martes, mayo 16, 2006

De acampada

39.150 km
Empiezo a animarme a realizar viajes de medio recorrido en Mi Vespa. Si el primero me inquietaba y supuso casi una aventura, con cada nueva excursión disfruto más del camino y de la moto. Al fin y al cabo me recorrí toda España a bordo de mi querido 2CV que corría menos que la Vespa. De hecho, llevo tiendo dando vueltas a un proyecto de viaje largo, por etapas, por supuesto, acompañado por Mi Vespa y el recorrido de este fin de semana servía de ensayo de lo que podría ser una aventura cargado con mochila y tienda de campaña.
Un grupo de amigos habíamos planeado la escapada desde hacía varias semanas. Se trataba de pasar dos días en un camping no demasiado lejano para reunirnos los de antaño con las parejas (el que la tuviera) y los niños (el que los tuviera). O sea, todos irían en familia y yo solo.
Confieso que mi primera intención fue llevar el coche y pertrecharlo con todo lo necesario para una acampada familiar pero un imprevisto golpe sin importancia me obligó a dejarlo en el taller durante algunos días, justos los del viaje. Mis amigos se ofrecieron a llevarme en sus flamantes coches nuevos pero viéndome rodeado de sillitas de bebé, mareos y con un salpicadero de madera como horizonte opté por cargar con lo imprescindible en una pequeña mochila y subirla a lomos de Mi Vespa. No me arrepentí.
Si siempre comienzo los viajes con más ilusión que equipaje (y creo que no viajo poco), en esta ocasión se multiplicaba la alegría. Esa mañana madrugué a pesar de que la noche anterior había sido de las de epopeya y preparé el bulto con esmero. Me las ingenié para sujetarlo a la parte trasera de la moto y partí.
Como las cabezas pensantes de mi municipio han decidido que la mejor manera de controlar los excesos de velocidad es construyendo elevados badenes a lo ancho de todas las avenidas, cuando aún no había recorrido ni un kilómetro comprobé que el atijo de la impedimenta resultaba insuficiente pues se vino abajo a tercer guardia tumbado. Como me gusta consolarme diré que, al menos no sucedió en carretera, o sea que no hay mal que por bien no venga. Paré y volví a atar la mochila. Esta vez bien de verdad. Lo malo es que tenía que llenar el depósito de gasolina (Recuerdo que sigo sin arreglar el indicador del nivel de combustible por lo que me interesa asegurar la autonomía) y para ello necesitaba volver a descargar la mochila con su tienda de campaña y su aislante, repostar y volver a colocarlo. No es que tardara mucho en la operación pero sí algo más que el equipo Renault en el GP de Montmeló. Ahora sé que si me decido a completar el largo viaje por etapas debo pensar mejor el sistema pues desatar la mochila, bajarla, levantar el asiento, llenar el depósito, volver a bajar el asiento, subir la mochila y volver a atarla puede resultar un poco pesado si me animo a recorrer el perímetro de la Península. (Eso tiene más de los doscientos kilómetros y pico que tengo de autonomía ¿verdad?).
Con el depósito lleno continué el viaje. Los primeros kilómetros transcurrían por circunvalaciones y autovías cargadas de tráfico por lo que me los tomé como un triste trámite necesario a la espera de la carretera, una carretera tristemente de actualidad en estos días como sabréis los vecinos de Madrid. Un bello trazado frecuentado no sólo por motoristas y domingueros sino por una importante representación de la fauna ibérica que los gobernantes de turno y especuladores se empeñan en destruir para convertir bosques en asfalto. Ciertamente esta carretera suele estar permanentemente atascada pero considero que si ampliasen los carriles no desaparecería el atasco y sí la tranquilidad para muchas especies. Al fin y al cabo, quienes la usamos ya sabemos a lo que nos atenemos; es como el precio que hay que pagar por llegar a los bellos destinos que ofrece esta ruta.
Lo bueno es que viajando en moto los efectos negativos se minimizan y se puede circular durante muchos kilómetros adelantando coches prácticamente parados: un aliciente extra de utilizar Mi Vespa.
Así, al tran, tran y sin parar, llegué a San Martín de Valdeiglesias, donde me encontré más perdido que un pulpo en la Gran Vía a uno de los concurrentes a la acampada. Le adelanté sin que se diera cuenta y, mientras él preguntaba a un lugareño como llegar al destino acordado, yo le hice señas con el brazo de que me siguiera. Como no debe haber por ahí muchos tíos en Vespa con una tienda de campaña a la espalda enseguida se dio cuenta que era yo, supongo que se despidió del vecino y me siguió hasta el lugar de la acampada. Eso sí, tuve que tener mucho cuidado para no perderle de vista por el retrovisor porque en cuanto me olvidaba un poco de él se quedaba atrás y tenía que esperarle, especialmente durante los siete kilómetros finales del trayecto que transcurría por una estrecha pista forestal con más agujeros que un abrigo de lana en un bodorrio de polillas.
Cuando nos encontramos todos y tras saludarnos comenzamos el montaje de las tiendas. Como ya había terminado de montar la mía mientras los demás aún estaban sacando bultos de sus amplios maleteros, formamos equipos para terminar antes la tarea. No viene a cuento describir los pormenores del agradable fin de semana que, como todo lo bueno, terminó antes de tiempo.
Nuevamente cargué la mochila en la moto y anticipé el regreso para que no se me hiciera de noche y poder disfrutar mejor de los paisajes. Ante cada cruce escogí siempre la carretera más pequeña y así, sin más prisa que la carrera contra el sol, llegué a casa a la vez que el astro al horizonte contento y satisfecho por haber completado con éxito una nueva aventura sobre Mi Vespa.

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