martes, abril 19, 2005

Cicerone

A esa hora en que empieza a anochecer, una cortina violácea cubre la ciudad. El sol, en su viaje hacia el oeste visita el Palacio Real y deja en el horizonte destellos anaranjados que tiñen los tejados e iluminan los ánimos. Por el lado opuesto, a la altura de Cibeles, un azul oscuro pero aún brillante remarca más las primeras farolas encendidas y los focos que dan vida al Palacio de Correos. Por allí circulaba yo sobre Mi Vespa, disfrutando de ese ambiente sin prisa. Subía por Gran Vía descubriendo escaparates y observando a la gente que se detenía a mirarlos cuando me sorprendió un rostro. Parada frente a la puerta de Chicote una chica esperaba un taxi. De su cara, enmarcada por una seda nacarada, sobresalía una mirada azabache que alumbraba tanto como los neones del bar. El parecido con Audrey Hepburn me pareció asombroso, más aún que llevase un pañuelo anudado a la cabeza.
Entonces, sin saber qué me impulsó, no pude evitar detenerme. Saludé a la chica de ojos chispeantes y la invité a subir. Lo más extraño es que ella aceptó con la misma seguridad que se lo había propuesto. Fue en ese momento cuando empecé a sospechar.
Le pregunté hacia dónde iba y me contestó que le daba igual, que estaba de vacaciones en Madrid y que cualquier lugar le venía bien. Perfecto, contesté, tampoco yo tengo más tarea que enseñarte la ciudad. Me sonrió y se sentó en la parte trasera de Mi Vespa pero, sorprendentemente, no a horcajadas, sino que situó ambas piernas al mismo lado de la moto mientras que rodeaba mi cintura con sus brazos. Esa fue mi segunda sospecha.
Seguí despacio por la Gran Vía mientras, como un experto Cicerone, le comentaba los pormenores de los edificios más representativos de tan emblemática avenida madrileña. Ella, que escuchaba con atención, situó su barbilla sobre mi hombro para que el ruido de la brisa y el tráfico no entorpeciesen mis palabras. En ese momento me di cuenta que ni le había ofrecido ponerse el casco ni ella lo había pedido pero más extraño me pareció que tampoco yo lo llevaba y, sin embargo, no nos importaba. Tercera sospecha.
Desde la Plaza de España nos dirijimos hacia la Plaza de Oriente, el Viaducto y la Plaza de las Vistillas desde donde se ve, le dije, una de las puestas de sol más bellas del mundo. Y además es verdad. Retrocedimos unos metros y aparqué frente a la Catedral, no con la intención de visitar el templo, sino para que conociera el inimitable moscatel del Anciano Rey de los Vinos. Absortos en las miradas y en las palabras la noche sobrevino sin que fuésemos conscientes del paso del tiempo ni de la paciencia (aperitivo insustituible del vino dulce del Anciano) que esperaba sin prisa, haciendo honor a su nombre, en el plato sobre la barra de acero de la añeja taberna.
Podríamos haber subido paseando por la Calle Mayor pero los dos preferíamos la Vespa, así que volvimos a la montura y aparcamos en Puerta Cerrada. Desde allí, nuestro particular Via Crucis con paradas en las mejores tabernas de Madrid o en las peores, según se mire...
Se sucedían horas, palabras, paseos, vinos, miradas y latidos intensos; la noche parecía no tener fin. Atrás habían quedado ya mis sospechas pasadas cuando la invité a subir de nuevo a la grupa de Mi Vespa y, como había sucedido hasta ahora, se subió sonriendo y sujetándose a mi cintura.
Bajamos desde Cascorro por la Ribera de Curtidores para llegar hasta Atocha y, a través del Paseo de Recoletos, llegar a su lujoso hotel. Noté que la presión sobre mi cintura disminuía y volví la vista atrás para alimentarme una vez más con su mirada pero sólo brillaban las bombillas del Ritz y, en vez de su risa, escuché el rumor del agua de Neptuno golpeando contra la piedra caliza.
Ni siquiera percibí el instante en que todo se transformó. El agua de la fuente inundó el paisaje y el tungsteno de las luces se volvió algodón. Mis gatas ronroneaban sobre el edredón y las luces del amanecer, a través de la ventana, pintaban de naranja mi dormitorio.
Mis sospechas eran ciertas.

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