿si él ha entrado, entraré yo también? ¿cómo narices ha conseguido hacer pasar una BMW con sus correspondientes maletas por ese huequín? ¿Me llamarán todos gallina si me quedo parado esperando que se separen? Si lo hacen no me entero, porque suelo escoger esta opción, aunque he de reconocer que cada vez soy más atrevido.
Y una vez que te vas animando entra en acción la tercera cualidad necesaria para circular en octubre por una ciudad como Madrid: los reflejos. O como ser capaz de anticiparse a los movimientos de los demás conductores. Os recuerdo que pocos saben que existen los intermitentes y que tienen una utilidad. Y si lo saben no lo demuestran. Por eso se hace necesario llevar la vista puesta en cada uno de los cientos de coches que encuentras a ambos lados del desfiladero intentando prever sus movimientos. ¿Decidirá cambiarse de carril justo cuando vaya a pasar yo? ¿Dará marcha atrás el camión que tengo delante? ¿Abrirá la puerta para que salgan los niños aquel Seat Ibiza? En más casos de los que imaginas la respuesta suele ser afirmativa pero no vale como excusa. Hay que saber que todo eso (y mucho más) puede pasar y tú has de estar preparado y reaccionar a tiempo. Sin contar con el motorista más hábil que tú que, cuando intentas buscar un nuevo hueco para avanzar, él lo ha visto antes y se dirige hacia allí como una bala. Que sí, que no me voy a poner corporativista para negar que entre los motoristas los hay cazurros, y muchos. Incluso yo, a veces, también actúo de forma un poco cazurra. Creo que lo da el tráfico. Esta mañana, por ejemplo, a duras penas consigo llegar a la segunda fila de los detenidos frente al semáforo. Podría haberme quedado ahí, pero no, mi cazurrez toma los mandos e intenta llegar a primera fila. Llego a la altura de las puertas traseras de los coches y me pregunto ¿puedo seguir avanzando? Mi cazurrez responde: sí. Y sigo. Ya estoy en paralelo con los conductores. Evidentemente no puedo llegar más adelante pero me doy cuenta que estoy tan cerca de los coches que en cuanto se mueva cualquiera de los dos me va a devorar. Tengo que escapar de ahí pero ¿cómo? ¿marcha atrás? eso nunca. Hacia delante. Me situo en el lugar crítico antes mencionado en que retrovisores y manillar coinciden; me sobra apenas un milímetro a cada lado. Imagino lo que piensan los conductores. Creo que yo pensaría lo mismo en su lugar pero no tengo escapatoria. Giro ligeramente el manillar hacia la izquierda para pasar el lado derecho del manillar; después el giro contrario para el izquierdo, acelero levemente y ¡voilá! ¡prueba superada! segundos antes de que se abriera el semáforo. Acelero a tope y huyo de la escena del crimen.
Decididamente, creo que no me va a gustar el otoño que se avecina. Esperaremos que llegue el verano para disfrutar plenamente de Mi Vespa aunque, no me voy a rajar. De momento pienso seguir sobre ella, incluso en octubre.

jueves, septiembre 30, 2004

Gasolina

Con cada depósito que lleno me sucede lo mismo: que se vacía muy rápido. Cada vez que veo la aguja del nivel al mínimo y la luz de la reserva se enciende pienso que Mi Vespa consume demasiado. Entonces miro el cuentakilómetros, echo una rápida cuenta y compruebo que, no es que Mi Vespa beba mucho, es que recorro con ella muchos kilómetros.
Es verdad que puede parecer una lata estar rellenando cada tres o cuatro días pero luego recuerdo lo que pago por colmar el tanque, lo comparo con lo que pagaba por el coche y sonrío. Además, visitar la gasolinera cada tres días tiene una ventaja añadida con la que no contaba. Resulta que he descubierto una estación que me pilla camino del trabajo en la que cada mañana que reposto encuentro simpatía y belleza a raudales y, claro, casi que estoy deseando consumir todo el combustible para tener que volver a llenar. Lo malo es cuando la luz se enciende lejos de este lugar. ¿Qué puedo hacer? Pues intentar reducir la velocidad y eliminar acelerones innecesarios para optimizar el consumo e intentar estirar el depósito hasta mi oasis favorito.

martes, septiembre 28, 2004

Frío, frío

Mis ocho lectores fijos estarán pensando que me ha sucedido algo o que me he vuelto a marchar de viaje o que me he cansado de escribir en este blog. Ni una cosa ni otra. Estoy sano y salvo y con ganas de escribir pero la vuelta de las vacaciones me ha sentado francamente mal. También Mi Vespa se encuentra bien y regalándome satisfacciones aunque tenga el bauleto en cuarentena.
Claro que me han sucedido cosas. Muchas en esta semana que llevo sobre dos ruedas. A ver si soy capaz de contarlas todas o, al menos, unas pocas y así dejar tema para otra nota.
Como ya conté antes del viaje se me rompió el cofre. Pues bien, para que no fuera siempre abierto decidí quitarlo. Lo cierto es que ahora Mi Vespa luce mucho más bella pero también menos práctica. Si ya antes el espacio era uno de mis problemas, ahora tengo que apañármelas para llevar sólo lo imprescindible y repartirlo en los pocos huecos que tiene.
Primer inconveniente: el casco. Cuando la aparco tengo que ir a todas partes con el casco de la mano. Y ¿qué pasa? pues que me lo olvido la mitad de las veces. Ayer, sin ir más lejos, quedo con unos amigos para tomar unas cañitas, meto los guantes y la llave de Mi Vespa dentro del casco y este dentro de su funda. Me lo cuelgo del hombro como si fuera una mochila y voy a todas partes de esa guisa. Llegamos al bar, lo deposito en el único hueco libre que encuentro y pasamos un buen rato charlando, bebiendo y comiendo. Salimos. Paseamos y, cuando llego a la mitad del camino me doy cuenta que el casco, los guantes y las llaves de la moto ya no están en mi hombro. Vuelvo al bar pensando preguntar a la camarera pero cuando llego encuentro todo exactamente en el mismo lugar en que lo había dejado. Nadié se enteró de mi olvido como nadie se enteró que entré hasta el fondo para recogerlo y marchar de nuevo.
Esta vez tuve suerte. También se echa de menos el baúl en estos días que en Madrid comienza a refrescar. Por ejemplo, muy típico. Sales una tarde, cuando aún luce el sol, a hacer un recado. Va a ser un momento y no tengo cofre ¿para qué voy a cargar con un jersey? Bueno, sí, me pongo una camiseta de manga larga aunque me tueste cuando pare. Hago lo que tenía previsto pero... me encuentro a una amiga.
- Hombre, ¿cómo tú por aquí? ¿qué tal esas vacaciones?
- Si te parece nos tomamos una cañita y te lo cuento...
Claro, una cañita, y otra y unas tapas que se está haciendo tarde y que te acompaño a casa y que por qué no nos tomamos la penúltima y que... el sol se marchó hace rato, la luna calienta poco y el viento de otoño tiene prisa por desnudar los árboles.
Ella se queda en su casa y yo he de volver a la mía. Sólo son cuatro kilómetros de separación, sí, pero de campo pelado, viento de cuchillo y una leve gamuza de algodón cubriendo mi piel. Algodón que, no engaña, deja pasar todo el aire. Acelero para llegar antes y el frío se hace más agudo. Freno para suavizarlo y el frío se vuelve más duradero. ¿qué hacer? Mucho frío poco tiempo o menos frío prolongado. ¿Qué harías tú? No, no contestes a la ligera. Parece una decisión sencilla pero cuando pruebas las dos opciones te das cuenta que ninguna convence.
Finalmente opté por girar el puño a todo gas para que el suplicio terminase pronto. Pero de noche y con la cabeza escondida entre los hombros te das cuenta de todas las imperfecciones del terreno. Me comí, no sólo todos los badenes artificiales que pone el ayuntamiento para evitar los excesos de velocidad, sino las arrugas de la carretera que, creo son más que los badenes y encima no están señalizadas.
Cuando, por fin, estaba aparcando Mi Vespa frente a la puerta de casa, se me iluminó el alma de la alegría que me dio. Vamos como si te dan un pastel de frambuesa a la hora del recreo. Me metí en la cama con la camiseta puesta y todo.
Hoy he vuelto a salir a media tarde ha "hacer un recado" y casi me derrito dentro del centro comercial porque hoy sí que me he llevado la cazadora gorda. Eso sí, a la una de la noche, subía de "hacer el recado" de un calentito...

