martes, junio 07, 2005

Aquella noche

Tenía que suceder. Imaginaba que tarde o temprano llegaría el día. La noche, para ser más exactos. Una noche aún de primavera que por temperatura anticipaba el verano. Por tópico que parezca, las estrellas colgaban de la parez oscura del cielo que teníamos de fondo y bajaban hasta confundirse con las luces del valle que descansaba a nuestros pies. Osea, sí, una noche perfecta, preciosa noche aquella que decidimos cenar en una terraza a las afueras de nuestra ciudad.
Confundidos por el lugar y el ambiente pedimos un conejo al ajillo que no estaba a la altura de lo esperado pero que nos sirvió de sustento para las próxima horas.
Apenas permanecía una mesa de clientes remolones cuando nos marchamos. Un gato como la noche jugaba en el asiento de Mi Vespa a cazar los mosquitos que revoloteaban al calor de la farola. También nosotros jugamos con él mientras vestíamos cascos y guantes. A veces las manos que acariciaban su lomo negro salpicado de estrellas tropezaban con las de ella o las de ella con las mías y pasaban del pelo negro del animal a su blanca piel o a mis muñecas tostadas. Decidimos no volver a casa así que paseamos por las retorcidas carreteras que serpentean desde el valle al páramo sin girar apenas el acelerador.
No sería por la velocidad, quizá por el frío, el caso es que sus brazos rodearon mi cintura y los dedos escaparon traviesos hacia donde comienzan las piernas y su cabeza se inclinó cariñosa sobre mi hombro.
Cuando llegamos al alto decidí continuar por el borde de la meseta para disfrutar del paisaje de luciérnagas de tungsteno en los márgenes del río pero no había asfalto y tuve que tomar un camino. A esas horas sólo transitaban por allí los conejos que saltaban entre las retamas y los grillos que ponían la banda sonora.
Paré el motor. Nos bajamos de la moto, dejamos caer los cascos y comenzamos a besarnos. Pronto las manos se perdieron bajo las delicadas telas veraniegas que nos cubrían dibujando circulitos sobre la piel, que se erizaba por el roce de los dedos o por la brisa que también acariciaba. Sobró mi camiseta, que voló hasta encontrarse con los cascos, sobró su vestido que subió por su cintura hasta dejar la piel refulgiendo en la oscuridad, sobraron mis pantalones que a la altura del tobillo imitaron al fruto de las higueras cercanas y sobrarían aquí las palabras para el lector avezado pero debe terminarse lo que se comienza, por lo que seguiré ahora con el relato como seguimos con las caricias y los besos aquella noche.
Mi Vespa había quedado apoyada sobre el caballete central y este sobre el irregular firme del camino horadado por las rodadas que se formaron en la época de lluvias. Intercambiamos los puestos: me senté en la parte trasera y ella en el espacio que suelo ocupar yo pero con la espalda hacia el manillar. Era la primera vez que mis pies descalzos se apoyaban en la plataforma y mis manos, en vez del manillar dirigían sus caderas que golpeaban mi pelvis con más intensidad que la moto circulando por carreteras bacheadas. Con la agitación se tambaleaba Mi Vespa, la brisa se ceñía al cuerpo y refrescaba la cabeza que, aturdida con la excitación, los movimientos de la moto y el viento, se separó del resto del cuerpo y echó a volar sobre la vega.
En pocos minutos Mi Vespa realizó uno de los viajes más largos de su vida, nos llevó al más allá sin moverse del camino en menos tiempo del que tarda en calentarse el motor.
No nos vestimos. Quedamos desnudos abrazados sobre el asiento contemplando el negro horizonte salpicado de luces diminutas y los aviones que pasaban cada treinta segundos dibujando una línea horizontal tan perfecta como la unión del instante anterior.

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