Bueno, sé que está muy feo, que es peligroso, que además está prohibido. Vale, sé que hice mal o muy mal y me confieso culpable: anoche conducí Mi Vespa durante unos diez kilómetros en un bochornoso estado de embriaguez y, a pesar de eso, logré pasar por delante de todo un ejército de guardias civiles sin perder la compostura.
Aunque debí suponer que acabaría así la noche, lo cierto es que no estaba previsto. Me refiero a lo de la mona, no a lo de los monos. La mejor cervercería de la zona este de Madrid y, probablemente de toda la Comunidad Autónoma, la cervecería de Enrique en Arganda, va a cerrar. Uno de los que más sabe de cerveza en España ha decidido que ya está bien de trabajar y se retira a disfrutar de la vejez, aunque ya me gustaría a mí ver a algunos de treinta tan jóvenes como el amigo... El caso es que había que despedirse; no podía permitir que convirtiesen ese templo en un locutorio sin haberlo mojado como se merece. Así que a eso de las diez pasé a buscar a una amiga y nos encaminamos a Arganda en Mi Vespa. Aparcamos a la puerta, claro y, nada más cruzar la puerta, Enrique ya me estaba tendiendo los brazos y mostrando su característica sonrisa que siempre oculta tras la tupida barba blanca.
Le pedí una botella criada en barrica de roble de la que me había hablado en más de una ocasión. Una cerveza especial para una ocasión especial. Aunque me esforcé en saborearla como se merecía, duró poco, menos que la conversación, pero antes de que nos quisiéramos dar cuenta, Enrique ya había rellenado las copas sin parar en ningún momento la charla. Procedió de la misma manera con la pareja que se sentaba a nuestro lado que, a los pocos minutos, ya formaba parte de nuestro corrillo de conversación (Estas cosas son normales en la cervecería de Enrique). Total que los cinco nos pusimos a hablar sin parar nada más que para beber. Así, una hora y dos temas de conversación y tres canciones y cuatro cervezas y cinco abrazos, pasaba el tiempo sin que lo midiésemos y cada vez que mencionábamos la posibilidad de marchar, el camarero, sin objetar nuestra decisión, volvía rellenar las copas de cerveza.
Me parece recordar que, entre todas las charlas, nuestros compañeros de barra ofrecieron a mi amiga un traje completo de motorista para poder viajar en Mi Vespa más calentita y segura. Camaraderías de borrachos.
Al enésimo intento, lo conseguimos. Logramos vencer la tentación beber hasta caer al suelo y despertar a la mañana siguiente con el sol entrando a través de las cortinas que cuelgan en la puerta de madera roja. Aceptamos el regalo de las copas en las que habíamos bebido durante toda la noche y nos acercamos a la moto.
Sé que guardé las copas en el baul pero soy incapaz de recordar los detalles del momento en que subimos y puse en marcha el motor. También imagino que salí de Arganda por inercia y que mi amiga me recordaba que se atrevía a montar conmigo porque se fiaba de mi conducción aunque hubiera tomado "alguna copita de más". Para demostrarle que no se equivocaba al depositar su confianza en mí, me esforcé por circular sobre la línea blanca que divide los dos carriles de la calzada (los dos del mismo sentido de marcha, podía estar borracho pero no loco) y creo que lo conseguí. También he de añadir que creo que la aguja del velocímetro rara vez pasaba de los cuarenta kilómetros a la hora.
Así salimos del área de influencia de la ciudad y nos incorporamos a la autopista. Calculo que serían las tres de la madrugada y a esa hora, un martes, no suelen verse coches circulando, por eso nos sorprendió tanto ver una hilera de vehículos detenidos unos metros más adelante. Reduje la velocidad más aún y extremé las precauciones. Si encontrar retenciones a esas horas ya causa sorpesa, imaginad si comprobáis que la causa es un ejército de policías cortando el tráfico. Y cuando digo ejército no exagero. No es que yo viera doble, es que unas diez furgonetas permanecían atravesadas a ambos lados de la autopista para que no pasara nadie sin someterse al control de los guardias que, a pie sobre el asfalto, inspeccionaban cada vehículo. ¡Y yo con este pedo!
En ese momento busqué bajo el casco mis dotes ocultas de actor y me recompuse como si yo fuese la persona más seria del universo. Me esforcé más aún por mantener la moto derecha y bajé la visera del casco para que no se vieran mis ojos rojos. Muy prudente me abrí paso entre los coches detenidos y, valiente, me situé en primera fila, desafiando el examen del policía pero procurando no inclinar la moto de manera sospechosa. Mi amiga me decía lindezas tales como "estás loco", "la hemos cagao" y frases similares que tendría que inventarme porque no recuerdo, así que las dejo a la imaginación de cada uno.
Los minutos (o segundos, no sé) que permanecimos parados vigilando atentamente los movimientos del agente parecieron eternos. Cuando por fin nos dio paso respiramos algo aliviados pero aún no habíamos superado todas las dificultades porque ahora tocaba avanzar entre la batería de furgonetas que, por las luces que destelleaban, parecían los coches de choque de la feria. Con esas porras que usan para la noche y que parecen espadachines de La Guerra de las Galaxias nos indicaban que podíamos avanzar pero despacito, para que pudieran examinarnos bien. Algunos pensaréis que con el susto se habría esfumado la kurda pero os aseguro que semejante melopea no se diluye entre una docena de sirenas. Hasta que en el horizonte sólo vimos la noche reflejada en el asfalto negro, sin resplandores de destellos policiales, no cantamos victoria. Una de las mayores cogorzas de la historia, un batallón policial cortando el tráfico y ¡pasamos de largo! Sin duda la patrona de los beodos se nos apareció aquella noche para guiarnos hasta la salida.
Dejé en su casa a mi amiga y la copa que le había regalado el cervecero y marché a la mía. Llegué en poco tiempo sano y salvo aunque no puedo decir lo mismo de la copa de recuerdo, que encontré en el fondo del baúl descompuesta en tantos pedazos como tragos habíamos engullido durante esa noche memorable.
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