lunes, septiembre 20, 2004

¡Cuánto te he echado de menos!

He vuelto.
Parecía que nunca llegaría pero ya estoy aquí y mañana vuelvo a montar en Mi Vespa. No sabéis cuánto la he echado de menos. El viaje, sí, ha estado bien o muy bien, bueno, el viaje ha sido fantástico pero... es que me he largado a la cuna de todas las Vespas sin Mi Vespa. Sólo a mí se me ocurre. Es una gozada. Hay Vespas por todas partes, y de todos los modelos y con más colores que los jerseys del tío Benetton. Sin duda, Italia es el paraíso de los scooter y, por tanto, de las Vespas. Las ciudades están preparadas para circular en moto. En las Zonas de Tráfico Limitado, que son muchas, las motos no tienen ningún problema para entrar y, por supuesto, en cualquier lugar hay aparcamientos específicos para las motos. Os enseñaré fotos porque eso hay que verlo para darse cuenta de lo que hablo.
Fuera de las ciudades, las carreteras son retorcidas como el rabo de un cochino. Creo que la recta más larga que he visto debería tener unos veinte metros. Imaginaros lo que es recorrer eso sobre una moto.
Por otra parte, lo cierto es que las motos son absolutamente necesarias, porque en cuanto sales de las Zonas de Tráfico Limitado no hay quien circule en coche. Madre mía ¡qué caos circulatorio! Creo que la velocidad media en coche difícilmente superaba los treinta kilómetros a la hora. Os podéis imaginar lo que me acordaba yo de Mi Vespa encerrado en la lata en la que viajaba viendo cómo me adelantaban todas sus primas y yo sin poder moverme.
Pero de todo, lo que más me ha llamado la atención es la ciudad de Bérgamo.
Para quien no lo sepa, Bérgamo tiene dos ciudades en una: la alta (antigua) y la baja (moderna). Aunque centré mi visita en la de arriba tuve ocasión de circular por casi toda ella y allí vi más Vespas que en ninguna otra ciudad pero, lo más curioso es que en su mayoría eran modelos antiguos perfectamente conservados. Y más curioso aún es que estos modelos antiguos de Vespas eran conducidos por chavales jóvenes que se dedicaban a subir a la parte alta de la ciudad y reunirse allí con sus Vespas. Precioso, oigan. Además tan conjuntaditos: con sus cascos a juego con la moto, con su chaqueta tipo adidas también a juego con la montura... En fin, que si ya la ciudad es preciosa cuando le añades la afición vespista queda claro que hay que volver a bordo de Mi Vespa.
De vuelta a casa he encontrado a Mi Vespa muy perjudicada, la pobre. Quince días parada en la calle no le han sentado nada bien. Para colmo, justo antes de marchar se le había roto el cierre del bauleto, o sea, que daba un poco de pena y como la tengo tanto cariño y, además, la he echado tanto de menos, ayer le dediqué su tiempo y la dejé de nuevo reluciente y lista para seguir dándome satisfacciones.
Quién sabe, quizá pronto vuelva a Italia sobre ella.

viernes, septiembre 03, 2004

En el aparcamiento

Mi Vespa va a permenecer aparcada durante unos quince días.
No creáis que no lo he dudado, porque voy al país donde nació la mamma de Mi Vespa y sería precioso recorrerlo sobre ella pero en esta ocasión conduciré sobre cuatro ruedas porque aún no me siento preparado. El equipaje es el principal impedimento. No me imagino (aún) cargando Mi Vespa con todos los bártulos que se necesitan para un viaje-aventura como el que tengo previsto.
Así que, ya sabéis, a partir de hoy y durante, aproximadamente, dos semanas, voy a permanecer desconectado de la web pero prometo recoger información para que tengais noticias frescas.
Nos leemos a la vuelta
Un puñado de besos.

jueves, septiembre 02, 2004

20000

Mi Vespa acaba de cumplir veinte mil kilómetros. Esta mañana, mientras venía al trabajo. El caso es que ayer ya me di cuenta que faltaba muy poco para alcanzar tan redonda cifra y pensé tomar la cámara de fotos e inmortalizar ese momento. Pero cuando sonó el despertador esta mañana de lo que menos me acordaba yo es del cuentakilómetros de Mi Vespa. Ha sido al ver el 19999.9 cuando me di cuenta del olvido.
Y está como una moza. Fresca y lozana como el primer día. Bueno, casi, porque ayer sufrí un pequeño percance.
Decido ir a Madrid a comer. Aparco Mi Vespa y, como de costumbre, guardo la chaqueta, el casco y mi bolsa en el cofre. Me dispongo a cerrarlo y no cierra. Pasa a veces pero al segundo intento suelo conseguirlo. Levanto de nuevo la tapa y vuelvo a bajarla sin oir el característico clic que indica que cerró. Así unas quince veces. Quizá esté muy lleno, pienso, así que saco la bolsa y nuevo intento. Aquello que rebota como una pelota de ping pong y no cierra. Recoloco los objetos y reviso la goma estanca pero todo está correcto.
A todo esto, ya todo el mundo en la plaza se ha dado cuenta que mi bauleto no cierra, o sea, que no puedo largarme como si tal cosa dejándolo abierto.
Repaso la cerradura y el enganche, todo correcto. Empiezo a desesperarme. Aunque sé que no es por estar lleno, saco todo y vuelvo a intentarlo. No hay manera. Se queda más abierto que el bar aquel de la película. Para no seguir cabreándome, decido pasar y sentarme a comer. Eso sí, en una terraza cercana para poder vigilar de cerca Mi Vespa.
Cuando termino, subo en ella y, con el movimiento, se cierra solo, así que pienso que sería una mala postura del cofre. Error. Llego a casa, aparco donde siempre y se repite la escena pero esta vez no me preocupo porque juego en mi terreno. Busco un destornillador y trato de ajustar todos los tornillos ajustables pero la tapa sigue sin cerrar. Aunque sé que no sirve de nada, desmonto todo y vuelvo a montarlo; entonces compruebo que, por supuesto, no servía de nada.
Vale, si con el destornillador no he solucionado el problema, agarraré una llave inglesa. Veo una tuerca y la emprendo con ella. Sí, decididamente esa debe ser la causa. Pero, cuando empiezo a apretarla, el vástago del tornillo que envuelve se parte quedándose con la tuerca puesta. Ya está, asunto solucionado: ya no tengo cerradura en el cofre.
Ahora sigue sin cerrar pero, por lo menos, ya sé la causa.

viernes, agosto 27, 2004

Alka Seltzer (¿se escribe así?)

