martes, mayo 16, 2006

La batería

39.000 km
Se sorprenden quienes me conocen de mi extraordinaria energía y con frecuencia me preguntan como me las apaño para recargar las baterías. No tengo respuesta pero sí sé que, de no ser por la inestimable ayuda de Mi Vespa no llegaría ni a la mitad de las citas. Esto, que ya sabía, lo he podido comprobar precisamente cuando a ella se le acabó la batería.
Salía del cine y fui a llevar a mi acompañante a su casa. No sé si por hacer honor a mi apellido o por obsoleta costumbre reminiscencia de la educación machista recibida, siempre espero a ver como la dama se pierde en el portal de su casa antes de marchar a la mía. Así lo hice en esta ocasión con la diferencia de que, cuando me dispuse a arrancar, las luces se fundieron a negro y el motor de arranque guardó un profundo silencio. Creo que me he quedado sin batería en todos los coches que he tenido pero nunca me había pasado con la moto. Con las cuatro ruedas siempre solucioné el problema bien empujando bien gracias a la energía de algún otro coche cercano traspasada por los cables de emergencia. Pensé que la solución en este caso debía ser la misma pero cuando comencé a telefonear a todo el mundo que en ese momento pensé podría ayudarme no encontré nadie que pudiera prestarme los mencionados cables. Sólo me quedaba empujar pero... ¿Hasta dónde? Mi casa quedaba a unos cinco kilómetros de ese lugar y cuesta arriba. No es que sea imposible arrastrar cien kilos sobre ruedas durante esa distancia a las doce de la noche pero no es muy deseable así que había que pensar otra solución. Aunque imaginaba el resultado, miré en la parte inferior del costado izquierdo por si encontraba la palanca de arranque tan habitual en las antiguas Vespas. En este momento lamenté no conducir una clásica pues, efectivamente, sólo encontré el inutil y moderno motor de cuatro tiempos que hasta entonces tan útil me había resultado.
No tardé en darme cuenta que a escasa distancia y cuesta abajo se encontraba uno de los principales centros comerciales de la zona y que, si me veía capaz de llevar hasta allí a Mi Vespa quizá encontrase alguien conocido que pudiera echarme una mano así que arrastré la moto unos metros hasta encararme en la rampa de lanzamiento y me subí a ella. También en ese momento eché de menos a las clásicas que arrancaban a empujón. Por lo que yo sé, un motor con cambio automático que para ponerse en marcha necesita tener accionado el freno no puede ponerse en marcha de tirón (Y si alguien sabe como, por favor, que me lo cuente), así que me deslicé cuesta abajo durante un par de kilómetros hasta llegar al mencionado centro.
A pesar de la fiebre consumista y el éxito popular de este tipo de superficies, sólo obran milagros en las cuentas corrientes de sus propietarios por lo demás, poco más da que no te arranque la moto en medio de ninguna parte que en la explanada del Carrefour aunque también es verdad que las luces de neón acompañan un poco.
No conseguí que nadie me ayudase a arrancar la moto pero sí que me llevasen a casa, algo es algo pero hasta ese momento, y por no sentirme totalmente inútil, se me ocurrió desmontar la batería inservible. Sí, allí estaba yo, pasada la hora bruja de una preciosa noche de mayo, en el parking vacío de un centro comercial desmontando la batería de Mi Vespa. ¿Para qué? ¡Y yo qué sé!
Una vez en casa traté de dormir y de replantearme el día siguiente sin mi querida Vespa. Ya sé que miles de personas lo hacen a diario y son muy felices pero para los que estamos acostumbrados a disponer de nuestro propio medio de locomoción esto supone casi una catástrofe, más aún si vivimos en un municipio a casi veinte kilómetros del lugar de trabajo.
