jueves, diciembre 29, 2005

La tabla

Aún tengo agujetas en el bíceps del brazo izquierdo y es que no termino de aprender que algunos objetos no se pueden transportar en Vespa. ¿O sí? Porque el caso es que lo hice. Fui capaz de recorrer más de veinte kilómetros por ciudad, autopista y carretera de curvas llevando un cuadro de metro y medio de largo por cincuenta centímetros de ancho y, lo que es mejor, llegar sano y con la pintura a salvo. vb vbv< size="2">esto lo ha escrito mi gata, que también quiere opinar).
Desde hacía varios días mi amiga E. me tenía intrigado con un regalo de reyes adelantado o de Navidad retrasado que pensaba obsequiarme. Sabía que era una pintura suya inspirada en una serie de fotos vista en un periódico pero no tenía ni idea del motivo ni mucho menos del tamaño. Cuando por fin la terminó y quedamos para la entrega me advirtió que, posiblemente, no pudise llevarla en la moto pero entre que soy algo cabezón y que me niego a circular por Madrid en coche, no quise rendirme sin intentarlo. Total que, me presento en su casa y, tras admirar las maravillas de la obra artística y agradecer a la artista, comencé a calibrar la talla y las posibilidades de transporte en moto.
Me había acercado así, con lo puesto: ni un plástico protector, ni unas cuerdas, nada, por lo que la única opción era llevarlo bajo el brazo. En una primera etapa, el reto consistía en llevarlo hasta mi trabajo, distante sólo unos cuatro o cinco kilómetros del estudio.
Nunca había conducido Mi Vespa con una sola mano y, aunque posible, os aseguro que resulta más difícil de lo que parece. Una cosa es soltarse y poder volver a agarrar el manillar si se precisa y otra muy distinta conducir como si se fuese manco. Y de esta manera conduje MiVespa desde Puerta de Toledo hasta Delicias. A una velocidad de vergüenza, cierto, pero me aterraba cualquier imprevisto sin capacidad para reaccionar. Cuando veía que un semáforo se podía cerrar, comenzaba a frenar quinientos metros antes porque sólo podía accionar la maneta derecha. De esta guisa llegué a mi destino. Aparqué la moto de medio lao porque sólo disponía de una mano y subí a mi oficina a buscar algo con lo que embalar el cuadro. Porque, tengo que decir que, al miedo de caerme y destrozar mi cuerpo, había que añadir el miedo a que se cayera el cuadro y se destrozara. Una obra de arte es irrepetible y si se rompía se perdía para siempre el trabajo de su autora.
En mi empresa, el día de la víspera de noche vieja, quedaban tres personas y el gato. Ni plástico de burbujas ni cinta de embalar. Algo de papel y celofán. Ni cuerdas ni ganchos. Total, que envolví la madera con el papel y lo precinté con celofán. Encima del transparente, muy chulo para la mayoría de los usos pero nefasto como empaquetador. Como faltaban cuerdas y cinta, quité la bandolera de mi bolso y reutilicé el pulpo que me compré para llevar el plato. Por más que rebusqué en todos los rincones, no encontré otros elementos para atar la tabla. Así que la coloqué tumbada en la parte izquierda de la moto, la até con el pulpo y la correa de mi cartera e inicié la marcha. Despacito, claro, para evitar sustos.
La gente me miraba ¿Dónde va este tío con esa tabla en la moto? debían pensar. Pues dónde voy a ir, a mi casa, les contestaba yo mentalmente. Durante el tiempo que duró el trayecto por ciudad no fue mal la cosa: a un ritmo prudente y, aún así aceptable, la tabla no llegó a darme ningún susto. Confié y me metí airoso y desenvuelto en la autopista. Aunque tampoco sonaron las luces de alarma, la tabla comenzaba a despegarse del costado de Mi Vespa como los alerones de una avispa que quiere iniciar el vuelo. La verdad es que la primera comparación que se me ocurrió fue una mariposa pero, tratándose de una Vespa creo que esta es más acertada. En este momento fue cuando comencé a no fiarme de los atados y sujeté la pintura con mi brazo izquierdo. Flojo al principio pero con tanta fuerza al final que sentía como si el mismísimo Iñaki me hubiese retado a levantar piedras. Aún así el trayecto de autopista no fue el peor pues resultaba fácil controlar las situaciones y, salvo algún repentino golpe de viento, no se presentaban otros imprevistos de tal manera que con velocidad constante y la sujección conveniente, pasaron los kilómetros sin percances.
El problema se presentó cuando, preocupado por la excesiva velocidad del tráfico y pensando reducir riesgos opté en los últimos kilómetros por una carretera comarcal que también me lleva a casa.
Reconocí mi error al tiempo que recordé una clase de física del bachillerato en la que el profesor hablaba de un cono de vacío que se formaba en la parte trasera de los coches según avanzan contra el viento y como este frena el avance y para ello se colocan elementos como alerones en la parte trasera de los vehículos que generen turbulencias encargadas de rellenar ese vacío y de este modo evitar el freno del viento. ¿Lo has comprendido? Bueno, esto es lo que yo recuerdo si estás interesado en el tema puedes consultar con los especialistas aerodinámicos más versados que yo o, simplemente, echar un vistazo a este enlace.
El caso es que todo este rollo teórico viene a cuento porque cada vez que me cruzaba con un camión o furgoneta este cono de vacío (o las turbulencias que lo rellenan, ¡vaya usted a saber! que yo me pasé a letras en tercero de bachiller) repercutían directamente en la fantástica obra de arte que llevaba en Mi Vespa y pretendía iniciar el vuelo. Quizá con la intención de llegar a casa antes que yo y colgarse en la pared para que me llevase la sorpresa al entrar y verla puesta pero como no le había dado las llaves de la puerta ni la dirección preferí no arriesgarme y asirla con mayor fuerza con el mismo y sufrido brazo izquierdo.
Ese tramo de carretera que, tanto en moto como en coche, suelo utilizar para poner en práctica mis cualidades de pilotaje, se me hizó más pesado que el trazado de un ocho.
Cuando por fin vislumbre los edificios donde vivo, en vez de respirar aliviado, me dio por imaginar que en el último momento se troncharía la tabla, derraparía en una curva o el cono de vacío (o sus turbulencias) de un camión me llevarían volando y sin pasar por la casilla de salida hasta Bercianos del Camino.
Como dije en capítulos anteriores: lo estoy contando o sea, que puedes presumir el final. Efectivamente, llegué a casa sin percances, colgué el cuadro y, además, gracias a lo sucedido estás leyendo una aventura más de Mi Vespa y yo.