Una noche estupenda. Las caipirinhas se sucedían tan rápido como las conversaciones y las horas pasaban tan rápidas como las botellas de cachaça. Lástima que al día siguiente ¿al día siguiente? Lástima que dentro de unas pocas horas haya que acudir al trabajo.
Cuando suena el despertador lo primero que recuerdo no son las risas ni la charla sino la última copa y ese chorrito de más que eché sobre los hielos ya ni siquiera picados. Entre dormido y beodo consigo llegar a la ducha y me dejo caer bajo el chorro de agua con la ilusión de que obre milagros. Aunque algo ayuda, los doscientos centímetros cúbicos de café solo son absolutamente necesarios. Y una pila de pastillas que van desde los analgésicos hasta los antiinflamatorios regados, eso sí, con una buena dosis de vitamina C.
Con tan suculento desayuno me planto ante Mi Vespa. Por suerte sólo veo una y atino a meter la llave en la cerradura del cofre para sacar el casco y la chaqueta. Arranco y... rumbo al trabajo.
Los primeros metros me toca aguantar a un par de camiones que circulan a veinte por hora y que me resulta imposible adelantar. Claro que, en mi estado, a ver quién se atreve. Así que, aguanto a la cola hasta que consigo deshacerme de ellos. Lo que no sabía yo es que, justo cuando me libro de la artillería pesada me encuentro con un inesperado atasco. ¿Por qué hay un atasco hoy aquí, viernes de agosto a las ocho de la mañana? Porque a alguien se le ocurrió que era un buen día para cambiar el trazado de la autovía y continuar las obras al mismo tiempo. O sea, que me toca sortear al mismo tiempo los coches y el péndulo que tengo en mi cabeza para mantenerme en pie.
Decididamente la mañana no empezaba bien pero, al llegar a la autovía, librarme de los coches y poder dar libertad a la muñeca derecha el panorama cambia. Mi Vespa empieza a volar y el viento que habitualmente fastidia, entra entre las rendijas del casco, entre las ventilaciones de la chaqueta, entre el tejido de los pantalones y va llenando todo mi cuerpo de aire fresco y mañanero. La pesadez de mi cabeza se aligera y el plomo de los párpados se vuelve pluma. Increíble. Mi Vespa se ha transformado en un Alka Seltzser con motor y ejerce efectos mágicos. A los pocos minutos estoy despierto y animado. Aparco, guardo casco y chaqueta y me siento a trabajar...
Creo que necesito otro café.

jueves, agosto 26, 2004

Póntelo

En las películas suelen representar a un motorista para simbolizar la libertad. Con la intención de recalcar más aún este espíritu libre, lo normal es que aparezca conduciendo sin casco, sin guantes y con una camisa volando al viento. Pero... ¡qué aberración! ¿Los directores de cine montan en moto? No, no me voy a poner en plan moralista con las recomendaciones sobre seguridad de la Dirección General de Tráfico. No. Hablo simplemente de comodidad.
¿Alguno de vosotros ha circulado en moto sin casco? Reconozco que yo sólo una o dos veces, hace mucho tiempo y en ciclomotor pero recuerdo que, más que una ligera y fresca brisa en la cara, lo que sientes es una bofetada de viento que te lleva la cara para todos los lados.
Mira, el otro día, estaba en casa y tenía que ir a ver a una amiga que vive muy cerca. Pensé que con el clima favorable y una distancia corta no necesitaría ponerme el casco integral así que me coloqué uno abierto que llevo siempre para los acompañantes. Sin visera.
Al principio, bien. ¡Ah! Esa suave brisa en la cara... Quise disfrutar del paseo en Mi Vespa y decidí no acelerar. Pero se levantó algo de viento. En mi barrio siempre hay viento. Y ese viento, más de una vez trae polvo. Y ese polvo, cuando golpea en la cara, molesta. Sin embargo, yo seguía paseando alegremente en Mi Vespa hasta que, una de esas motas de polvo se coló directamente en mi ojo derecho. ¡Ay!
Lo primero que sientes es el fuerte impacto de algo agudo en una zona del cuerpo extremadamente sensible. A continuación, que eso que ha entrado empieza a restregarse por toda la córnea conforme intentas mover el ojo. Al principio traté de seguir conduciendo Mi Vespa pero, evidentemente, tuve que parar a los pocos metros porque ¿quién es el listo que conduce una moto con un sólo ojo y con el otro invadido por un objeto extraño?
Tras unos minutos de esfuerzos logré extraer el grano de lo que fuera (porque esa es otra, vete tú a saber lo que se metió en el ojo...) y continuar hacia mi destino. Cuando llegué, con los ojos como tomates, mi amiga me preguntó asustada qué me había pasado, a lo que contesté que no se puede ir por ahí sin proteger los ojos cuando se monta en moto.
Lo mismo debió pensar esta otra amiga a la que llevé desde Madrid hasta mi casa a bordo de Mi Vespa. Era su primera experiencia motociclista. Eso y el sushi que había comido el día anterior estaban convirtiendo su fin de semana madrileño en algo extraordinario. El pescado crudo le gustó. Y el paseo en moto creo que también; cuando le pregunté dijo: la pena es que no haya podido ver nada del paisaje, porque llevé los ojos cerrados desde que salimos a la carretera. No me extraña, claro, después de mi corta experiencia con ese casco abierto, puedo imaginar lo que debe sentirse durante un largo trayecto. Al menos ella pudo cerrar los ojos. Conduciendo es un poco más difícil. Con el próximo sueldo miraré a ver si compro unas gafas de aviador para las acompañantes.
Efectivamente, la cabeza y la cara han de ir bien protegidas pero no solo. También el cuerpo y, sobre todo, las manos. En una caída leve, lo primero que pones en el suelo es la mano y, claro, no es lo mismo que se rompa el cuero de una vaca que murió hace tiempo a que se rompa el cuero que protege tus músculos y huesos. ¡Aysssssss! Sobre los guantes, por suerte, sólo puedo contar alguna anécdota acerca del frío que pasas en las manos si un día se te ocurre no ponértelos.
Sobre la chaqueta sí que tengo una historia que contar.
Hace un par de semanas, o sea, una tarde de agosto, estaba en casa cuando me surge una cita. ¡Una cita! Me acicalo, me perfumo y me visto con mis mejores trapos entre los que se incluye una preciosa camisa naranja muy a la moda que tiene un cuello muy a la moda, o sea grande. Como hacía calor y no quería arrugar la camisa recién planchada poniéndome la chaqueta de montar en moto, decido prescindir de ella.
Mientras conduzco por la avenida cercana a mi casa todo va bien pero, cuando salgo a la carretera y aumento la velocidad, con el viento, los cuellos de la camisa comenzaron a agitarse como las alas de una mariposa encerrada y en cada aleteo golpeaban mis hombros con tal energía que parecía que me estaban castigando a latigazos por atreverme a salir sin protección. Pensé parar y colocarme la cazadora pero me dije que quedaba poco para llegar y no merecía la pena. Sin embargo la mariposa del cuello seguía golpeándome con fuerza. Ya me picaban los hombros y juro que no exagero. Cuando llegué a la ciudad supuse que se habían acabado mis males pero no; por lo que se ve, ya se había maleado el cuello de tal manera que le resultaba más fácil seguir aleteando. Paro en un semáforo y respiro aliviado porque esos malditos piquitos han dejado de castigarme. Me miro en el retrovisor de Mi Vespa y... ¡horror! Mi preciosa camisa naranja tiene los cuellos en posición de presenten armas, más levantados que el miembro de un chaval en su primer encuentro pero también más deformados. Y ¿qué decir de las arrugas? Yo que no me había puesto la chaqueta para no arrugar la camisa, me encontré que con el viento, la velocidad y los humos de la carretera había quedado completamente deformada, arrugada, sucia... y mis hombros enrojecidos por los golpeteos continuos de su cuello.
Por suerte llegué a la cita antes de tiempo y pude recomponerme lo suficiente como para que ella no se diese cuenta de nada. Aunque, claro, se lo conté y nos reímos un buen rato a mi costa.
Así que... ya sabes, amiguito, amiguita, si vas a montar en moto, aunque sea una humilde Vespa o para un recorrido corto, no olvides protegerte convenientemente. No te lo dice la Dirección General de Tráfico sino un vespista altruista.