Me levanté antes de lo habitual y me acerqué caminando hasta la parada del autobús que me llevó hasta la estación de metro que me llevó hasta la de tren que me llevó a sólo diez minutos a pie del lugar donde tengo que fichar. La cosa se dio bastante bien y sólo tardé unos setenta minutos después de pagar en billetes lo que medio depósito de gasolina. Lo cierto es que me dio tiempo a terminar el libro que leía y a conocer nuevos rostros en el vagón. Entre unas cosas y otras llegué contento al trabajo. Mucho peor resultó el regreso.
Antes de que Mi Vespa decidiera descansar yo había planificado esa tarde como casi todas las mías, con múltiples citas incluido un paseo en Vespa a mi amiga del alma fan de la moto y de este blog (Un beso, guapa). La estrategia consistía en comprar una batería nueva, instalarla en el menor tiempo posible y acudir, al menos, a ese encuentro. Mal empezamos, pues la salida del trabajo se retrasó casi dos horas. A esa hora tampoco quedaba nadie cerca que pudiera acercarme a alguna parada de autobús así que caminé hasta ella. Atención, madrileños, si alguna vez tenéis prisa, nunca, repito, nunca, toméis la línea 8 de autobús. Mejor acercaos andando. Da igual donde queráis ir, tardaréis menos. Desde que llegué a la parada hasta que apareció el vehículo rojo pasaron (y creedme que no exagero) casi tres cuartos de hora. Dos mujeres que esperaban antes que yo se habían hecho amigas durante la espera y ya se contaban intimidades cuanto llegó el bus y yo no participé porque andaba enfrascado en la lectura. No sé si se trata de una táctica de la Empresa Municipal de Transportes para fomentar las relaciones sociales entre los madrileños. Una vez a bordo comprobé que yo debo ser un bicho raro, uno de los extraños especímenes que paga con dinero en metálico. El conductor puso cara vinagre cuando le entregué el billete y hasta tres paradas después no me dio las vueltas, teniendo que buscar, incluso, en el monedero de su bolsillo. Y no creáis que le pagué con un billete grande. Casi había llegado a mi destino cuando terminó de cobrarme. Bajé y caminé otros diez minutos hasta el siguiente autobús. En este tiempo recibí una importante llamada y reconozco que se me hizo corto el paseo pues anduve ocupado resolviendo el asunto telefónico, el mismo que me tuvo entretenido durante los siguientes cuarenta minutos hasta que llegué al centro comercial donde había dejado Mi Vespa la noche anterior aunque en este caso no se me hizo corto porque veía pasar los minutos y aproximarse la hora a la que debía encontrarme con Ella. Creo que si me hubiese bajado del bus en la primera parada de mi municipio y hubiese caminado habría llegado antes pero eso yo no lo supe hasta que no sufrí la "increíble velocidad" de la camioneta. Por si fuera poco, pagué la novatada de usuario busero confundiendo las letras apagadas del rótulo de "parada solicitada": creyéndolas encendidas no pulsé el botón y el conductor se pasó de largo el punto en que debía apearme. No es que la caminata resultara larga pero teniendo en cuenta mi prisa me pareció una maratón. Por fin llegué al centro comercial más de dos horas después de mi salida del trabajo y habiéndome gastado el importe correspondiente al otro medio depósito de combustible. Imagináos mi humor.
Otra de las ventajas de los centros comerciales es que tienen de todo, también tiendas de repuestos del automóvil aunque hasta ese momento yo ignoraba si en ese tipo de tiendas venderían también repuestos para motocicletas por lo que a mi "alegría" se unía la incertidumbre de saber si podría resolver el problema.