martes, noviembre 08, 2005

Entre olivos

Cuando leyó la nota anterior, la niña de ojos claros y sonrisa plácida me pidió que la llevase de paseo en Mi Vespa para ver si el viento le arrastraba algunas dudas. ¿Cómo negarse a la petición de una ninfa? Sólo necesitábamos escoger el día y el otoño nos lo puso fácil. La mañana del domingo elegido amaneció tan soleada que haberse quedado en casa debiera haberse considerado delito.
Me acerqué hasta su piso de Moratalaz ("Si no has estado allí no has visto el paraíso terrenal" que cantaba Sabina), la esperé con el casco y los guantes listos para cubrir su pálida piel y, como el sol de noviembre es traicionero, nos pertrechamos bajo robustos jerseys y consistentes abrigos para encarar la carretera con ilusión y sin prisa. La primera parte del recorrido se convirtió en un tour por el barrio durante el que aprovechamos los semáforos y pasos de cebra para ponernos al día de nuestras respectivas vidas. Durante ese tiempo me olvidé del acelerador hasta tal punto que recibí alguna pitada. Creo que la moto avanzaba por inercia, como si conociese el camino y algo parecido debía ser porque yo prestaba más atención a la charla que al tráfico. También es cierto que un domingo por la mañana en un barrio de Madrid los coches no se ven por las calles y todo el tránsito se reduce a algún madrugador que cruza la calle para comprar el pan y el periódico. A este paso llegamos a Vicálvaro, frontera urbanística de la capital. Con las últimas casas dimos la bienvenida a la carretera abierta... abierta en todos los sentidos porque con la cantidad de agujeros que tiene el firme parecía que el demonio estuviese buscando una escapatoria del averno. Como si algo nos faltaba era tiempo, tampoco nos preocuparon los boquetes y esquivarlos casi se convirtió en un divertimento más.
Pasados los socavones, los puentes bajo las autopistas radiales, los polígonos industriales y los poblados de chabolas, pudimos ver el bello color de la tierra barbechada aunque a veces estuviera salpicada de escombros y otros residuos urbanos.
No habíamos recorrido ni quince kilómetros cuando surgió una isla verde. A orillas de una estrecha carretera más retorcida que la mente de alguno, un camino de tierra entre chopos, abedules, cipreses y plátanos invitaba a adentrarse. Vista aérea de la Ermita del Cristo de Rivas. Imagen gentileza de www.rivasnet.com A la salida del túnel arbóreo una soleada plaza convertida en aparcamiento acogía a los fieles que acudían a una ermita colgada de los cantiles del Río Jarama, conocida entre los vecinos y devotos como "El Cristo de Rivas". Soy vecino de esta localidad desde hace unos quince años y jamás hasta ahora se me había ocurrido atravesar ese umbral. Ni mi dulce compañera ni yo somos devotos de ningún santo pero gustamos del disfrute de los lugares bellos y esta pequeña ermita invitaba al paseo y al recogimiento. Sin embargo, nuestro propósito de esa mañana no era otro que soltar las melenas al viento (aunque hace años que las mías se las llevó un vendaval y no han vuelto), por lo que subimos de nuevo a Mi Vespa y continuamos la ruta incierta. Y digo "incierta" no porque no fuese una ruta real o verdadera sino porque desconocíamos por donde discurrirían los próximos kilómetros.
Cuando nos aproximábamos a Mejorada del Campo observé una cúpula azul que destacaba por encima del resto de edificios y recordé que aún no había visitado la Catedral que D. Justo Gallego está construyendo con sus propias manos desde hace decenas de años. Se lo comenté a mi compañera de viaje y no lo dudamos un segundo. Describir con palabras la impresión que nos causó esta visita requeriría, al menos, un espacio similar al que tengo previsto para esta crónica. Sólo decir que, aunqAcceso principal a la Catedral de Justo. Foto: Sertorioue no soy creyente, entre esas torres de ladrillo reciclado, junto a esos pilares de cemento moldeado con viejos cubos, bajo esas cúpulas de hierros recuperados encontré más la mano de Dios que en las muchas lujosas catedrales repletas de mármol y oro que he tenido ocasión de visitar por medio mundo. Es sobrecogedor y recomiendo a todos que acudan a contemplar como con fe y voluntad se pueden lograr cualquier cosa que uno se proponga. Quizá puedan sonar a sermón estas palabras pero es lo menos que se me ocurre después de ver la fantástica obra de Justo.
Sin palabras salimos del templo y para volver a este mundo compramos tomates de huerta a un vendedor ambulante que paraba frente a la Catedral. Sus productos tenían tan buen aspecto y un precio tan de otro tiempo que hubiese traído medio puesto pero una de las limitaciones de viajar en moto es el espacio y aún nos quedaban algunos pueblos por visitar.
La siguiente parada no quedaba lejos. A orillas del río Jarama, tras las extracciones de grava se han formado unas lagunas que, al finalizar la explotación, se han recuperado para disfrute de paseantes y aves de paso. No podía ser viajar con una sirena y no enseñarle un humedal, así que nos adentramos con Mi Vespa entre caminos de servicio para disfrutar de cerca ese paisaje. No era la primera vez que practicaba el Vespa-cross pero mi amiga se impresionó levemente ante los botes. "¿No sufrirá la moto?", preguntó preocupada. Muy seguro de mi afirmación le dije que "de ninguna manera" aunque, claro, siempre queda la duda... el caso es que de un camino grande nos desviamos a otro más chiquito y de este a unas roderas a las que se asomaban los ramos de maleza que golpeaban el carenado de la moto y nuestras piernas según avanzábamos. En vez de molestarnos, eso no hacía más que aumentar la belleza de la excursión.
Como ella se encargaba de repetir incansable, los colores parecían inigualables. El verde, reverde, el pardo, repardo, los rojos, intensos, el azul del cielo, mágico y el plateado del agua como una dulce melodía.
Llenos de color y aire fresco reemprendimos la marcha rumbo al País de las Aceitunas eligiendo, como es lógico, el camino más largo y retorcido que encontramos: una pequeña carretera sin coches que ascendía entre chaparros y olivos bajo un cielo poblado de cigüeñas y cernícalos. Allí Mi Vespa se sentía como gorrión en trigal. Entramos en Campo Real por la puerta trasera, como aquel que dice, lo que resultó un placer porque nos permitió circular entre las estrechas calles encaladas y disfrutar de la tranquilidad de sus rincones y de la amabilidad de sus gentes. Íbamos en moto, sí, pero procurando acelerar lo menos posible para que el ruido del motor no perturbase la paz del pueblo. También podía haber tomado la variante pero eso hubiera supuesto llegar a la otra punta en un pis pás y, como queda dicho en varias ocasiones, si algo nos faltaba era prisa.
Ir a Campo Real y no comprar aceitunas es como ir al cine con los ojos cerrados, puedes escuchar los diálogos pero no ves la cara de la protagonista. Como yo me pongo las gafas de ver mejor cada vez que me disopngo a ver una película, paré justo a la puerta de uno de mis almacenes favoritos cuyo nombre no diré aquí no porque no quiera hacer publicidad sino porque es el típico lugar al que sabes llegar de sobra pero eres incapaz de dar señas de él. Seguro que a ti también te pasa con más de un sitio. (Mira, está casi a la entrada del pueblo, en una calle que baja a la izquierda, en la misma acera que donde venden el queso, también muy bueno, por cierto).
El caso es que bajamos a comprar aceitunas. Nada más entrar y oler el almacén te dan ganas de comprar tres kilos de cada uno de los veinte tipos diferentes que venden. Claro, en Mi Vespa no caben sesenta kilos de aceitunas así que tocaba elegir. Es una tentación pedir a la amable mujer que vende que te de a probar de todas y, muy posiblemente accediera con agrado pero nos pareció abusar, así que confiamos la elección a la vista.
La experiencia me ha enseñado que, en la mayoría de las ocasiones, la pieza más pequeña e irregular suele ser la más sabrosa... estoy hablando de comida, así que nos fuimos derechos a una aceituna pequeñita y con forma de bellota deforme pero de un color verde intenso y que se bañaba en una espuerta de hinojo, orégano y romero. La probamos y... ¡qué delicia! "Es la mejor que tenemos", nos confirmó la señora. "Como este año ha llovido tan poco no queríamos recogerla porque es mayor el trabajo que el beneficio pero la gente nos la demanda mucho". No conseguimos entender si la variedad se llama Cuernicabra, Comecabra o cualquier otra cosa que termine en "cabra", como "abracadabra". Además, he tratado de documentarme para informar en esta misma nota y no he encontrado ninguna referencia por lo que pocos más datos puedo dar de esta exquisita oliva; no sé si se trata de un localismo, de un error de pronunciación de la vendedora o un fallo de entendederas nuestro, el caso es que nos cargamos con tres kilos de las aceitunas de la cabra que añadimos al cofre de Mi Vespa junto a los tomates de Mejorada. (Según escribo esto se me está haciendo la boca agua recordando el sabor del fruto y ahora mismo interrumpo la narración para tomarme unas pocas).
Efectivamente esta es una de las ventajas de marchar de excursión por pueblos agrícolas: que puedes volver a casa con la compra de la semana pero habiéndolo pasado mucho mejor que en híper mercado. Y, como no sólo de aceitunas vive Campo Real, nos acercamos a una casa en cuyo zaguán habíamos visto al pasar con la moto más calabazas que en el Undostrés. Nada más acercarnos, una señora de unos setenta años empezó a charlar con nosotros como si nos conociera de siempre y nos contó que quien vendía las calabazas era su sobrino, así que buscamos al sobrino. Según cruzamos la puerta encontramos al sobrino cortando unas rodajitas de chorizo para ofrecernos junto con dos porrones de vino tinto y blanco, para que entrase bien el embutido. Además del aperitivo nos regaló un surtido de recetas para emplear alguna de las muchas calabazas que reposaban al sol del portal. Las había de todos los tamaños y colores y, como con las aceitunas, ganas daban de comprar todas. Una de ellas, la más grande, me la imaginé sentada en el sillín de la moto protegida por un casco que llevaba de sobra. Pura fantasía, por supuesto, pues era tan gorda que no le hubiese servido ni el cascarón de Calimero, por lo que elegimos una normalita para preparar una crema.
La echamos al baúl de la moto junto a los tomates y las aceitunas y nos preparamos para regresar a casa pues se aproximaba la hora de la comida y no queríamos que todas las ilusiones del día se desvaneciesen como en el cuento. Bastantes calabazas teníamos ya como para que Mi Vespa se convirtiese en otra más.
Cuando nos preparábamos para volver, el broche del casco de mi compañera de viaje se atascó. Me acerqué a ella para ayudarla a abrochárselo y pude comprobar que su mirada camaleónica se había vuelto del mismo color que los olivos que nos rodeaban. Durante un instante me quedé paralizado hasta que ella me preguntó algo que me devolvió a la situación real.
Ya de vuelta, descendiendo por la ondulada carretera que conduce hasta Arganda veía las suaves colinas cubiertas de olivos pero entonces ya no pensaba en las aceitunas sino en esa mirada tan arraigada como las raíces de los árboles y tan deliciosa como su fruto.