jueves, agosto 19, 2004

Cuatro gotas

Me lo avisó un lector agorero (un saludo, J). Efectivamente, llegaron las lluvias y antes de tiempo. Tan anticipadas que aún no me había equipado para ellas. Y no sabéis bien los que no montáis en moto lo importante que es el equipo. Tanto que tengo pensada una nota sobre este asunto. Como decía J, las curvas de las rotondas encharcadas pueden ser más peligrosas que las de las mujeres bellas que acaparan toda mi atención.
El caso es que, esta mañana al despertar comprobé que había llovido. Cuando saqué a pasear al perro, chispeaba. En el momento de salir hacia el trabajo, comenzaba el diluvio. Es posible que cualquier persona cuerda, ante semejante panorama hubiese optado por el coche. Pero yo no. Por dos motivos fundamentales: primero porque no estoy cuerdo; segundo porque me propuse usar Mi Vespa para ir al trabajo todos los días del año y no me iba a amilanar por cuatro gotas de nada.
Lo cierto es que esta experiencia me ha resultado muy útil. En apenas veinte minutos he aprendido varias cosas y he constatado otras tantas.
La primera lección es que hay que llevar siempre una bayeta en la moto. Para secar el asiento, claro. De lo contrario hay que buscar lo más parecido a un trapo si no queremos empezar la ruta con el culo húmedo. Bastante tiempo habrá para empaparse. ¿Pensabas que yo llevaba una? Pues no. Lo más parecido a un trapo es una funda para el casco confeccionada, precisamente, en material repelente al agua. Lo mismo me habría dado pasar la mano.
La primera constatación es que aún soy un poco (o un mucho) torpe sobre la moto. Sí, me las daba yo muy valiente largándome a Ávila un día soleado pero aquí me quería ver yo. Y algún que otro motero que lee estas notas.
Ya en el primer cruce parezco una adolescente a la que le acaban de regalar su primera Vespino por aprobar todo el curso. ¿Qué decir de la primera rotonda? Pues que casi desafío a las leyes de la gravedad logrando no caerme a cinco por hora. Increíble, la moto se mantenía en pie a pesar de la casi total ausencia de movimiento.
La segunda constatación es que llovía más de lo que parecía. Bastante más. Aún estoy a tiempo. ¿Vuelvo y cojo el coche? Nooooo. Me dije que iría todos los días en moto. ¿Y si espero a comprarme un pantalón impermeable? ¡Qué no! Vale.
Los cascos no tienen limpiaparabrisas ni luneta térmica. Al menos el mío. Tercera constatación. O sea, no puedo respirar fuerte porque se empaña y las gotas de agua que caen sobre la visera se acumulan hasta que forman un río que baja en picado por el barbuquejo. Ya se sabe pero, caray, hasta que uno no se ve ahí dentro, no es del todo consciente.
¿Y dónde van a parar las gotas que caen por el casco? Quizá al pantalón o a la chaqueta, o al sillín. La verdad es que, con tantas gotas juntas, al final uno no sabe ni de donde le vienen. Porque mira que llueve cuando llueve...
Otra constatación es que, cuanto más tiempo pases en la moto, más te mojas. Obvio ¿no? Pero... ¿cómo consigo reducir ese tiempo si manejando sobre suelo húmedo soy un auténtico pato. Aún circulaba yo por la avenida de mi pueblo cuando me adelanta a toda leche una cebeerre. Y pienso yo ¿es que él no se cae? Sí, ya me sé esa teoría de las ruedas grandes y la estabilidad y todo eso pero digo yo que también influirá algo la pericia del piloto.
Esquivar charcos. Otra lección. Bastante tiene uno con mojarse por arriba como para mojarse desde abajo. Mira por donde, aquí Mi Vespa tiene una ventaja importante: el escudo. Quieras que no, me protege bastante más que a los erres y gracias a eso, al menos los pies llegan secos. Pero, a pesar del casco, hay que evitarlos. No te haces una idea ni aproximada de la cantidad de charcos que hay en la carretera. ¿No pueden asfaltar con más frecuencia?
Ya que hablamos de asfalto ¿Sabías que hay, al menos, cuatro o cinco tipos diferentes? Cuando viajaba en coche apenas me había dado cuenta pero hoy he podido clasificarlos en función de su capacidad para beberse el agua: van desde los puramente abstemios hasta los bebedores empedernidos. Estos últimos deben ser muy caros porque apenas hay algún tramo de autopista que lo usa mientras que los abstemios estaban de oferta y se encuentran por todas partes a pesar de que son más peligrosos que un mafioso enfadado.
Yo no me enfadaba. Lo cierto es que me sentía bien. Empapado, pero bien. Orgulloso de llevar quince minutos y quince kilómetros sobre Mi Vespa sin caerme.
En las piernas empezaba a experimentar el fenómeno traje de neopreno, o sea, que el vaquero estaba completamente encharcado y con el calor de las piernas se calentaba el agua ahí alojado.
En el pecho, una terrible sospecha que confirmé al momento: mi cazadora no es impermeable. Menos mal que ya estaba llegando al trabajo. Aunque, eso también me daba cierto pudor. Creo que ya he comentado en alguna otra nota que estoy rodeado de moteros y me daba hasta vergüenza llegar hecho una sopa, porque, es que, hasta de los calzoncillos podría licuar un vasito de agua.
Así que esta esponja rondante, aparca a la puerta y confía no encontrarse a nadie. Ni me quito la cazadora hasta llegar al baño para disimular más. Cuando lo hago, descubro la camisa pegada al cuerpo y con más lamparones que una tienda de iluminación. Directamente me sitúo bajo el secamanos y empiezo a llenarme de aire caliente. No os podéis hacer una idea del aspecto que tenía. La camisa recién planchada se había convertido en un revoltijo de arrugas mojadas que más parecía un garbanzo antes de entrar al cocido. Intenté dirigir el chorro de aire caliente hacia las piernas pero por más posturitas que ensayase sobre el lavabo resultaba casi imposible secarse por lo que decidí sentarme a trabajar así de calado.
Creo que aún, mientras escribo esto, varias horas después de que sucediera, todavía tengo húmedo el ombligo.

martes, agosto 10, 2004

En el pueblo (Madre sólo hay una)

