miércoles, octubre 27, 2004

Vespsurfing


En verano Madrid no tiene playa. En otoño, la M-30 se llena de embarcaderos por los que, si llegas a tu destino vivo, puedes disfrutar como un enano. Resulta que tú te compras una moto y disfrutas de ella todo el verano pero, al llegar las lluvias, tu moto se puede convertir en una estupenda tabla de surf con la que navegar por los embalses que se forman en la autopista de circunvalación. Bien pensado y con cierta pericia puede hasta resultar divertido. Sólo hay que cogerle práctica. Y, por supuesto, embutirse bien en el correspondiente neopreno. Bueno, si te da un poco de verguenza circular en moto con neopreno vale el habitual Gore-tex. Eso sí, protégete de arriba a abajo porque de la chupa de agua no habrá quien te salve. Pero, lo malo no es la lluvia que cae de arriba, como podría pensarse, sino la que sube.
Los mejores surferos del Atlántico chupan rueda de Mi Vespa...
Vale. Llueve. La lluvia no se puede controlar. No se puede culpar de la lluvia ni al ayuntamiento, ni a la comunidad autónoma ni al gobierno. Pero... ¿las carreteras? Yo no soy ingeniero pero algo de física estudié en el instituto y sé que si cae agua sobre una superficie tipo plato (nunca sé si es cóncava o convexa), pues se llena. Y si no tiene desagüe, pues ahí se queda. Y también sé que si pasas por ahí con un vehículo a dos ruedas pues corres todo el riesgo de patinar. Y si encima llueve y estás rodeado de coches por los cuatro costados, el riesgo es mayor.
Aunque... todo es ponerse. Quiero decir que al primer frenazo te pegas el susto padre, sí. Pero al segundo tomas conciencia del reparto de pesos del vehículo que llevas entre las piernas. Al tercero calculas la eficacia de tus frenos y al cuarto aprendes algo de dinámica. Se juntan todos esos conocimientos adquiridos con la experiencia y al quinto frenazo estás derrapando como si participaras en una carrera de dirt track y sin pagar inscripción.
Algunos pensarán que exagero. Sí. Pero les recomiendo que se den una vuelta con playeras por la zona. Es que en coche no te das ni la mitad de cuenta del problema. Y esa es otra: los coches. De eso ya hemos hablado aquí en alguna ocasión. Resulta que como circulan por estas pistas de patinaje a sus anchas, pasan por los pantanos sin fijarse en la profundidad ni en que al lado rueda un pobre incauto sobre una Vespa. Total, que desplazan una ola hacia ti que ni en Mundaka y tú, o la esquivas o te enfrentas a ella. Y hoy he leído en Scootermanía que para ser un conductor seguro hay que enfrentarse a los imprevistos o prevenirlos, para ser más exacto. O sea, que si una ola te ataca, no has de frenar sino sumergirte en ella.
No, si ya lo decía yo. Que en otoño en Madrid, nada de scootering, vamos a patentar el Vespsurfin'. Sólo tengo que cambiar el Gore-tex por el neopreno y ¡a circular!

