El día que tuve que dejar en el taller a Mi Vespa me acompañaba una buena amiga que, días después, me llamó para preguntarme
- ¿Cómo está tu novia?
Perplejo le respondí
- Sabes que no tengo novia
y más perpleja aún, ella repuso
- ¡Ah! ¿no es tu moto tu novia?
Reímos juntos y quedé pensativo ante esa afirmación.
Es verdad que formamos una pareja. Siempre vamos juntos, con el frío y con el calor; si cae una lluvia torrencial como si el sol puede con las nubes. Incluso hoy, que el viento empuja tan fuerte que me cuesta mantenerme erguido sobre su asiento. Ha demostrado que no le cuesta adaptarse a mi extraña forma de vida ni a mí a sus requerimientos. No me exige más de lo que puedo darle ni yo le pido lo que no le corresponde. Incluso si un día la traiciono viajando en coche no se ofende y entiende las razones; al día siguiente arranca a la primera, como hace siempre.
Después de ocho meses juntos hemos llegado a entendernos más que bien y ahora creo que no podría vivir sin ella. Por eso, hoy que se celebra el día de los enamorados, he querido dedicarle este espacio a Mi Vespa.
Pero como ya sabrán los escasos lectores de estas notas, no todo son violines en nuestra relación. Juntos hemos pasado momentos difíciles y hoy, sin ir más lejos, ha sido uno de esos días.
Apenas faltaban ochocientos metros para llegar a mi destino. Circulaba por una calle que se empeñan en regar todas las mañanas y que, por tanto, siempre desliza. Los primeros días le tenía bastante miedo a ese tramo aunque con el tiempo aprendí a circular sin poner en riesgo mi estabilidad. Delante reconozco el coche de un compañero que habitualmente acude al trabajo en scooter por lo que, cuando le veo desplazarse exageradamente hacia la izquierda, lo interpreto como que me está cediendo el paso. En el preciso instante en que me dispongo a rebasarle, otro coche se aparta y al que yo estaba adelantando gira repentinamente hacia el mismo lugar por donde yo pasaba.
Repasando ahora la situación me doy cuenta que debería haber acelerado a tope para intentar pasar entre el pequeño hueco que quedaba libre pero con el susto sólo se me ocurrió frenar a fondo. Claro, con el suelo mojado, Mi Vespa se convirtió en un trineo deslizándose sin frenos por una ladera nevada. Aún no sé cómo, encontré un hueco por el que subirme a la acera mientras la montura zigzagueaba sin llegar a detenerse.
Ya me veía en el suelo. Mi primera caída, pensé mientras me imaginaba arrastrándome por el asfalto mojado. De pronto reaccioné y logré detener la moto sin llegar a palpar el firme con el casco.
Mi compañero me pidió disculpas desde el interior de su coche amarillo y recorrí los escasos metros que me quedaban para llegar al trabajo a una velocidad máxima de veinte kilómetros por hora y con las piernas temblando.
Al bajarme, besé a Mi Vespa. Me había hecho un gran regalo.
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