viernes, junio 24, 2005

Dos mujeres y un destino

Celebrábamos el solsticio de verano. Saltamos sobre la hoguera, quemamos los malos augurios y bebimos queimada. Cuando sólo quedaban brasas en el suelo y ni una caña de cerveza en el grifo decidimos buscar un bar pero el más cercano se encontraba a más de media hora a pie y uno de nuestros seis pies sufría una lesión que le impedía caminar mucho tiempo. Las otras cinco piernas acumulaban el cansancio de toda una jornada de obligaciones, paseos y bailes.
No quedaba otra solución que utilizar Mi Vespa pero... una moto, dos cascos, tres personas, un conductor. Repasamos en alto todas las opciones: "Yo me voy andando y tú llevas a Lª en la moto" dijo L. "Vamos los tres en la Vespa", "Buscamos alguien que nos lleve en coche", "encargamos tres cervezas a Tele Pizza" o "nos teletransportamos" fueron otras de las sugerencias. Pero ninguna cobraba cuerpo. Entonces se me ocurrió: "Haré tantos viajes como sea necesario y vamos todos en moto". "¿Estarías dispuesto?" me preguntaron casi a coro y les respondí que, por supuesto, sin dudarlo.
Así que Lª se quedó compartiendo brasas con en el corrillo de borrachos que permanecían junto a la hoguera mientras L y yo nos acercábamos en Mi Vespa al bar más próximo. Serían las dos de la madrugada, el asfalto estaba mojado por la tormenta caída unos minutos antes y casi todas las calles del barrio levantadas por obras. Así, lo que podía haber sido un recorrido de dos minutos se prolongó a más del doble y otros tantos de vuelta.
En un momento, visualicé la situación: noche de solsticio de verano, dos de la madrugada, tiempo tormentoso, L esperando a la puerta del único bar abierto en el barrio, Lª esperando en los restos de una hoguera junto a una panda de fumaos y yo, entremedias de las dos a lomos de Mi Vespa. Cómico. Al menos a mí me lo pareció y me imaginaba un ojo omnipresente observándome dejar a una chica y tomar a otra y pasearlas a ambas por las calles mojadas de una ciudad sin gente.
Cuando llegamos allí estaba L esperando. Entramos los tres juntos, tomamos nuestras ansiadas cervezas y charlamos hasta que cerraron el bar.
Teníamos que ir a casa y se repetía la historia. Allí estabamos Mi Vespa y yo con sólo un asiento libre y dos mujeres a las que llevar a casa, cada una en un sentido opuesto. Esta vez fue L quien tomó la decisión asegurando que vivía cerca y podía acercarse caminando. La adelantamos mientras llevábamos a Lª a su destino. Nos saludó con la mano deseando buenas noches pero en su mirada intuí que no eligió la opción preferida.

martes, junio 21, 2005

Aviso

Desde que forzaron el cofre de Mi Vespa no ha vuelto a ser el mismo. Se encuentra retraído y algo obstinado, por eso cuando tengo que abrirlo o cerrarlo necesito varios intentos hasta que lo consigo y, aún así, siempre he de verificarlo.
Esta mañana, cuando monté en Mi Vespa para ir a trabajar, tras el esfuerzo de abrir el cofre, saqué el casco, metí la mochila y volví a pelearme con el cierre. Creí cumplido mi objetivo y arranqué.
El trayecto transcurrió como siempre (últimamente todo sucede como siempre, esa es la verdadera razón de que haya tan pocas historias nuevas en esta página) hasta que llegué a la ciudad y paré en semáforo. Había mucho menos tráfico que otros días y en la línea de salida tan solo me escoltaban un par de coches conducidos por chavales jovenes.
Mientras la luz roja nos detenía ante la línea blanca, por la acera caminaba una chica guapísima: alta y de larga melena agitaba con gracia una falda vaporosa mientras andaba cadenciosa. Ante la duda de mirar al asfalto, al semáforo al rostro dulce que enmarcaba su pelo caramelo no lo dudé ni un segundo y me perdí siguiendo sus pasos.
Me despertó del ensueño un claxon. Busqué su procedencia y encontré a los del coche de mi izquierda mirando hacia su derecha, o sea, hacia donde estaba yo pero que, a su vez, era el mismo lugar que donde estaba la belleza, por lo que deduje que la pitaban a ella. Con dos segundos de diferencia escuché otro pitido. En esta ocasión eran los que estaban a mi derecha que miraban a su izquierda. O sea, hacia donde estaba yo pero que, a su vez, era el mismo lugar que donde estaba el otro coche, por lo que deduje que les pitaban a ellos. Al punto volvieron a pitar los de la izquierda e inmediatamente después, los de la derecha. Y yo en medio.
Todos los que pasaban por la acera, incluida la chica que admiré, buscaban el origen de los pitidos y encontraban sus miradas con las de los conductores de los coches escandalosos. Pensé que se estaban peleando. O que eran amigos y se avisaban del monumento que caminaba cerca.
En realidad llegué a pensar de todo. Menos que se había abierto el cofre en la carretera y me estaban avisando.