miércoles, noviembre 02, 2005

Velocidad

Que la sensación de velocidad no es lo mismo que la propia velocidad lo sé desde que conduje durante muchos años mi querido 2CV. ¿Acaso no os ha rechistado vuestra madre por ir muy deprisa en un coche que se caía a trozos aunque la aguja no pasara de los cien kilómetros a la hora y se duerme plácida cuando tenéis la suerte de llevarla en una berlina moderna superando con creces todos los límites legales?
Si me importase la velocidad en vez de una Vespa (por muy moderna que sea) me habría comprado una deportiva o alguno de los muchos scooteres que se encuentran ahora en el mercado y que sobrepasan en prestaciones a mi máquina. Sin embargo no puedo negar que me apasiona la sensación de velocidad. Quienes hayan montado conmigo en coche pueden dar fe de esta afirmación.
Sin embargo, cuando voy en Mi Vespa es diferente. Me encanta que parezca que corre marque lo que marque el contador. Hay días que parece un velero empujado por el viento de popa y se desliza sobre el asfalto como si navegase sobre las olas. Entonces olvido todas las circunstancias y sólo pienso en disfrutar del aire en la cara, del asfalto y de su trazado. Es fantástico, lo aseguro.
A veces sucede cuando termina la jornada laboral. Como si todas las tensiones acumuladas llenasen el depósito de combustible de Mi Vespa, os juro que da la impresión de correr más deprisa que cuando me dirijo hacia el trabajo. Y así, kilómetro tras kilómetro, los problemas laborales se van consumiendo hasta quedar en nada en el preciso instante que aparco.
Es verdad que giro el puño del acelerador a tope, es verdad que quiero correr pero nunca tengo la sensación de que la moto "no tira" sino al contrario. Aunque me adelanten las cebeerres.
También hay que tener en cuenta que ni las ruedas, ni los frenos ni la estabilidad de mi escúter se pueden comparar con los de las motos grandes. O sea, que para mí tomar una curva a ochenta puede suponer un reto similar a tomarla a ciento veinte con un bicho potente. Y que yo no soy un súper piloto, no lo olvidemos. Eso me obliga a ir plenamente concentrado en cada movimiento y creyéndome que circulo por un circuito compitiendo con el mismísimo Rossi. Total, que entre unas cosas y otras, hay días en que voy disfrutando cada metro de asfalto como si fuera un niño con juguete nuevo y así de feliz me siento.
Otros días, por el contrario, cuando una pena me abate o algo pesado me marea la cabeza, instintivamente reduzco la velocidad y me paseo por las calles de la ciudad como si mi falta de energía repercutiese en el funcionamiento de la moto, sin prisa alguna, paseando sobre ruedas como si caminase. Y, milagrosamente, en este caso la poca aceleración consigue el mismo efecto que la mucha: con el aire se disipan los pesares, las preocupaciones, los duelos y los quebrantos.
Quien monte habitualmente en moto, escúter, bicicleta o patinete seguro que se ha sentido identificado con alguna de estas afirmaciones porque al fin y al cabo da lo mismo la velocidad que alcancen, lo importante son las sensaciones.