Los nacidos en España en los últimos treinta años quizá no sepan muy bien de lo que voy a hablar en los primeros párrafos a no ser que hayan viajado a algún país africano (no sé cómo están las cosas al otro lado del océano, perdón por mi ignorancia pero aún no he llegado allí). El caso es que en mi pueblo -y creo que en otros muchos de La Península-, aún en la década de los setenta, cuando llegaba un coche todos los vecinos salían a recibirle con gran alegría. Como explicaba al final de la nota anterior, algo parecido me sucedió al llegar a mi destino. Además, algunos de mis sobrinos o cuñados, no habían visto aún Mi Vespa y se unía la curiosidad por conocer el vehículo con las ganas que tenían de que llegara (quizá porque era la hora de comer y tenían hambre ¿para qué negarlo?).
Sé que a muchos esto les sonará a broma, quizá sus parientes están muy acostumbrados a las dos ruedas pero os aseguro que para los míos es toda una novedad y yo soy un loco por tales atrevimientos.
El caso es que durante la cata del cocido, aparte de otras discusiones habituales en las comidas familiares, fui sometido a un interrogatorio acerca del viaje con las consiguientes reprimendas acerca de lo que había o no debía haber hecho: ¡ay qué ver! ¿Y te has subido el puerto? ¿Y por qué no te has traído el coche? ¡no habrás corrido!
Pasado ese momento y el hambre, mi sobrino de doce años se empeñó en que le diese una vuelta en la moto. Como hacía una tarde que invitaba a montar en moto y me apetecía descubrir otras carreteras, accedí gustoso y me le llevé a dar una vuelta por el monte. No fue más que un breve paseo pero disfrutamos mucho los dos. Yo por recibir el viento fresco con olor a jara y encina de un precioso lugar en el que pasé los mejores veranos de mi infancia, él por descubrir el placer de montar en moto. Tomamos algunas fotografías y volvimos a casa.
Allí esperaban mis padres que salieron de nuevo a ver Mi Vespa y a interesarse por algunos detalles. Mi padre me contó sus experiencias motorísiticas que se reducían a un breve paseo también en Vespa pero hace más de cincuenta años. Se dirigía a Las Ventas desde su casa, cerca de Plaza de Castilla, cuando un vecino se ofreció a llevarle en moto. No había llegado aún a la Glorieta de Cuatro Caminos cuando le tuvo que pedir a su amigo que parase inmediatamente porque se mareaba por circular de esa manera tan alocada entre el tráfico ¡de hace cincuenta años! Sólo volvió a subirse a un ciclomotor cuarenta años después, por una urgencia que no viene al caso y lo pasó tan mal como aquella primera vez por lo que de ninguna manera tenía intención de subirse ahora a Mi Vespa ni para dar un breve paseo.
Mi Vespa, Mi Madre y yo a punto de comenzar la aventura Mi madre jamás en sus sesenta y muchos años se había subido a una moto pero tenía yo ganas de que lo probase y la invité a dar un paseo. Las risas empezaron desde el momento en que tanto ella como mi padre empezaron a probarse los cascos. Claro, esto, sin conocer a mis padres no tiene tanta gracia porque sí, sé que puede haber muchos abuelos de su edad moteros empedernidos pero os aseguro que no es el caso. El caso es que se probaron los cascos y les estuve haciendo fotos junto y sobre la moto, en diferentes posiciones. Después, subí a mi madre al asiento trasero.
Al principio protestaba mucho porque le daba miedo. Todo el rato diciendo que no corriese, que no saliese de la calle de su casa y todas esas cosas. Después le dije que bajaría a echar gasolina y empezó con que a ver si la iba a ver alguien, con esas pintas, con el casco... pero aún así seguí con mi idea y bajé hasta la gasolinera. Despacio, sí, para no asustarla. Allí pasó lo que tenía que pasar, que se encontró con alguien del pueblo y empezó a preguntarle sobre el casco, la moto... y mi madre que quería esconderse, que no sabía donde meterse, con lo vergonzosa que es ella para estas cosas.
Mientras, yo, hablando con el gasolinero, un conocido de cuando de chaval iba a pasar los veranos allí. Y él, también, preguntándome por Mi Vespa. Y yo, contándole lo típico, que si lo de los cuatro tiempos, que si el bajo consumo, que si las prestaciones, que si es como las antiguas pero en moderno... o sea, las conversaciones que siempre tengo cuando le presento a alguien mi moto.
A mi madre, tan roja como el caso que llevaba sobre la cabeza, el respostado le pareció interminable pero se le olvidó durante el camino de vuelta. Como yo veía que ella iba tomando confianza, aceleré poco a poco y comprobé que disfrutaba con la sensación de velocidad. Total, que llegó a casa contentísima del paseo y entusiasmada aunque preocupada por quién la habría visto... cosas de mi madre.
Al llegar a casa aún siguió toda la familia durante un buen rato arremolinada alrededor de Mi Vespa charlando. Bueno, más bien echándome sermones ya sabes: no corras, ten cuidadito, que mira que van como locos...
Aunque el peor sermón aún estaría por llegar al día siguiente. Amaneció nublado. Por lo visto -me enteré después- había pasado un huracán cerca y dejó toda la península con viento y lluvia. Al ver aquella mañana barrida por el viento y amenazada por la lluvia, mi madre, que como todas las madres, es muy madre y siempre tiene un motivo de preocupación, ya no pensaba en el desayuno ni en qué haría de comida ni en la hora la que habrían llegado sus nietas la noche anterior. No. Empezó a preocuparse por mi regreso en moto.
Desde que me levanté (y menos mal que me levanté tarde porque sus nietas, o sea, mis sobrinas, habían estado de fiesta conmigo la noche anterior...) no ceso de pedirme que no volviese en moto a Madrid.
Lo primero, me preguntó:
- ¿Y si llueve?
- Me mojo, como todos los demás.

Claro, esa respuesta no debió convencerle mucho, así que le expliqué que iba preparado, que llevaba guantes, cazadora, y mucho cuidado. Pero eso tampoco parecía servirle y empezó a ofrecerme su coche para volver. Entonces empezaron las bromas: Claro, -decía mi hermana- y os váis papá y tú a misa de once y a por el pan en la Vespa... eso sí, con el casco puesto...
Mi madre guardaba silencio pero por dentro seguía con su preocupación.
- Irás por la autopista.
- Mamá, con esta moto es más peligrosa la
autopista que la carretera...
- Pero ¿cómo vas a subir el puerto con la que
va a caer?
- Mamá, no va a pasarme nada, ya verás
- ¿por qué no te
llevas nuestro coche
- ¡¡¡Mamá!!!

