jueves, mayo 05, 2005

Las Gafas

Uno de los inconvenientes de Mi Vespa es el escaso hueco bajo el asiento. Por ese motivo pedí la moto con bauleto para poder guardar un casco integral, guantes y otros objetos voluminosos. El pequeño espacio que queda bajo el asiento lo uso para guardar un casco abierto que llevo siempre encima por si tengo un inesperado pasajero. Ayer mi hija me pidió que la recogiese y la llevase hasta casa pero también me advirtió que no estaba dispuesta a recorrer quince kilómetros de carretera con ese casco abierto. Como me pareció razonable su requisito decidimos improvisar una solución.
No podíamos comprar un casco integral porque no podría llevarlo siempre. Pedir uno prestado tampoco era posible. Así que optamos por comprar unas gafas. Sí, unas de esas que parecen de piloto de aviación de la primera guerra mundial, que se sujetan con un elástico al casco y que protegen los ojos con cuero y cristales enmarcados por metal.
Nos acercamos a la tienda de motos más cercana dispuestos a comprar tan peculiar accesorio. Muy amables, nos mostraron todos los modelos disponibles pero nos advirtieron que casi todos ellos cumplían una función estética más que práctica, que ninguno protegía correctamente. Quedamos desilusionados pero no desistimos. Mi hija se plantó el casco abierto y empezó a probar todas las gafas que tenían hasta escoger la más cómoda. Nos quedamos con ellas y marchamos a casa no sin antes hacer otro recado que nos obligó a recorrer en total cerca de treinta kilómetros por autopista además de atravesar previamente media ciudad.
En cuanto salimos de la autopista, la primera expresión de mi hija fue: "¡Cómo molan las gafas!". Me contó como había podido ir todo el camino con una perfecta visibilidad, respirando bien a pesar del viento y sin que apenas le entrase aire a los ojos. Eso sin contar las risas que nos hacíamos en cada semáforo mirando las pintas retro que llevaba. Imaginábamos que le poníamos un side a la Vespa y que llevábamos en él al perro, también con gafas o que ella sustituía el casco por un pañuelo anudado a la cabeza, que yo me ponía otro casco igual con otras gafas así y que recorríamos las carreteras más antiguas de los alrededores.
En estas llegamos a donde me pidió que la apease. Con las prisas no me molesté en guardar su casco (con las gafas colocadas) bajo el asiento y lo puse en el bauleto, que resultaba más cómodo. Marché a casa subiendo por la avenida, feliz por la tarde tan divertida que habíamos pasado cuando, en uno de los cien mil pasos de peatones elevados que dificultan el tráfico en la ciudad donde vivo, Mi Vespa botó, se abrió el baul y el casco con las gafas puestas salió disparado dando botes por el asfalto como si fuera un balón que terminó en la acera, junto al alcorque de un árbol recién plantado.
Temí lo peor. Pensé que había terminado aquí la corta vida de las gafas y la -no tan corta- del casco. Recogí el balón de policarbonato lo revisé bien y, para mi sorpresa, sólo un pequeño arañazo en las gafas decoraba el equipamiento, como una pátina de personalidad que borra el aséptico aspecto de nuevo de un objeto tan legendario.

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