martes, octubre 11, 2005

Subnormal al Volante

Hoy parece que es el Día Mundial del Subnormal al Volante. Sí, sí. Ya sé que me vais a decir que cualquier día en Madrid puede ser el DMSV pero cuando llueve, o mejor dicho, cuando caen las primeras gotas, parece como si la humedad encogiese el cerebro de los que se ven con un volante delante (¡menudo ripio!). Vale, tengo que reconocerlo, yo también me vuelvo más patoso con la moto pero la consecuencia directa de esa torpeza es que me esfuerzo más si cabe por respetar al máximo de las normas de convivencia circulatoria; no se me ocurre salir de los semáforos haciendo caballitos o de las rotondas derrapando.
Es verdad que, precisamente en estos cruces es donde más torpe conduzco y reconozco que puedo haberme merecido alguna pitada por exceso de velocidad mínima pero estoy seguro que con ello no he puesto en peligro la vida de nadie. Como mucho, la paciencia de alguno.
No creo que ese sea el caso del que me ha dado el primer golpe de la mañana. Más que impaciente parecía dormido. Poco más de quinientos metros después de salir de casa, en el primer semáforo que me encuentro, espero paciente que la luz se vuelva verde cuando noto un fuerte impacto procedente de atrás. Vuelvo la cabeza y encuentro a un tío repanchingado en el asiento de su coche con los párpados a media asta totalmente ajeno a lo sucedido. Le recrimino con gestos y sólo se le ocurre levantar la mano como pidiendo perdón pero sin mover ni un solo músculo, ni de la cara ni del cuerpo, más que el estrictamente necesario para levantar el brazo a la velocidad del caracol. No sé exactamente qué punto de Mi Vespa golpeó pero por suerte no le hizo ningún abollo. Sí abolló, en cambio, mi ánimo que, a primera hora de la mañana, había conseguido enturbiar como el cielo tormentoso que nos cubría a esa hora de la mañana.
No voy a hablar de los pasos de cebra como pistas de patinaje ni de planchas de arena sobre los cruces porque son ya tan habituales que no es momento de repetirse. Tampoco voy a detallar los numerosos y peligros cambios de carril sin señalizar y sin mirar porque estamos tan acostumbrados a ellos los que circulamos en moto que se pueden esquivar sin demasiados problemas a pesar del asfalto mojado.
Efectivamente, nadie duda que circular en moto por la ciudad se vuelve mucho más peligroso cuando llueve por las propias condiciones climáticas pero hay que añadir otro factor. Como el tráfico se vuelve más denso, los nervios de los conductores de coches se tensan al máximo y estallan muchas veces con resultados traumáticos para los menos protegidos: los motoristas.
Un claro ejemplo que ha terminado de crisparme lo he sufrido cuando sólo me faltaba la última etapa para llegar a la meta, perdón, al trabajo.
Avenida de tres carriles por sentido. Semáforo en rojo. En sentido contrario, colapso circulatorio. Se enciende el verde y el coche que tengo a mi derecha, que había girado el volante al máximo hacia la izquierda estando parado (por esto mismo me suspendieron en el examen de conducir), sale disparado y descontrolado hacia el punto exacto donde estaba yo. Acelero rápido y le esquivo; no pasa nada más que un susto del que aún me estoy reponiendo cuando veo que por la izquierda, apareciendo entre los coches que estaban parados en sentido contrario, aparecen, no uno, ni dos sino, por lo menos tres vehículos saliendo de su atasco como las burbujas cuando abres la botella de champán y encontrándose con que por mi carril circulamos correctamente, no sólo un motorista destacado, sino un pelotón de coches tranquilos y descuidados porque –inocentes- tenemos el semáforo abierto.
Como violines afinando antes de un concierto sonó el frenazo múltiple. Los coches sólo cambiaron brevemente la trayectoria pero sobre Mi Vespa yo me veía deslizándome por la avenida como si practicase snow board en Sierra Nevada. No me caí, incluso me dio tiempo a gesticular insultos contra los homicidas frustrados pero creo que los latidos del corazón debieron confundirse con un temblor de tierra.
No voy a decir que cogiera miedo pero sí que durante las pocas manzanas que me quedaban hasta llegar a mi destino las recorrí, no con los cien ojos con que conduzco habitualmente, sino con mil y a una velocidad que cualquiera, incluso yo otro día, hubiese considerado ridícula.
Sentado frente al ordenador lo estoy contando. Y fuera llueve, que hacía mucha falta.

viernes, octubre 07, 2005

Error

Llevo más de quince meses conduciendo Mi Vespa y aún no me he caído pero no por ello he perdido el respeto a las dos ruedas. Soy consciente que puedo caerme en cualquier momento y cada día, cada kilómetro, en cada curva, en cualquier rotonda con agua, en alguno de los giros con arena, en la pintura de un paso de cebra, en algún cruce, pienso que puedo ver el suelo de cerca. Ojo, esto no significa que conduzca con miedo, ni mucho menos; conduzco con precaución (menos cuando me emborracho, como en el capítulo anterior...).
Hace tiempo me di un gran susto que conté aquí por culpa de un enlatado amarillo y hoy, hace escasos minutos, acabo de llevarme otro gran susto pero en esta ocasión por culpa de un absurdo error mío. Sin embargo, estoy frente al ordenador contándolo en vez de inmovilizado en una ambulancia. Mi primer pensamiento ha sido que, a pesar del error, estoy aprendiendo a conducir, pues la pericia me ha salvado del tortazo.
Salía del cine. Pasaba la media noche y tenía ganas de llegar a casa, por lo que giraba el puño a tope y apuraba las frenadas, como siempre que conduzco con prisa y más si no hay tráfico. Logré salvar los ocho o diez badenes (guardias tumbados) que me encontré en los dos kilómetros escasos recorridos desde el cine hasta el punto del suceso: quizá el undécimo badén, más alto e irregular que la mayoría, por lo que apreté el freno más intensamente que las veces anteriores y con tan gran torpeza que "olvidé" frenar con la rueda de atrás. Sucedió lo que tenía que suceder: al llegar a la meseta del badén el eje delantero comenzo a zizaguear y Mi Vespa a perder estabilidad. Por segunda vez pensé: aquí va a ser. Pero en vez de abandonar la trayectoria del vehículo a la suerte o a la inercia, saqué las piernas como un molino de viento y en cuestión de décimas de segundo recompuse el equilibro de la moto.
Aún me palpitaba el corazón en el siguiente cruce pero Mi Vespa ya circulaba derecha y sin peligro.