La culpa es mía, lo sé. Tenía que haber hecho lo que me aconsejaba mi cuñado: tú díle que sí irás por la autopista y luego te metes por donde te dé la gana. Pero uno que quiere ser sincero con su madre y encima la hago pasar un mal rato.
El caso, es que, después de tanto decir lo que debía y no debía hacer, llegó la hora de marchar. Es cierto que no me hubiese importado disfrutar allí algunas horas más pero cualquiera aguanta a mi madre siquiera cinco minutos diciendo que me llevase su coche.
Aproveché que también se iba mi hermana en su coche recién estrenado. Al despedirme le dije a mi sobrina: nos veremos en la carretera y ella dijo no creo. Pero una amiga que las acompañaba y había sufrido la conducción de mi hermana puntualizó: Sí creo, ¡¡¡nos veremos en la carretera!!

domingo, agosto 08, 2004

On the road

A veces, cuando se acaban los materiales narrativos hay que salir a buscarlos. Hacía varias semanas que me rondaba por la cabeza la idea de un viaje largo en Mi Vespa y decidí que había llegado el día.
Puede que para un motero consumado, doscientos kilómetros no sean gran cosa pero para mí, piloto novato (no lo olvides) de una modesta doscientos ir hasta el pueblo de mi infancia suponía todo un reto. A él me lancé con ilusión y, para qué negarlo, un poco de miedo.
Había transcurrido medio día de un sábado de agosto y la mayoría de madrileños habían salido ya de la ciudad o estaban encerrados en casa. Las calles, totalmente vacías.
Aunque los primeros kilómetros de la ruta coincidían con los que hago a diario para ir al trabajo, la emoción de la aventura los hacía diferentes, cargados de solemnidad. Circulaba despacio, como reservando energías para lo que habría de venir.
En mi cabeza se mezclaban Kerouac, Easy Rider y Quadrophenia con los recuerdos de mi infancia, cuando, a bordo de La Cirila de mi padre o del seiscientos de algún primo, con toda la familia dentro para aprovechar al máximo el viaje, este mismo trayecto suponía todo un acontecimiento similar al que hoy estaba viviendo.
Más de treinta años han pasado desde aquellos viajes y en ese tiempo algunas cosas y lugares permanecen como si no hubiesen transcurrido ni treinta días mientras que otras son prácticamente irreconocibles. Éste es el caso de las carreteras que rodean Madrid. Si en aquellos tiempos circulábamos por carreteras a través del campo a los diez minutos de salir de casa, hoy, sobre Mi Vespa, tengo que circular durante casi una hora por autopistas gigantescas que en vez de nombres llevan números y dan vueltas y vueltas alrededor de esta ciudad monstruosa (perdón para mis amigos del D.F., sé que aquello es peor) por las que circulan potentes coches a grandes velocidades. Por este motivo, los primeros kilómetros no son muy agradables y espero con impaciencia la llegada a una carretera con un sólo carril por sentido. Esto sucede justo al cruzar el Río Guadarrama a la altura de Molino de la Hoz en el preciso instante en que comienza el Puerto de Galapagar. Mi primera subida a un puerto en moto, en Mi Vespa. Quizá os parezca una tontería pero sentía dentro de mí correr la sangre de un modo especial. Conducía con seguridad y al tiempo precavido. Acostumbrado al tráfico urbano las curvas imponen un poco al principio pero a medida que iba ganando altura aumentaba mi satisfacción y cuando coroné el puerto me creí el rey del mundo así que empecé a canturrear a voz en grito. Consecuencia de mi mezcla de sentimientos, alternaba el Born to be wild de Steppenwolf y el On the Road Again de Canned Heat con La Zarzamora de Quintero-León y Quiroga.
Entre cánticos llegué a Galapagar y crucé el embalse de Valmayor por un gigantesco puente recordando el año en que lo construyeron pues en aquellos viajes de antaño la carretera pasaba por lo que era un río.
El viaje transcurría con total normalidad y gran alegría por mi parte cuando llegué a El Escorial y el mítico Puerto de la Cruz Verde. Para quien no lo sepa, un puerto de referencia entre los ambientes motoriles de la zona centro. Por los alrededores empiezan a verse erres dirigidas por pilotos encuerados que, imagino, se preguntarán qué pinta un vespista en estas curvas: pues subir el puerto, como tú. Esta es Mi Vespa en el alto de La Cruz Verde y ahí al fondo está el Monasterio de El Escorial, lo prometo./>
La subida me decepciona bastante por lo sencilla que me resulta. También es cierto que la gran cantidad de coches que se acumulaban subiendo a una velocidad mínima impide poner a prueba las dotes de pilotaje (je, je) y, aún así, con Mi Vespa subí todo el camino adelantando a los enlatados. Al llegar a lo alto, parada obligada para disfrutar del paisaje y tomar un par de fotografías rápidas.
Cuando reemprendí la marcha los coches habían desaparecido y sólo se veían más motoristas que me saludaban y me hacían uves al adelantar. La bajada del puerto de La Paradilla es impresionante, con todo el valle desplegándose ante mis ojos. La carretera baja con suaves curvas por una de las laderas de la montaña mientras que la otra queda salpicada de casas de veraneantes.
Termina la bajada en otro lugar legendario: el puente del río Cofio. Una profunda garganta en la que casi siempre puede verse alguien saltando al vacío. Al pasar por aquí en coche no puede verse más que la barandilla del puente pero al cruzarlo en moto es posible disfrutar de la belleza del lugar. Un pequeño río que corre entre piedras dejando a los lados praderas verdes incluso en verano.
Desde aquí la carretera discurre entre pinares que regalan olor a resina y que es más fácil disfrutar a través del casco que si fuera sobre cuatro ruedas. Aunque algunos motoristas se acercan hasta Ávila, la legendaria ruta motorista acaba en Las Navas del Marqués. A la puerta de un bar de carretera que recuerdo exactamente igual desde que tengo memoria paran decenas de motoristas para descansar de las curvas. Pero yo continúo.
Entre que llevo más de una hora sentado en Mi Vespa y que mi madre me espera con el cocido puesto, empiezo a contar los kilómetros que me quedan por llegar. El culo empieza a dolerme y el casco, aunque me queda amplio, me aprieta en las orejas (y eso que no las tengo grandes). El paisaje sigue siendo impresionante aunque ahora las curvas sobre plano horizontal se han transformado en curvas sobre plano vertical. O sea, hablando en cristiano: largas rectas onduladas con magníficas vistas.
Giro el puño a tope y los kilómetros pasan volando. Detrás de la visera vuelvo a entonar La Zarzamora y On the road again contento por lo bien que está transcurriendo el viaje.
Un tobogán de tres kilómetros me lleva derecho hasta Ávila, penúltima etapa de mi viaje. Orgulloso sobre Mi Vespa cruzo la ciudad a una velocidad que me permite disfrutar de las calles como si las pisara por primera vez aunque las he recorrido mil veces. Y, como un turista más, me paro ante una de las puertas de la muralla, justo la que da al río Adaja, para hacer fotos a la moto delante de las piedras. Aquí Mi Vespa delante de las murallas de Ávila La gente que pasa con los coches me mira extrañada. No sé por qué ¿qué tiene de raro un tío en medio de una plaza con un casco en la cabeza y una cámara de fotos ante la visera?
No me esmero demasiado en la captura de imágenes porque recuerdo a mi mamá impaciente con el cocido en la mesa y vuelvo a subir a Mi Vespa para encarar el último tramo: treinta kilómetros de recta que marcan el final del viaje.
En este tramo el viento pega fuerte y me veo obligado a adoptar una postura racing que poco tiene que ver con la filosofía vespista pero que resulta más conveniente para avanzar.
Inevitamblemente vuelve a acudir un recuerdo de la infancia. Tanto a mis hermanas como a mí nos encantaba venir al pueblo. Además, el viaje resultaba tedioso, por eso, a la única curva de la carretera que va desde Ávila a Muñana la llamábamos La Curva de la Alegría. Es una "Z" dibujada sobre el asfalto para salvar el pueblo de La Torre, el último antes de mi destino. En este viaje, esta curva vuelve a ser la de la Alegría porque indica que estoy prácticamente en mi destino. Paso los tres mataderos que dan vida y dinero a estos pueblos y llego sin que apenas me de tiempo a pensarlo, a La Venta, un viejo edificio que recuerdo siempre abandonado pero referencia en la vida del pueblo. En ese punto abandono la carretera nacional y subo el último kilómetro de mi aventura.
Orgulloso, cansado, hambriento, llego hasta la casa de mis padres tocando el pito de Mi Vespa ante la algarbía de todos los familiares. Otra vez los recuerdos de antaño cuando ante la llegada de un coche al pueblo acudían todos los niños a recibirlo. En esta ocasión son mis sobrinos, mis hermanas, mis padres que salen a recibirme como si fuese un héroe llegado de la batalla victorioso.
Una vez allí sucedieron más cosas dignas de contar. También la vuelta merece algunas palabras pero todo eso será objeto del siguiente capítulo.