martes, junio 07, 2005

Aquella noche

Tenía que suceder. Imaginaba que tarde o temprano llegaría el día. La noche, para ser más exactos. Una noche aún de primavera que por temperatura anticipaba el verano. Por tópico que parezca, las estrellas colgaban de la parez oscura del cielo que teníamos de fondo y bajaban hasta confundirse con las luces del valle que descansaba a nuestros pies. Osea, sí, una noche perfecta, preciosa noche aquella que decidimos cenar en una terraza a las afueras de nuestra ciudad.
Confundidos por el lugar y el ambiente pedimos un conejo al ajillo que no estaba a la altura de lo esperado pero que nos sirvió de sustento para las próxima horas.
Apenas permanecía una mesa de clientes remolones cuando nos marchamos. Un gato como la noche jugaba en el asiento de Mi Vespa a cazar los mosquitos que revoloteaban al calor de la farola. También nosotros jugamos con él mientras vestíamos cascos y guantes. A veces las manos que acariciaban su lomo negro salpicado de estrellas tropezaban con las de ella o las de ella con las mías y pasaban del pelo negro del animal a su blanca piel o a mis muñecas tostadas. Decidimos no volver a casa así que paseamos por las retorcidas carreteras que serpentean desde el valle al páramo sin girar apenas el acelerador.
No sería por la velocidad, quizá por el frío, el caso es que sus brazos rodearon mi cintura y los dedos escaparon traviesos hacia donde comienzan las piernas y su cabeza se inclinó cariñosa sobre mi hombro.
Cuando llegamos al alto decidí continuar por el borde de la meseta para disfrutar del paisaje de luciérnagas de tungsteno en los márgenes del río pero no había asfalto y tuve que tomar un camino. A esas horas sólo transitaban por allí los conejos que saltaban entre las retamas y los grillos que ponían la banda sonora.
Paré el motor. Nos bajamos de la moto, dejamos caer los cascos y comenzamos a besarnos. Pronto las manos se perdieron bajo las delicadas telas veraniegas que nos cubrían dibujando circulitos sobre la piel, que se erizaba por el roce de los dedos o por la brisa que también acariciaba. Sobró mi camiseta, que voló hasta encontrarse con los cascos, sobró su vestido que subió por su cintura hasta dejar la piel refulgiendo en la oscuridad, sobraron mis pantalones que a la altura del tobillo imitaron al fruto de las higueras cercanas y sobrarían aquí las palabras para el lector avezado pero debe terminarse lo que se comienza, por lo que seguiré ahora con el relato como seguimos con las caricias y los besos aquella noche.
Mi Vespa había quedado apoyada sobre el caballete central y este sobre el irregular firme del camino horadado por las rodadas que se formaron en la época de lluvias. Intercambiamos los puestos: me senté en la parte trasera y ella en el espacio que suelo ocupar yo pero con la espalda hacia el manillar. Era la primera vez que mis pies descalzos se apoyaban en la plataforma y mis manos, en vez del manillar dirigían sus caderas que golpeaban mi pelvis con más intensidad que la moto circulando por carreteras bacheadas. Con la agitación se tambaleaba Mi Vespa, la brisa se ceñía al cuerpo y refrescaba la cabeza que, aturdida con la excitación, los movimientos de la moto y el viento, se separó del resto del cuerpo y echó a volar sobre la vega.
En pocos minutos Mi Vespa realizó uno de los viajes más largos de su vida, nos llevó al más allá sin moverse del camino en menos tiempo del que tarda en calentarse el motor.
No nos vestimos. Quedamos desnudos abrazados sobre el asiento contemplando el negro horizonte salpicado de luces diminutas y los aviones que pasaban cada treinta segundos dibujando una línea horizontal tan perfecta como la unión del instante anterior.