jueves, septiembre 22, 2005

Disimulo

Bueno, sé que está muy feo, que es peligroso, que además está prohibido. Vale, sé que hice mal o muy mal y me confieso culpable: anoche conducí Mi Vespa durante unos diez kilómetros en un bochornoso estado de embriaguez y, a pesar de eso, logré pasar por delante de todo un ejército de guardias civiles sin perder la compostura.
Aunque debí suponer que acabaría así la noche, lo cierto es que no estaba previsto. Me refiero a lo de la mona, no a lo de los monos. La mejor cervercería de la zona este de Madrid y, probablemente de toda la Comunidad Autónoma, la cervecería de Enrique en Arganda, va a cerrar. Uno de los que más sabe de cerveza en España ha decidido que ya está bien de trabajar y se retira a disfrutar de la vejez, aunque ya me gustaría a mí ver a algunos de treinta tan jóvenes como el amigo... El caso es que había que despedirse; no podía permitir que convirtiesen ese templo en un locutorio sin haberlo mojado como se merece. Así que a eso de las diez pasé a buscar a una amiga y nos encaminamos a Arganda en Mi Vespa. Aparcamos a la puerta, claro y, nada más cruzar la puerta, Enrique ya me estaba tendiendo los brazos y mostrando su característica sonrisa que siempre oculta tras la tupida barba blanca.
Le pedí una botella criada en barrica de roble de la que me había hablado en más de una ocasión. Una cerveza especial para una ocasión especial. Aunque me esforcé en saborearla como se merecía, duró poco, menos que la conversación, pero antes de que nos quisiéramos dar cuenta, Enrique ya había rellenado las copas sin parar en ningún momento la charla. Procedió de la misma manera con la pareja que se sentaba a nuestro lado que, a los pocos minutos, ya formaba parte de nuestro corrillo de conversación (Estas cosas son normales en la cervecería de Enrique). Total que los cinco nos pusimos a hablar sin parar nada más que para beber. Así, una hora y dos temas de conversación y tres canciones y cuatro cervezas y cinco abrazos, pasaba el tiempo sin que lo midiésemos y cada vez que mencionábamos la posibilidad de marchar, el camarero, sin objetar nuestra decisión, volvía rellenar las copas de cerveza.
Me parece recordar que, entre todas las charlas, nuestros compañeros de barra ofrecieron a mi amiga un traje completo de motorista para poder viajar en Mi Vespa más calentita y segura. Camaraderías de borrachos.
Al enésimo intento, lo conseguimos. Logramos vencer la tentación beber hasta caer al suelo y despertar a la mañana siguiente con el sol entrando a través de las cortinas que cuelgan en la puerta de madera roja. Aceptamos el regalo de las copas en las que habíamos bebido durante toda la noche y nos acercamos a la moto.
Sé que guardé las copas en el baul pero soy incapaz de recordar los detalles del momento en que subimos y puse en marcha el motor. También imagino que salí de Arganda por inercia y que mi amiga me recordaba que se atrevía a montar conmigo porque se fiaba de mi conducción aunque hubiera tomado "alguna copita de más". Para demostrarle que no se equivocaba al depositar su confianza en mí, me esforcé por circular sobre la línea blanca que divide los dos carriles de la calzada (los dos del mismo sentido de marcha, podía estar borracho pero no loco) y creo que lo conseguí. También he de añadir que creo que la aguja del velocímetro rara vez pasaba de los cuarenta kilómetros a la hora.
Así salimos del área de influencia de la ciudad y nos incorporamos a la autopista. Calculo que serían las tres de la madrugada y a esa hora, un martes, no suelen verse coches circulando, por eso nos sorprendió tanto ver una hilera de vehículos detenidos unos metros más adelante. Reduje la velocidad más aún y extremé las precauciones. Si encontrar retenciones a esas horas ya causa sorpesa, imaginad si comprobáis que la causa es un ejército de policías cortando el tráfico. Y cuando digo ejército no exagero. No es que yo viera doble, es que unas diez furgonetas permanecían atravesadas a ambos lados de la autopista para que no pasara nadie sin someterse al control de los guardias que, a pie sobre el asfalto, inspeccionaban cada vehículo. ¡Y yo con este pedo!
En ese momento busqué bajo el casco mis dotes ocultas de actor y me recompuse como si yo fuese la persona más seria del universo. Me esforcé más aún por mantener la moto derecha y bajé la visera del casco para que no se vieran mis ojos rojos. Muy prudente me abrí paso entre los coches detenidos y, valiente, me situé en primera fila, desafiando el examen del policía pero procurando no inclinar la moto de manera sospechosa. Mi amiga me decía lindezas tales como "estás loco", "la hemos cagao" y frases similares que tendría que inventarme porque no recuerdo, así que las dejo a la imaginación de cada uno.
Los minutos (o segundos, no sé) que permanecimos parados vigilando atentamente los movimientos del agente parecieron eternos. Cuando por fin nos dio paso respiramos algo aliviados pero aún no habíamos superado todas las dificultades porque ahora tocaba avanzar entre la batería de furgonetas que, por las luces que destelleaban, parecían los coches de choque de la feria. Con esas porras que usan para la noche y que parecen espadachines de La Guerra de las Galaxias nos indicaban que podíamos avanzar pero despacito, para que pudieran examinarnos bien. Algunos pensaréis que con el susto se habría esfumado la kurda pero os aseguro que semejante melopea no se diluye entre una docena de sirenas. Hasta que en el horizonte sólo vimos la noche reflejada en el asfalto negro, sin resplandores de destellos policiales, no cantamos victoria. Una de las mayores cogorzas de la historia, un batallón policial cortando el tráfico y ¡pasamos de largo! Sin duda la patrona de los beodos se nos apareció aquella noche para guiarnos hasta la salida.
Dejé en su casa a mi amiga y la copa que le había regalado el cervecero y marché a la mía. Llegué en poco tiempo sano y salvo aunque no puedo decir lo mismo de la copa de recuerdo, que encontré en el fondo del baúl descompuesta en tantos pedazos como tragos habíamos engullido durante esa noche memorable.