domingo, octubre 24, 2004

Estupidez

Dicen que para comprender el concepto de "infinito" basta con pensar en la estupidez humana. Acabo de ver una muestra de ello.
Salía tan contento del cine después de ver una comedia de estreno, conduciendo Mi Vespa con tranquilidad y disfrutando de una noche agradable. Me incorporo a una calle principal y veo delante de mí un coche de unos trece años circulando más despacio que yo. Me acerco con naturalidad y cuando voy llegando a él frena en seco. Lo primero que pienso es que hay algo en la calzada pero no es así. Sigue adelante y vuelvo a acercarme a él porque va más despacio que yo. Vuelve a frenar. Avanza de nuevo y cuando otra vez estoy cerca, da al pedal del freno varios pisotones cortos y seguidos. Pienso si me conocerá y querrá saludarme pero ¿por qué no para? Esto mismo se repite varias veces. Lo siguiente que pasa por mi cabeza es que quiere parar y no encuentra lugar, así que intento adelantarle. En ese momento se cambia de carril para que no le pase y vuelve a frenar. Trato de aprovechar su frenada para adelantarle pero vuelve a girar el volante para que no le rebase. Así una y otra vez.
Por fin, el cambia de dirección y toma una calle por la que yo no pensaba ir pero con el cabreo que se me había puesto, mi primera intención es seguirle para adelantarle por fin y hartarle de todo o, al menos ver su cara de estúpido.
Por suerte, en el último segundo regresó mi cordura y seguí por mí camino dejándole marchar. Por eso ahora estoy aquí contando lo que se ha quedado en una simple anécdota que nos recuerda la cantidad de subnormales que están sueltos por ahí armados con un automóvil.

jueves, octubre 21, 2004

El Paquete. 3ª

Lamento más que vosotros lo poco alimentada está página. Con lo que a mí me gusta contar las aventuras que me suceden sobre Mi Vespa. No penséis que con el invierno me he arrepentido de montar en moto ni que me he aburrido de escribir. Ni mucho menos. Las historias me surgen cada día. De hecho, hay veces que tengo en mente escribir una e inmediatamente pierde actualidad porque ya me ha surgido otra. Lo que sucede es que si no estoy montando en moto, estoy en el trabajo o tocando la batería, total, que ratitos para sentarme a escribir historietas me quedan pocos.
De todas las historias, ha quedado demostrado que las más divertidas son las de paquetes en todas las extensiones del término. Precisamente, una de estas acaba de sucederme y no podía irme a dormir sin publicarla, aunque me quite horas de sueño.
Doce de la noche. Finales de octubre. Noche lluviosa y fresca en Madrid. Termina un ensayo y al salir del local nos reunimos a charlar un rato.
El grupo se componía de un guitarrista con su novia cantante, un pianista que viajaba en bicicleta y una cantante que, por complexión física, podría ser soprano; ésta vestia un abrigo de invierno, tipo montaña, que aumentaba su volumen en algo más de dos tercios y de su hombro colgaba una gran bolsa de tela en la que cabían, no sólo el Real Book, sino un juego completo de micrófonos con sus correspondientes cables y hasta un atril llegado el caso. Este día yo me había llevado la guitarra para tocar un par de temas y la transportaba en una funda ligera colgada a la espalda como una mochila.
Nos estábamos despidiendo. La pareja con la cantante marcharían andando, el pianista en su bicicleta y yo en Mi Vespa. En estas estábamos cuando surge la conversación:


- Ah, esta es tu moto
- Sí, ¿no la habías visto aún?
- Pues no. Muy bonita.
- Sí
- Jo... pues... hace un montón de tiempo que no monto en moto, con lo
que a mí me gustaba.

- bueno...
- ¿Aquí puedes llevar a gente?
- esto... sí
- ¿Y tienes cascos y eso?
- Sí, claro, aquí, en la maleta... ¿Qué quieres que te
lleve?

- ¡Ay! sí. Me haría muchísima ilusión. ¿No te importa?
- Bueno, no, claro ¿Cómo va a importarme?

A todo esto, se aproxima otro amigo que terminaba su ensayo en ese instante y me pregunta que si tengo hueco para subirle a casa...


- Mira, lo siento. Cinco minutos antes que me lo hubieses
dicho...


Como véis, el asiento trasero de Mi Vespa está más solicitado que un palco en El Real. El caso es que, yo soy muy formal para estas cosas y ya me había comprometido con la gran cantante y no podía echarme atrás (esto tiene doble sentido que se entenderá más tarde).
Ahora retrataré la escena para que os hagáis una composición más gráfica de la situación. Yo, que soy menudo pero con la chaqueta de montar en moto, que lleva protecciones hasta en los sobacos, y que con ella puesta, parezco Mazinger Z y una guitarra acústica colgada a la espalda. La cantante, con su talla, su abrigo y su bolso descritos unos párrafos más arriba. Los otros tres, nos rodean y nos observan sin apenas abrir el pico.
Empieza la acción.