viernes, agosto 06, 2004

El plato

Amigos lectores, suerte tenéis que no me he pasado la tarde tomando apuntes en el bloc y que mi memoria es traicionera porque de lo contrario no haríais otra cosa en el día que leer esta nota (o abandonarla a la tercera línea). Tampoco es cuestión de que os echen de los trabajos ni que el contrario os mire raro porque no acudís a la cama, así que intentaré abreviar (aunque me temo que no lo conseguiré, avisados estáis).
Todo empezó por la mañana, como casi siempre. Salí de casa con un plan —aunque soy persona de pocos cálculos— sencillo: ir a la piscina cuando terminase mi jornada laboral y tumbarme al sol a leer y dormir hasta una hora prudencial para después salir con alguien a tomar un par de cañas.
Esta idea implica tomar una bolsa de deportes con una toalla, bañador, zapatillas, gafas, bolsa de aseo y libro que ocupa, aproximadamente, la cuarta parte del espacio disponible de Mi Vespa. El resto del espacio lo ocupa el casco de acompañante, la cazadora de motero, un maletín-bolsa con papeles y libros, el antirrobo y, si la moto está parada, mi propio casco integral. La guantera, por motivos que quizá cuente en otra nota, no abre o sea, como si no existiera.
El caso es que me siento en mi puesto de trabajo y, al abrir el correo electrónico, encuentro una invitación de una amiga muy simpática que me propone comer juntos. ¿No decía yo que no me gusta planificar? Por esto precisamente, porque los planes se hacen para romperlos y, en este preciso instante, decido cambiar mi plan piscinero (con bocata cutre incluido) por una agradable comida en compañía.
Nada más salir de la oficina recibo una llamada de mi amiga diciendo que el restaurante en que habíamos quedado está sufriendo una reforma que ya quisieran para sí muchos gobiernos y que, por lo tanto, está cerrado. Me pongo nervioso, me pongo el casco y arranco Mi Vespa, me pongo a salir escopetado cuando oigo un crotocroc y la rueda delantera de la moto que se clava en el suelo más que al madero un cristo. Hora punta de salida del trabajo y todos los compañeros, sus amigos y algún que otro vecino que por allí pasaba, testigos. Uno me hace señas indicando a la rueda delantera. Ya. Mieeerrrrdaaaa. El candado. Con las prisas olvidé quitarlo. Mi cara del color de mis camisas favoritas. Ha quedado tan atrapado entre la rueda y el disco de freno que me las veo y deseo para desatrancarlo. Repaso visual de daños y compruebo con alivio que sólo ha sufrido mi orgullo y el protector de plástico del antirrobo. Bien.
Reemprendo la marcha rumbo al lugar acordado y encuentro a M esperándome. Aparco en una bella plaza peatonal y buscamos donde comer.
De lo sucedido en el restaurante debiera ocuparse un blog gastronómico (y tendría tema). De lo sucedido en el café debería ocuparse un blog sentimental (y tendría tema). Pero lo nuestro aquí es hablar de aventuras motoristas. Y la siguiente anécdota de la tarde, cuando apenas han pasado un par de horas de la primera, es que cuando llego al lugar donde dejé Mi Vespa, encuentro una monumental cagada de paloma cubriendo casi por completo el vehículo. ¿Qué exagero? Bueno, sí, puede, pero os aseguro que las partes afectadas no eran moco de pavo (comparación desacertada..., claro, eran cagada de paloma): el manillar y el asiento.
Busco en todos los compartimentos de Mi Vespa y no hallo pañuelos, miro alrededor y no hay nada que pueda servirme. Aunque no soy muy escrupuloso, tampoco me decido a hacer de tripas corazón y lanzarme así al asfalto, por lo que sigo pensando y recuerdo la toalla de la piscina. Utilizando una esquinita del trapo dejo la máquina lista para su uso. Me calzo el casco abierto y me dispongo a recorrer la ciudad.
Porque, tengo que recordar, que vivo en una localidad fuera de Madrid y, claro, como un pueblerino más, cuando vengo a la capital, tengo que aprovechar para hacer todos los mandados posibles.
El primero de estos es acudir a esa tienda de discos a la que me tengo prohibido ir más de una vez al mes porque siempre, caigo en la tentación y me llevo, mínimo, dos. Esta vez hay suerte y sólo encuentro uno que me ayuda a completar mi colección de los Beatles: Help! ¿Sería sintomático del resto de la tarde? Lo digo porque precisamente ayuda es lo que necesitaría en las próximas horas.
Bueno, un disco ocupa poco. Y una camiseta de marinero a la que no pude resistirme, también. Peor es cuando recuerdo que necesito una funda para uno de mis tambores. Porque, para quien no lo sepa aún, tengo que recordar que toco la batería. Precisamente ayer, cuando le estaba enseñando la moto a un amigo guitarrista me preguntaba ¿Y cómo llevas aquí la batería?
El caso es que me paso por la tienda de instrumentos, compro la funda en cuestión y me empeño en que quepa en alguno de los huecos, porque me niego a ir toda la tarde con la funda colgando.
El portero de una finca vecina a la tienda de música permanecía inmóvil contemplando la escena. Y cuando ve que consigo meter la funda en el mismo compartimento donde iba la bolsa con las cosas de la piscina me dice:

- en estos cacharros cabe más de lo que parece, ¿verdad?
- Y que usted lo diga, le contesto.
Después de un buen rato charlando sobre huecos, motos, tráfico y bolardos urbanos, me despido y enfilo calle abajo.
No había avanzado doscientos metros cuando veo a lo lejos a un buen amigo y mejor pianista. Nueva parada y nueva charla intrascendente, típica de fortuito encuentro callejero pero que finaliza con una frase clave para las próximas horas: pues ahí, en la Real Musical, están con rebajas de hasta el setenta por ciento, pásate que igual encuentras algo...
Y voy yo y me paso. Y voy yo y encuentro algo, vaya que si encuentro. En realidad encuentro muchas cosas pero como mi cuenta no está para muchas alegrías sólo me decido por un fantástico platillo que, además de necesitarlo desde hacía varios conciertos, costaba exactamente la mitad de su precio. Quien sepa algo de precios de platillos comprenderá que no debía dejar pasar la ocasión.
Salgo de la tienda tan contento con mi platillo nuevo, me dirijo al lugar donde está aparcada Mi Vespa y... ¿Cómo lo llevo durante lo que me queda de paseo urbano y durante los kilómetros de autopista hasta llegar a casa?
Lo primero que intento es colocarlo tras el escudo, aprovechando el gancho que lleva la moto precisamente para colgar bolsas pero el platillo sobresale por todas partes y da más meneos que una atracción de feria.
Después trato de sujetarlo en una rendija que queda entre el asiento y el bauleto pero me doy cuenta que saldría disparado en la primera curva. Vuelvo a entrar a la tienda y el vendedor, que se las daba tan feliz con su venta, pone cara de susto pensando que voy a devolverle el plato. Le saco de su error pidiéndole una cuerda pero dice que no tiene y sólo puede ofrecerme un rollo de cinta de embalar.
No es mala idea, pienso, y forro toda la bolsa con esta cinta marrón para ajustar el plástico al metal. Intento usar la cinta como cuerda para sujetar mi compra a la moto pero, claro, los bordes son como filos de cuchillos y cada vez que intento pasar por ahí la cinta, se corta.
Como de pequeñín me enseñaron que más vale maña que fuerza y, hay que reconocerlo, soy un enclenque, me las apaño para sujetar el plato al bauleto. Con una sonrisa paralela al barbuquejo, le devuelvo al tendero su cinta y reemprendo la marcha.
Podría haberme ido a casa, sí, es lo que debiera haber hecho, pero recuerdo a los lectores que no soy capitalino, que me gusta aprovechar el tiempo y que un poco de cabezonería también llevo encima, por lo que sigo recorriendo tiendas en busca de todo lo que tenía previsto encontrar.
Ni un kilómetro había andado con el apaño cuando llego a otro comercio que me interesa. ¿Qué hago ahora? Vuelvo a plantearme marchar a casa pero ¿cuándo tendré otra ocasión de volver? ¿Aparco delante de la puerta y les pido que echen un vistazo al paquete? Pero son muy antipáticos aquí, no va a colar. ¿Me arriesgo a dejarlo ahí atado? ¡qué dices! ¿veinte mil pelas diciendo tómame al primer chorizo que pase? Ni de coña.
Deshago el atijo y entro a la tienda con él y con el casco de la mano. Para colmo, después de todo, no encuentro lo que buscaba. Vuelvo a pegar la cinta como puedo y sigo calle arriba. Paso cerca de otras tiendas que tenía interés en visitar (entre otras cosas, para comprarme un casco nuevo más acorde con Mi Vespa, aunque esto será tema de otra nota y de otro mes con menos gastos) pero el plato empieza a menarse para todos los lados y no puedo hacer más paradas que no estén previstas.
Lo que sí necesito, urgentemente, es parar en una ferretería para comprar un pulpo con que atar en condiciones el puñetero plato a Mi Vespa. Entro, con el casco en una mano, en la otra el plato. Busco la goma. La cojo como puedo. Voy a la caja. Paso todo lo que llevo a la misma mano para poder buscar el monedero. No llevo suelto. Lo guardo. Saco la cartera del bolsillo contrario, por lo que tengo que pasar todas las cosas a la otra mano. Me dan las vueltas. Tengo que volver a sacar el monedero y volver a cambiar de mano los trastos. En estas, el plato cae al suelo... tolonnnnn. Os aseguro que si me pisan un pie no me duele tanto.
El cajero, un chaval joven, me dice: eso es un plato de batería, ¿verdad? Mi respuesta nos lleva a otra conversación durante la cual estoy, recuerdo, con todas las manos ocupadas.
Salgo a la calle y me dispongo a colocar el plato en el mismo lugar que iba antes y atarlo con el pulpo pero, claro, no llega y, lo que es peor, el platillo comienza a combarse. Pensemos. Lo vuelvo a poner tras el escudo. Encuentro orificios en los que enganchar las gomas. El plato se sujeta. ¡Bien! ¡Prueba superada!
Cambio de barrio y llego a la librería que regenta un amigo con la intención de comprarme una guía de viaje para mis próximas vacaciones (¡a la cuna de las Vespas!). Otra vez. Aparca la moto. Quítate el casco. Desengancha el pulpo. Guarda el pulpo. Coge el casco, el plato y entra en la tienda.

- Mi amigo: hombre, ¡tú por aquí! ¿Qué querías!
- (Cuarto y mitad
de gambas, si te parece...) Nada, la guía de que te hablé para mi viaje.
- ¡Ah!, sí. Oye, eso que llevas ahí ¿no será un plato para la
batería?

- (No, es una antena parabólica) Sí, sí, ya lo escucharás
en el próximo concierto, no veas la lata que me está dando...

- ¿Y
cómo te apañas para llevarlo en la moto?

- ...
- Toma,
tus libros.
Vuelta a colocar el invento. Pero antes, intentar guardar las guías en los escasos huecos que quedan libres entre casco, maletín, candado, cazadora, disco, camiseta... y conseguir cerrar el bauleto, que no es poco. Logro cerrar a la primera... bueno, a la segunda (¿o la tercera?) y me preparo para enganchar el pulpo. Lo pillo de un lado y doy la vuelta a la moto porque no me alcanzan los brazos. Cuando llego, se suelta del primer punto. Otra vez a la derecha. Lo ato y se suelta de la izquierda. Lo ato, me doy la vuelta, y otra vez se suelta del otro lado. Increíble pero lo consigo. Arranco la moto y sigo.
¿A casa? No. Se ve que soy algo masoquista. A otra tienda. Aventuras parecidas para desmontar, pasear entre la exposición cargado y montar el invento.
Creo que se ha corrido la voz de que ando suelto por la ciudad y tengo la sensación de que todo el mundo me mira, así que decido que esta es la última visita y que ya, sí que sí, me marcho a casa. Guardo en el hueco el casco abierto y me coloco el integral y los guantes.
Pongo rumbo al hogar cargado hasta los topes pero... esto... sí. No lo vais a creer pero... paso por la puerta de otra tienda en la que necesito parar. ¿por qué ese empeño? Os preguntaréis. Es bien sencillo, estoy buscando una puñetera barbacoa pequeña, que quepa en mi terraza y no la hay en ningún sitio, así que tengo que preguntar en todos los comercios por los que paso (sí, ya sé que os da lo mismo, pero tenía que decirlo...).
Esta vez me niego a toda la parafernalia. Total, ¿para qué? Si no la van a tener. Así que aparco a la puerta, bien pegadito, y me asomo, sin desmontar el plato y sin muchas esperanzas, para ver si tienen. Encuentro mucha gente, pocos dependientes y algo parecido a lo que busco. Me temo que se repite la escena de la primera parada: o me arriesgo a dejar el plato solo unos minutos que se pueden alargar o me marcho sin preguntar o desmonto el invento. ¿Qué elegí? Claro, desmontar el invento y, como suponía, para nada, porque no me servía lo que tenían.
Cansado y derrotado, esta vez, sí que sí, marcho a casa. Además, estoy a pocos metros de la autopista. Ya, por mucho que quiera, no puedo encontrar más tiendas.
No me lo creo, voy a salir de la ciudad. Acelero, sonrío, salgo del último semáforo y ¡me encuentro a unas amigas en la parada del autobús!
Podría haberme hecho el loco y seguir hacia casa pero no va conmigo, así que aparto la moto del camino y, sin bajarme, las saludo y nos ponemos a hablar. Les cuento muy por encima mi historia y me dicen que se van de fiesta, que me apunte.
Mmmm. Quien me conoce sabe que no sé decir que no. Sabe que me gusta la fiesta. Sabe que me gusta salir con amigas. Quien me conoce sabe que no puedo resistirme a un plan así. ¿Quién se resistiría?
Entonces, miro a las chicas. Miro al escudo de Mi Vespa. Miro al futuro y me veo entrando en cada bar con un plato y un casco de la mano. Vuelvo a mirarlas, esta vez de frente a los ojos, pongo carita de pena y les digo:
- no puedo ir
- Pero... ¿por qué no?
- ...¡por el plato!