martes, septiembre 13, 2005

Ayer recibí un bonito mensaje de una buena amiga. Entre otras muchas cosas que no pienso contar, me decía: "no hago más que acordarme de los paseos en moto ¡cómo me gustó!". Resultaba inevitable que esa frase, como ya supondréis, se hiciera pública en esta página. Pues bien, aquí está la historia.
Todo empezó un par de días antes que habíamos quedado para comer. Cuando la jornada laboral termina a las tres de la tarde, se vive en Madrid y se elige un restaurante céntrico, si no quieres acabar tomando una hamburguesa en una franquicia escocesa, hay que organizar muy bien el transporte. Madrid no es el DF ni siquiera Londres pero no es difícil tardar una hora de un punto a otro, por eso le ofrecí acercarme con Mi Vespa a un punto intermedio y desde allí llegar al restaurante. Aunque yo me he acostumbrado por completo a circular por Madrid en moto, entiendo que no todo el mundo piense de la misma manera, por eso, le pregunté si le daba miedo o si sentía alguna fobia especial por las motos. Contestó que hacía mucho tiempo que no montaba, que casi ni se acordaba pero que le atraían y que, incluso, guardaba un viejo casco en el armario que podría traerse si yo no tenía protección para el acompañante. Le hablé del casco para "emergencias" que guardo siempre bajo el asiento y me alegré de su disposición.
Llegó el esperado momento de la cita y, como era de suponer, el tráfico y los autobuses municipales la impidieron la puntualidad. Como mi estómago se ha acostumbrado a las precariedades y a los horarios imposibles, no desesperé. Al contrario, disfruté de las gentes que encontré durante el tiempo que permanecí en el castizo lugar donde habíamos quedado y más de una daría por sí sola, motivo para un relato completo pero, como digo siempre, eso es otra historia. El caso es que mi amiga llegó y lo primero que dijo al ver Mi Vespa fue "¡Qué bonita!" Sí, lo sé, soy un presumido pero, al fin y al cabo, estas páginas están dedicadas a mi moto, así que repetiré todas las veces que sea necesario y alguna más, cada vez que alguien la piropee. Pues eso, lo que decía, que nada ver la moto, mi amiga exclamó "¡Qué bonita!" La siguiente exclamación se produjo cuando vio el casco que esperaba a su linda cabeza y más aún las gafas de aviador adheridas al casco pero, mira por donde, eso sí me lo voy a callar.
Tengo que reconocer que la lié un poco para realizar el cambio de sentido. Parecía un poco pato tratando de girar la moto en la acera donde la había aparcado y mi amiga mirando. Supongo que se callaría los pensamientos por educación pero yo en su lugar hubiera temblado de imaginar que entre el tráfico de Madrid viajaría de paquete de un piloto así de torpe. Una vez que conseguí girar y encauzar la moto en la calle deseada le ofrecí "subirse a la grupa de mi yegua". Sí, así de cursi puedo llegar a ser, se lo dije con esas mismas palabras. Y ella, haciendo que no me oía, supongo, pero interpretando mi gesto, ocupó la parte de atrás del asiento y arranqué. Aunque, en realidad, no arranqué inmediatamente. Antes le pregunté si ya estaba lista. Esta aclaración puede parecer intrascendente a la historia pero resulta que no, porque durante toda la tarde, cada vez que teníamos que volver a subir a la moto para llegar a otro lugar, ella volvía a subirse con gran esfuerzo y, cada vez, yo volvía a preguntarla: "¿estás lista?" Sí, así de pesado puedo llegar a ser.
Aunque cuando viajo solo llevo suelo circular relativamente rápido, si me acompañan olvido las prisas y el acelerador, me relajo y disfruto de la conversación y el entorno. Así, sin prisa, a pesar de que se aproximaba peligrosamente la hora a la que cierran las cocinas de los restaurantes, avanzamos por la Calle Toledo hasta Latina y de aquí a Tirso de Molina para bajar por Lavapiés entre las gentes que pueblan sus aceras y plantarnos en el restaurante elegido a tiempo aún de que nos sirvieran los restos del menú.
Terminada la comida acordamos hacer algunos recadillos. "Vamos donde quieras -le dije- con la moto no tardamos nada" y, otra vez sin prisa, nos pusimos a dar vueltas por Madrid sin preocuparnos si la ruta elegida era la más rápida y mucho menos si era la más corta. Puerta de Toledo, Bailén, Plaza de España… algunos de los lugares más bellos de Madrid pasaban por nuestro lado mientras conversábamos sobre la vida y despacio avanzaba una tarde de septiembre con su temperatura ideal de final de verano.
Así llegamos a nuestro primer destino, en la céntrica calle del Pez. Claro, aparcamos a la puerta y mi amiga se quedó impresionada por la falta de costumbre. Iniciamos el ritual de descenso: baja uno, baja el otro, pongo el caballete, nos quitamos los cascos, los guantes, abrimos los huecos, guardamos los bultos… o sea, lo normal.
El siguiente destino quedaba cerca. Ella, acostumbrada al terrible tráfico madrileño daba por supuesto que iríamos andando. Yo, acostumbrado a circular en moto, daba por supuesto que iríamos en Mi Vespa. Nos reímos al enfrentar las opiniones y escogimos las ruedas. De nuevo el ritual de puesta en marcha: abrir huecos, sacar bultos, poner cascos, guantes, arrancar, subir a la moto y de nuevo la misma pregunta: "¿estás lista?" Puesta en marcha, calle San Bernardo, Gran Vía, llegada al destino, aparcar en la puerta, bajar de la moto, poner el caballete, quitar cascos, guantes, abrir huecos, guardar bultos… y en pleno ritual va ella y suelta entre risas: "Tengo la sensación de haber vivido ya esta escena". Más risas. Y más aún cuando salimos de la tienda y volvemos a subirnos a la moto tras repetir los pasos de costumbre. Ya subidos en el asiento y con el motor en marcha, me disponía a preguntarle el habitual "¿estás lista?" cuando se me adelantó riendo nuevamente: "estoy lista". Y seguimos paseando en Vespa por las calles de Madrid, esta vez sin destino, con rumbo incierto y menos pendientes aún si cabe del reloj.
Llegó la hora de la despedida y aparcamos la moto frente al Teatro Real entre decenas de motos agolpadas y algún que otro guardaespaldas velando por la seguridad de los altos cargos que se acercaban a la ópera.
Ella fue devorada por la gente que llegaba tarde a la representación y yo, junto a Mi Vespa repetía nuevamente el ritual de puesta en marcha, esta vez sin ganas, más al ralentí que nunca mientras la veía perdiéndose y volviendo la mirada humedecida, alzando la cabeza entre la multitud para gritar: "Ha sido genial, tenemos que repetirlo".

sábado, septiembre 10, 2005

Cumple

Mi Vespa ha cumplido treinta mil kilómetros. ¡Treinta mil kilómetros! ¿Sabéis lo que es eso para una Vespa? Bueno, sí ya sé que hay muchas que tienen más pero es que la mía apenas tiene dos añitos. Y es que, ya os lo he dicho antes: ella y yo nos hemos hecho inseparables y, claro, como no paro quieto y ella me acompaña siempre, pues ahí está el resultado.
En realidad no los acaba de cumplir, ahora está ya por los treinta y uno, casi como yo, que mañana cumplo cuarenta y uno, pero es que quería ilustrar esta nota con la prueba evidente del cumplimiento. No es para menos. ¡Con lo que me costó hacer la foto! Casi tanto como trabajo e imaginación me ha costado pasarla al ordenador, porque no sé qué les pasa al teléfono y a la computadora que no se hablan. No lo entiendo. Que yo sepa no le ha hecho nada el uno al otro, no tienen motivos para estar enfadados y, sin embargo, todos los métodos habituales de comunicación entre uno y otro fallaban sistemáticamente, impidiendo que esta foto histórica llegase hasta vosotros. Al final, no sé si han hecho las paces o sólo ha sido algo momentáneo. Al fin y al cabo no me importa, no me quiero meter en sus cosas. Lo que yo quería contaros es la historia de esta foto y cómo celebré el cumplimiento.
Cuando cogí la moto por la mañana me di cuenta que faltaban unos pocos kilómetros para alcanzar esta cifra tan redonda y se me ocurrió la idea: fotografiar el evento. Claro que, eso suponía un problema: tendría que estar permanentemente atento al contador para no pasarme ni un metro. Ya sabéis que circulando en moto uno no puede estar a peras, los cinco sentidos son pocos para no terminar en el suelo. Por eso calculé el lugar aproximado donde se todos los numeritos menos el primero estarían en cero para reducir la velocidad al aproximarme. Lo que debí suponer es que lo más probable es que ese punto fuese el menos indicado para detener Mi Vespa y tomar fotografías.
Efectivamente, salí de trabajar y me dirijí a casa como de costumbre. Salía de la ciudad y aún quedaban algo menos de dos kilómetros. Llegaba el momento de aumentar la atención pero ¡entraba en la autopista! ¿Cómo podría ir mirando el cuentakilómetros y el tráfico a la vez? Reduciendo la velocidad, sí pero... ¿Cómo ir casi parado por la autopista? Echándole un par de... pistones. Me desplacé al carril derecho, pero aún así me adelantaban, así que me eché al arcén y reduje aún más la velocidad. Salvé un carril de incorporación sorteando con precaución y destreza los coches que llegaban. El cuentakilómetros se llenó de nueves y se aproximaba un carril de decelaración, donde desaparecía el arcén para dejar paso a los coches que deseaban salir de la autopista. No podía creerme que fuera a cumplir treinta mil kilómetros en medio del desvío. Los ceros comenzaban a aparecer a la velocidad que el espacio del arcén desaparecía. ¡Qué nervios!
Alguna pitada tuve que soportar y lo peor es que tenían toda la razón pero yo no quería perderme por nada esa foto, así que me hice el sordo y me aparté más aún. El cuentakilómetros llegó al lugar esperado y hubo suerte, no coincidió con la salida por pocos metros. Aún así, el arcén casi no existía y los camiones pasaban a toda velocidad, así que ni detuve el motor ni me quité el casco ni los guantes. Saqué como pude el teléfono del bolsillo (Gato con guantes no caza, que decía mi Abuelo el Sabio) y tomé un par de fotografías totalmente a ciegas. El sol daba de lleno en la pantalla del teléfono y resultaba imposible calcular el encuadre pero no podía seguir más tiempo ahí o sería la última foto que tomaría en mi vida. Así que me incorporé al tráfico y pedí a Santo Pixel Bendito porque hubiera salido bien la captura.
Con la foto supuestamente en el bolsillo aceleré feliz hasta la gasolinera porque, otra cosa que no había contado es que la luz de la reserva llevaba encendida desde hacía ya demasiado tiempo. Paré en la estación de costumbre y abrí el depósito. Cuando me disponía a escoger el tipo de combustible me dije: Sí, por qué no, vamos a celebrarlo. Y le regalé a Mi Vespa el de mayor octanaje que encontré. Un día es un día y sólo se cumplen treintamil kilómetros una vez en la vida. Ella, feliz y agradecida, me devolvió la mejor respuesta que jamás he obtenido al girar el puño.