Ella: y ahora... ¿qué hacemos con la guitarra?
Yo: pues te la cuelgas tú, es lo más sencillo
Ella: No, mira, casi que lo dejamos, me voy andando.
Yo: Qué no, mujer, ahora ya no
Otro: llévala delante, entre las piernas
Otra: no, ahí no va a caber
El quinto: ¿Y detrás, colgada del cofre?


A cada propuesta, montábamos un simulacro de transporte y colocación con el esquema ideado pero, vista la imposibidad de materializarlo, volvíamos a pensar. Veía yo que la noche avanzaba y no llegábamos a ninguna solución, así que me impuse e insistí: mira, la única manera es, sencillamente, que te cuelgues tú la guitarra a un lado. Total, apenas son dos kilómetros.
Así lo hicimos. Si de su hombro izquierdo colgaba el gran bolsón, al derecho se cargó la guitarra. Parecía el Bibendum con dos neumáticos colgados.
¡Ah! y se me olvidaba el casco... bueno, digamos sólo que no fue sencillo abrocharlo y sigamos con el resto de la historia.
Cuando ya estaba pertrechada para el viaje dice: yo me tengo que subir primero, que si no luego no puedo. Afirmación bastante razonable vista su agilidad y la carga que llevaba encima, así que, mientras Mi Vespa permanece en el caballete, ella se sube y se acomoda en el asiento. Mira el hueco que ha dejado y me pregunta ¿Tú cabes ahí? Sin duda cabía y no tardé en demostrarlo.
Pero no habíamos emprendido aún el viaje. Ahora había que bajar la moto del caballete. Ejem. Me dispongo a realizar el movimiento al que estoy acostumbrado para tal fin consistente en desplazar levemente mi cuerpo hacia atrás para tomar impulso y empujar hacia adelante al tiempo que hago fuerza con pies y manos. Pero... cuando voy a echarme hacia atrás, me topo con La Gran Muralla China y me da la risa. Claro, pierdo fuerzas. Los tres apeados no hacían sino mirar y poner caras de entre risa y asombro, pero no ayudaban. Segundo intento. Nada. La moto se balancea sobre el caballete pero no baja. Todos mirando. Yo riéndome. El paquete riéndose más y la moto que no se mueve. Así, varias veces hasta que decido bajarme. En este momento, uno de los mirones se ofrece a ayudar. Menos mal, porque mi pasajera seguía a bordo sin intención de apearse. Entre los dos bajamos conseguimos quitar el caballete y, gracias a su ayuda, la moto no cayó al suelo. Seguíamos sosteniendo los dos y me subí.
Arranqué Mi Vespa y comenzamos el regreso a casa. Apenas habíamos rodado diez metros cuando exclama:
- ¡wow, esto de la moto es una gozada.!