Respiré aliviado cuando vi una estantería entera de baterías para motos. Resultó fácil elegir la correspondiente, 12 voltios, 12 amperios pero cuando llegué a la caja, la empleada me preguntó: "¿Has cogido el ácido?" ¡Qué! ¿El ácido? Pero si yo creí que eso ya no se usaba. Recuerdo a mi padre cuando yo era pequeño andar siempre a vueltas con las baterías del coche, que si mirando el nivel, que si recargándolas, que si añadiendo agua destilada pero creí que eso estaba más que resuelto en el siglo veintiuno. Parece ser que no, que las baterías de coches todavía viven en el siglo pasado y antes de ponerlas en funcionamiento hay que llenarlas de ácido sulfúrico, dejarlas reposar, cargarlas y, por fin, ponerlas en marcha. Ya casi daba por imposible acudir a la cita pero no me rendí. Corrí hasta el lugar donde había dejado aparcada Mi Vespa la noche anterior y me dispuse a montar la batería nueva. No habían acabado aquí mis problemas. El tamaño de la batería comprada no coincidía con el de la vieja y si trataba de colocar la nueva no cerraría la tapa de su emplazamiento. O sea, vuelta a la tienda a cambiarla.
¿Crees que es sencillo? Pues nada de eso porque las baterías más pequeñas ofrecían menos amperaje y en todo el almacén no disponían de otra que pudiera servirme. Perdido en medio de ninguna parte, sin medio de locomoción y pasada ya la hora habitual de cierre de los establecimientos normales no quise arriesgarme a buscar otra así que decidí tomar la de menor intensidad y probar fortuna.
Ya tenía en mi poder una batería nueva que cabía en su hueco, ahora sólo tenía que llenar los seis depósitos, uno por uno, de ácido, dejarla reposar y colocarla de nuevo. Yo, vestido con ropa de haber ido a trabajar uno de los primeros días calurosos de la primavera, en medio de un parking, manejando ácido. Bien.
Después de todo no se dio mal la cosa pero cuando intenté montarla, las tuercas de los bornes se pusieron en huelga y dijeron que ellas no se aflojaban si no renegociabamos su convenio colectivo. Traté de razonar con ellas pero no hubo manera. Las puse entre el destornillador y la pared para poder ejercer más fuerza pero ni por esas se aflojaban así que no me quedó otra que entrar al centro y medigar una llave. Sólo encontré una llave inglesa de doce pulgadas para aflojar una tuerca del diez pero dada la situación no podía ponerme muy tiquismiquis así que la acepté y, aun con gran esfuerzo, me sirvió. Creí que ya estaba todo resuelto pero aún me quedaba colocar de nuevo los tornillos en los bornes. Por no aburrirte, querido lector, no voy a detallarte la operación, sólo decir que me costó unos cinco intentos y la pérdida de un par de tuercas (Suerte que conservaba las viejas).
Con mucho miedo accioné el botón de arranque y... ¡funcionó! ¡Prueba superada! Llamé a mi amiga para decirle que la cita seguía en pie y corrí a mi casa para asearme brevemente y coger los cascos. Tenía miedo de apagar la moto y que no volviese a arrancar, así que mientras subí a casa la dejé en marcha (suerte que vivo en un barrio tranquilo). En realidad no la paré hasta que no llegué a la puerta del cine, ya con mi amiga a la grupa.
Después la moto arrancó perfectamente y no ha dejado de hacerlo hasta el día de hoy pero, a la mañana siguiente de esta aventura se me ocurrió escuchar un programa de radio en el que hablaban de todo un poco. Una de las invitadas comenzó a contar sus experiencias con el Reiki y a explicar como esta técnica oriental es válida para curar absolutamente todos los males y dolores. Curioso seguía sus explicaciones hasta que escuché que, entre las muchas virtudes del Reiki se encontraba la de arreglar motores. Por ejemplo, dijo, si de repente el coche no te arranca porque se te ha acabado la batería, le impones las manos y el motor vuelve a funcionar como el primer día. Y yo... ¿por qué no escuché este programa el día anterior? ¡La de disgustos que podría haberme ahorrado...!

1 comentario:

Baterías Motos dijo...

Las baterías históricamente, han tenido altos costos de fabricación, peso, tiempo de recarga, y escasa vida útil y autonomía, lo que ha limitado la adopción masiva de vehículos eléctricos de batería. Interesante tema, gracias por la información sigan publicando.