miércoles, septiembre 07, 2005

Yo sigo

Aunque uno se repita constantemente que las audiencias no son importantes, afecta comprobar día tras día que a casi nadie le interesan las tonterías que cuento aquí y se pierde el interés por escribir aventuritas sin trascendencia. Es cierto que no se comienza un blog con ansias de éxito mundial pero después de más de un año contando historias sí desearía un número mínimo de lectores porque precisamente para eso se publica. Quien diga que no, creo que miente aunque no lo sepa. La razón es sencilla: si no me importa que me lean no necesito hacer públicas las historias, bastaría con rellenar un cuaderno y guardarlo en el cajón.
La cuestión es que, aunque nunca pensé anunciar que dejaría de actualizar esta página por si acaso decidía cambiar de opinión en cualquier momento, sí había dejado de contar historias.
Hasta que un día, abro el correo y encuentro un mensaje de un lector anónimo pidiendo más. Ese mensaje supuso un parche para mi ánimo, deshinchado como un neumático pinchado. Creo que mientras exista una sola persona a quien le interesen las historias merece la pena contarlas. Por eso, amigo lector anónimo, seguiré aunque no puedo garantizar regularidad. Gracias.

jueves, agosto 18, 2005

Madrid, Madrid, Madrid...

Todo un reto por delante: conseguir que en dos días una chica que viene de fuera tenga una idea aproximada de cómo es esta ciudad invivible pero insustituible a la vez, como creo que dijo el cronista de La Corte, señor Sabina.
Resulta que hace unos meses me inventé un curioso relato que ni por asombro pensé que pudiera realizarse y, sin embargo, ha resultado premonitorio. Las diferencias entre aquella invención y lo sucedido ayer, apenas son mayores que las que separan los límites de lo posible. Evidentemente no pasee a Audrey Hepburn ni la chica de carne y hueso se sentó con las piernas a un lado con la única protección de un pañuelo anudado. En cuanto al recorrido, que para el relato, preparé en mi imaginación con calma, para el paseo real tuve que improvisar y adaptar sobre la marcha según las necesidades del siempre lamentable (a pesar de que la ciudad se vacía en agosto) tráfico madrileño y de las innumerables e interminables obras que convierten la ciudad en una valla permanente.
La cosa comenzó sin planificarla. Habíamos quedado en la Estatua del Ángel Caído del Retiro a la hora de comer. Paseamos entre las sombras del parque, visitamos los estanques, los palacios, algún árbol centenario y antes de las cinco de la tarde ya habíamos terminado la visita. La temperatura en la ciudad este diecisiete de agosto a las cinco de la tarde superaba los cuarenta grados. Pasear hubiese acabado con nuestras fuerzas y ánimos en media hora. Los museos más importantes ya los había conocido ella por su cuenta. Refugiarse en unos grandes almacenes tapoco entraba en nuestros planes.
Entonces se me ocurrió la idea: ¡Mi Vespa! Podríamos recorrer toda la ciudad de cabo a rabo como si caminásemos pero sin cansarnos y recibiendo en la cara la corriente que produce el movimiento. Desde El Retiro a los barrios ricos del norte, de las casas de pecado al centro histórico, de las avenidas con historia a las calles con escaparates, de este a oeste y de sur a norte no dejamos calle o barrio sin rodar.
Desde el asiento trasero de Mi Vespa ella contemplaba gentes, arquitecturas, esculturas y comercios y escuchaba mis explicaciones mientras yo conducía y pensaba en el siguiente destino. Claro que la ruta no resultaba perfecta: a veces pasaba tres veces por el mismo sitio o se me olvidaba algun monumento importante pero apenas pasé de largo tabernas. Cuando encontrábamos un barrio interesante, aparcaba el escúter a un lado, caminábamos y tomábamos cañas, más o menos de la misma manera que sucedía en el relato imaginado que antes mencionaba.
Conforme pasaban las horas cambiaba la fisonomía de la ciudad y decidimos caminar por una calle comercial. Allí le saltaron a los pies unas cómodas sandalias de oferta que nos llevaron caminando hasta otra tienda en la que me saltó a la vista una simpática camiseta de Vespa que acabó en mi pecho después de un duro proceso de elección del color más apropiado.
Una preciosa luna creciente ocupó en el cielo el lugar del sol pero seguimos sobre Mi Vespa recorriendo rincones interesantes hasta que encontramos una agradable terraza en la que reponer fuerzas.
En abril mi turista particular desaparecía como los sueños y yo amanecía con las carantoñas de mis gatas sobre el edredón. El final de esta historia no pienso contarlo.