miércoles, octubre 13, 2004

Frío

Cada día me gusta más moverme con Mi Vespa. Y eso que ha llegado el frío a la ciudad. Seis grados marcaba el termómetro esta mañana cuando iba a salir de casa y sé que aún tiene que bajar mucho más pero de momento no me rindo y sigo utilizándola a diario. El caso es que mientras paseaba al perro me he preocupado porque se me congelaban hasta los pensamientos e imaginaba que conduciendo lo sufriría mucho más. Sin embargo, en cuanto me he embutido en la chaqueta han subido las calorías de manera milagrosa.
Lo que sí hay que reconocer es que los tiempos de desplazamiento se multiplican. Porque no es lo mismo ponerte un casco, unos guantes finitos y una chaqueta ligera que buscar en el armario ropa de abrigo, toda la que durante años ha estado almacenada porque para viajar en coche es innecesaria, abrochar hasta la última cremallera de la gruesa cazadora de invierno, rematarlo con todos los velcros que encuentres, calzar un guante grueso procurando que cubra la manga de la chaqueta, abrocharlo, con el tacto perdido por el grosor del tejido, tratar de colocarte el otro guante, intentar apretar el cierre, colocarte la braga que cubra el cuello, el casco... no, decididamente no se tarda lo mismo. En todo este proceso es fácil que se empleen cinco minutos. Y si lo haces más rápido, seguro que queda alguna cremallera sin cerrar y al primer kilómetro, cuando el viento se cuele por ella como el agua por un colador, te acuerdas y, o paras a cerrarla o aguantas con estoicismo hasta el destino. El destino: otros cinco minutos para quitarte todo. O más. Porque, hay que reconocer que los guantes no protegen tanto como nos gustaría y la circulación sanguínea de las las manos está más detenida que el tráfico en Atocha.
Pero, aún así, ¡qué bonito es viajar en Mi Vespa!

miércoles, octubre 06, 2004

Admiración

El otro día fui a comer en Mi Vespa a uno de mis restaurantes favoritos, en pleno paseo marítimo del barrio de Lavapiés. La dejé aparcada en la puerta y entré. Como aún no se han marchado las buenas temperaturas veraniegas y allí no son partidarios del aire acondicionado, tenían las puertas abiertas. Aunque no lo hice a propósito, desde el asiento podía vigilar la moto. Iba por el segundo plato cuando veo que un señor, entre sesenta y setenta años, que pasaba por la acera Es bonita... de repente, se detiene al ver Mi Vespa. Primero la mira de arriba abajo, por dentro, por fuera, el manillar, las ruedas, el asiento, los puños, los frenos, el cuentakilómetros, se agacha para mirarle los bajos (menos mal que le había puesto ropa interior limpia...) y se marcha. Pero, al cabo de unos segundos vuelve, parece ser que le quedaba algo por comprobar. Entonces empieza a tocarla, pero con mucha delicadeza, como comprobando que todo funciona perfectamente. Me dieron ganas de salir y preguntarle qué le llamaba tanto la atención pero no estaba comiendo solo y, como decía, mi plato iba por la mitad. Tampoco me pareció necesario salir ya que, si lo hacía, sería con la intención de charlar sobre el fantástico mundo de las vespas... El caso es que, cuando el señor se cansó de mirar y tocar Mi Vespa se marchó. Tengo que reconocerlo, me sentí orgulloso de ella y de la admiración que despertó.
Todo lo contrario de lo que me ha pasado hoy que me he sentido pequeñito, pequeñito conduciendo un aparato tan moderno, tan sofisticado... Circulaba entre los habituales coches por una avenida cuando me acerco a Una Vespa que, desde atrás ya me llama la atención por la inusual anchura, también por el color, un verde after eight. Al llegar a su altura observo la matrícula: M-38XXXXX (cámbiense las "X" por números). Un cálculo rápido me indica que el vehículo en cuestión tiene más de cuarenta años. Reduzco mi velocidad para observarla con más detenimiento pero el tráfico me obliga a adelantarla. La pilotaba un señor, de entre sesenta y setenta años, barba larga y cana, vestido con un mono de trabajo y cubierto por un casco de la edad de la moto, más o menos. En la parte trasera, una mujer más joven pero rolliza, desparramaba sus carnes a ambos lados del asiento. Mientras la adelanto, a la menor velocidad que los coches me permiten, no disimulo mi admiración y la miro descaradamente (a la moto, no a la mujer) y, en señal de admiración, levanto el pulgar al orgulloso propietario del vehículo.
La suerte nos hizo coincidir en el siguiente semáforo y me puse a charlar con él. Efectivamente, la moto era del sesenta, quizá la compró con gran esfuerzo económico y, desde entonces, se ha preocupado de cuidarla y mimarla para que pudiera llegar hasta el día de hoy luciendo un aspecto tan envidiable.
Mientras hablábamos, procuré fijarme en todos los detalles que los minutos del semáforo cerrado me permitieron. Entonces, viendo cómo pisaba el freno trasero situado en la plataforma y comprobando cómo apretaba el embrague para cambiar con el puño izquierdo, a bordo de Mi Vespa, cargada con todos los adelantos de la técnica, sentí envidia de aquel viejo piloto sobre su vieja y bella máquina.

lunes, octubre 04, 2004

Octubre

Hoy, por haber venido en Mi Vespa, he llegado diez minutos tarde al trabajo. Si hubiese venido en coche hubiese tardado, por lo menos, una hora más. Sí, el tráfico en Madrid es imposible. Eso no es ninguna novedad. La novedad es que se me había olvidado. En julio empiezan a despejarse las calles. En agosto quedan casi desiertas. En septiembre empieza a llegar casi todo el mundo pero aún no han comenzado las clases en la facultad y queda gente con jornada intensiva por lo que todavía se puede circular por las calles madrileñas.
Pero llega octubre. Ya sí que no hay excusa. Todos hemos cobrado y se pueden llenar los depósitos de combustible, comienzan los cursos de las facultades y los de macramé, hay que llevar a los niños a la guardería y el microondas a reparar para calentar el café mañanero. Total, que todo el mundo saca el coche y cuanto más grande, mejor.
En Madrid sólo unos pocos locos usamos la moto por lo que la ocupación de la calle es total y los conductores de cuatro ruedas no tienen costumbre de encontrarse con motoristas en cada cruce. Además, están nerviosos, muy nerviosos. Normal. Ver como corren los minutos mientras la lata en la que estás encerrado escuchando Kiss FM permanece inmóvil debe acabar con los nervios más templados. Creo que yo también perdería la paciencia. Pero eso no significa que tengas que fastidiar a los que te adelantan en moto. Pues resulta que es lo que hacen muchos de los encerrados. Les molesta que tú sí te muevas y te cierran el paso cuando avanzas por el pasillo de coches. Como si no fuera ya suficientemente difícil avanzar por ese desfiladero.
Recuerdo que, ya de pequeñito, cuando los fines de semana volvía del pueblo en el coche con mis padres, me moría de envidia al ver como las avanzaban sin parar mientras nosotros malgastábamos la tarde del domingo encerrados en el coche escuchando Carrusel Deportivo. Y no es que yo tuviese afición motociclista. No. Lo que me atraía era el movimiento y mis pensamientos viajaban a través de la ventanilla del coche siguiendo la estela del escape de aquellos motores de dos tiempos.
A pesar de eso me hice conductor de coche y no de moto pero seguía soñando con esa facilidad para avanzar en los atascos y por eso siempre facilité el paso a los que llevaban dos ruedas y podían colarse por cualquier hueco. De ahí que no entienda a los que te miran mal porque eres más pequeño. Si te da envidia, haberte comprado un coche más pequeño, ¡o una moto! ¡caray!
El caso es que, avanzar entre los coches no es tarea fácil, ni mucho menos.
Primera cualidad necesaria: el equilibrio. Tienes que mantener una perfecta línea recta, sin inclinarte un ápice. Como si anduvieses por la cuerda floja del circo. Ya sabes, si te tuerces, te vas de bruces contra un coche. Para eso, nada mejor que mirar siempre al frente: "Si no miras hacia donde quieres ir, acabarás yendo hacia donde miras" clásica norma del conductor de cualquier vehículo, más a tener en cuenta si sólo te sostienen dos ruedas.
Segunda cualidad necesaria: concepción espacial. O sea, calcular el espacio. O sea ¿Mi Vespa y yo vamos a entrar por ese hueco? Cuestión clave. O, dicho de otra manera ¿por qué la altura de la mayoría de los espejos retrovisores coincide con la altura de la mayoría de los manillares? Resulta que avanzas por tu pasillito, con todos los impedimentos habituales y, por culpa del maldito Murphy, siempre, el espejo del coche que más sale de su carril coincide con el de otro que también se encuentra fuera de su lugar y cuando llegas a ese punto, tienes que hacer pasar tu moto, con su respectivo manillar por un lugar más angosto que el sexo de una virgen. Pero el misterio de esta situación consiste en averiguar desde lejos si cabes o no cabes, o sea, si debes acelerar para mantener el correcto equilibrio o frenar para no comerte el retrovisor.
No es tan fácil. Y la cosa se complica, aunque pudiera parecer lo contrario, cuando delante de ti ha pasado otra moto. Entonces se multiplican las dudas: ¿esa moto es más grande que la mía? ¿si él ha entrado, entraré yo también? ¿cómo narices ha conseguido hacer pasar una BMW con sus correspondientes maletas por ese huequín? ¿Me llamarán todos gallina si me quedo parado esperando que se separen? Si lo hacen no me entero, porque suelo escoger esta opción, aunque he de reconocer que cada vez soy más atrevido.
Y una vez que te vas animando entra en acción la tercera cualidad necesaria para circular en octubre por una ciudad como Madrid: los reflejos. O como ser capaz de anticiparse a los movimientos de los demás conductores. Os recuerdo que pocos saben que existen los intermitentes y que tienen una utilidad. Y si lo saben no lo demuestran. Por eso se hace necesario llevar la vista puesta en cada uno de los cientos de coches que encuentras a ambos lados del desfiladero intentando prever sus movimientos. ¿Decidirá cambiarse de carril justo cuando vaya a pasar yo? ¿Dará marcha atrás el camión que tengo delante? ¿Abrirá la puerta para que salgan los niños aquel Seat Ibiza? En más casos de los que imaginas la respuesta suele ser afirmativa pero no vale como excusa. Hay que saber que todo eso (y mucho más) puede pasar y tú has de estar preparado y reaccionar a tiempo. Sin contar con el motorista más hábil que tú que, cuando intentas buscar un nuevo hueco para avanzar, él lo ha visto antes y se dirige hacia allí como una bala. Que sí, que no me voy a poner corporativista para negar que entre los motoristas los hay cazurros, y muchos. Incluso yo, a veces, también actúo de forma un poco cazurra. Creo que lo da el tráfico. Esta mañana, por ejemplo, a duras penas consigo llegar a la segunda fila de los detenidos frente al semáforo. Podría haberme quedado ahí, pero no, mi cazurrez toma los mandos e intenta llegar a primera fila. Llego a la altura de las puertas traseras de los coches y me pregunto ¿puedo seguir avanzando? Mi cazurrez responde: sí. Y sigo. Ya estoy en paralelo con los conductores. Evidentemente no puedo llegar más adelante pero me doy cuenta que estoy tan cerca de los coches que en cuanto se mueva cualquiera de los dos me va a devorar. Tengo que escapar de ahí pero ¿cómo? ¿marcha atrás? eso nunca. Hacia delante. Me situo en el lugar crítico antes mencionado en que retrovisores y manillar coinciden; me sobra apenas un milímetro a cada lado. Imagino lo que piensan los conductores. Creo que yo pensaría lo mismo en su lugar pero no tengo escapatoria. Giro ligeramente el manillar hacia la izquierda para pasar el lado derecho del manillar; después el giro contrario para el izquierdo, acelero levemente y ¡voilá! ¡prueba superada! segundos antes de que se abriera el semáforo. Acelero a tope y huyo de la escena del crimen.
Decididamente, creo que no me va a gustar el otoño que se avecina. Esperaremos que llegue el verano para disfrutar plenamente de Mi Vespa aunque, no me voy a rajar. De momento pienso seguir sobre ella, incluso en octubre.