martes, agosto 02, 2005

Una cerveza y una pizza

Rivas Vaciamadrid. Lunes 1 de agosto de 2005. Nueve de la noche. Tiempo tormentoso. Para quien no se sitúe diré que nos encontramos en una de las ciudades con menos bares por habitante de toda Europa; hoy comienzan las vacaciones para la mayoría de los habitantes de la Comunidad Madrileña y en esta ocasión coincide con el día de la semana que menos gente sale de casa para tomar algo y que, en consecuencia, aprovechan la mayoría de los establecimientos hosteleros para cerrar y descansar. Me estoy poniendo el casco para ir a casa y recogerme cuando suena el teléfono:
- Hola, ¿qué tal? ¿Qué haces? ¿Me vienes a buscar y nos tomamos algo?
No sólo no acostumbro a rechazar invitaciones que proceden de chicas guapas sino que comienza el mes de agosto y en Madrid quedamos ella, yo y tres más despistados que vienen a hacer turismo, así que acepto sin dudar. Como la tormenta anunciaba desde hacía rato, antes de ir a su casa paso por la mía y me protego con la cazadora después voy por ella.
Llego a la puerta. Paro la moto. Me bajo. Me quito el casco y levanto el hueco bajo el asiento para sacar el suyo. Llega, nos besamos, se sube a Mi Vespa y comenzamos la marcha.
- ¿Dónde vamos?
Pregunta muy habitual en Rivas que, no por frecuente, alguna vez recibe una respuesta convencida. Recuerdo que me he enterado de una terraza nuevo y no dudamos probarla. Llegamos, vemos luces encendidas y escuchamos rumor, así que paramos la moto, bajamos, cada uno se quita su casco, abrimos el hueco bajo el asiento y guardamos el suyo y mis guantes. Mi casco tengo que atarlo al transportín o llevarlo de la mano, pues, no sé si recordarás que me abrieron el cofre y en ese momento lo tenía en casa con intención de arreglarlo. Decido atarlo con la cadena que también uso para la bici. Nos acercamos al bar y encontramos a los camareros, al cocinero y al dueño, por otra parte, conocido de mi compañera de aventuras. Nos saludamos y nos explica que lo han cerrado porque no quedaba gente ese día a esas horas, así que salimos.
Operación inversa: desatar mi casco, abrir el hueco, sacar su casco, mis guantes, subirme a la moto, sacarla del hueco en que se encontraba aparcada, maniobrar marcha atrás, subir a mi amiga y buscar otro bar. Recordamos un centro comercial en el que hay dos: una terraza y otro interior, malo ha de ser que ninguno al menos el interior...
Ya cuando pasamos por la puerta de la terraza vimos que las sillas y las mesas se apilaban como si fueran las dos de la madrugada. Aunque el tiempo pasaba mientras duraban estas aventuritas, aún no llegábamos a esas horas, claro. Desestimada la opción de la terraza, optamos por el interior, así que, aparcamos la moto, nos quitamos los guantes, los cascos, lo guardamos todo meticulosamente en su hueco respectivo y nos dirijimos a cenar... eso pensamos porque al ser lunes cerraban por descanso. ¡Bien!
Con todo el cachondeo pasan de las once de la noche, hora complicada para buscar algo de comer en la ciudad donde vivo, por si alguien le interesa...
Llegamos al parking de la moto. Abrimos el hueco y sacamos su casco y los guantes, desatamos el mío, nos protegemos, me subo a Mi Vespa y... ¿qué pasó? Ni más ni menos que la había aparcado en rampa y me tocaba salir marcha atrás, arrastrando los ciento y pico kilos de la máquina.
Recontamos mentalmente los posibles lugares donde comer algo y lamentamos no haber concluído la "Guía de Bares donde comer algo en Rivas a partir de las once de la noche" que, con tanta ilusión, comenzamos el mes de febrero y estancamos en el de marzo.
Ya estábamos bastante hartos de poner, quitar, guardar y sacar tanto casco, la verdad, aunque también es cierto que en el último bar logramos reducir los tiempos casi hasta la mitad. ¡Es lo que tiene ser un profesional!
Ni cortos ni perezosos, decidimos recorrer todo el municipio sobre la Vespa, buscando un bar abierto donde den cualquier cosa de comer, como si fuésemos caballeros andantes en busca de afrentas que resolver. El paseo no resultaba tan desagradable a pesar del fuerte vendaval que se había levantado y que arrastraba polvo y arena en sus remolinos aunque ni una sola gota de agua. Pero al fin y al cabo, también los caballeros andantes tienen que recorrer las llanuras de cereal reseco y los polvorientos caminos de los campos de Castilla para encontrarse con su amada ¿no habríamos de hacerlo nosotros por una porción de pizza?
Y digo porción de pizza por ser lo que finalmente encontramos. El caso es que, pasando por un centro comercial, vimos que refulgían algunos luminosos. Pensamos que se trataba de vayas publicitarias pero, al fijarnos bien, comprobamos que se escondía una pequeña pizzería. Ante la duda, esta vez no atamos los cascos, ni los guardamos, sino que dejamos la moto tal cual (quitando el contacto y la llave, por su puesto) y nos acercamos a la pizzería esperando escuchar un "como no venía nadie, acabamos de cerrar la cocina" (frase de moda esa noche).
Cuál no sería nuestra sorpresa cuando descubrimos un bar de aficionados (muy aficionados) a las motos, a juzgar por la gran cantidad (y calidad) de pósters y componentes remozados de vehículos caducos. Más sorpresa cuando probamos las deliciosas pizzas elaboradas al momento pero más sorpresa aún cuando aparece por la puerta un viejo amigo al que hacía siglos que no veiamos. Este sólo venía a por tabaco y a pagarnos un par de cervezas. Después quedamos completamente solos en el bar por lo que nos atendieron con dedicación y sin estar mirando el reloj cada cinco minutos o pasando la escoba para barrer el local.
Nos pareció increíble pero cenamos y bien. Después vuelta a casa. El viento se había agudizado y habíamos llenado "el depósito" con "alguna" cerveza por lo que había que realizar más esfuerzo para mantenerse en pie que un sedado para levantar los párpados. Aún así, llegamos a casa, sanos, enteros, y cenados.
Bajamos de Mi Vespa, nos quitamos los cascos, guardé el suyo bajo el asiento, volví a colocar el mío sobre la cabeza y aceleré en vacío el motor.
Ya me iba cuando, entre las explosiones del motor escuché su voz:
¿Quieres subir a casa y nos tomamos algo?

domingo, julio 31, 2005

On the road again

Una de mis carreteras favoritas: de El Espinar a Ávila
No ha pasado ni un año ha pasado desde la última vez que decidí salir con Mi Vespa a la carretera. De viaje, quiero decir, porque, lo que es en la carretera propiamente dicha estoy absolutamente todos los días. Pero no es lo mismo ir a trabajar que cargar equipaje en el baúl y emprender una ruta de más de cien kilómetros con intención de pasar varios días fuera.
No es que llegar hasta Ávila pueda considerarse una aventura muy grande pero es una manera de salir de la rutina del trayecto diario y enfrentarse a otras carreteras diferentes. Eso se nota desde el momento en que hay que colocar los bultos en los huecos de la moto. Por poco que se necesite, una mochila pequeña es imprescindible para tres días y yo nunca viajo sin cámara de fotos, por lo que ya estamos hablando de dos mochilas. Y si, además, como era el caso, tenía que llevar un par de cometas, la cuestión se complica bastante. Como tantas otras veces, distribuir los paquetes a transportar empieza siendo la primera gran aventura de los traslados en vespa pero, aunque me costó, logré distribuir todos los bultos entre los espacios disponibles. Y emprendí la marcha.
Por si no os habéis dado cuenta, estamos en julio y el viaje lo empecé un sábado. O sea, plena "Operación Salida". Si hubiera tenido que llevar el coche habría tenido que planificar la hora de salida y la ruta teniendo en cuenta todos los condicionantes pero con Mi Vespa no hay atasco que valga, así que salí a la hora que me dio la gana y por el camino que más me apetecía.
Si en mi viaje anterior elegí el mítico puerto de La Cruz Verde, en esta ocasión quería subir el Alto del León, desde Guadarrama hasta San Rafael. Una carretera también mítica aunque no tan transitada por motoristas. La subida comenzó de maravilla y Mi Vespa me demostró una vez más que puedo pedirle lo que quiera. Sin embargo, al doblar la revuelta de Tablada, nos llevamos un susto que estuvo a punto de nublar todo el viaje. Mientras me concentraba en la belleza del paisaje y en la gama de olores del pinar, un Megane hacía trombos en medio de la carretera. Pegado a él circulaba otro coche más grande que tuvo los reflejos y la habilidad suficientes para esquivar su vaivén incontrolado adelantándole por el carril de la izquierda y suerte que en ese momento no bajaba ningún otro coche de frente. Siguiéndoles de cerca subía otro escúter que esquivó el baile por la derecha. Yo tuve la perspectiva suficiente como para librarme de maniobras extrañas simplemente reduciendo la velocidad. Podéis imaginaros la cara de susto del conductor del tio vivo con ruedas. Creo que aún le late el corazón como el subwoofer de un after. No sé si fue el propio San Cristóbal quien puso la mano o el vecino San Rafael. El caso es que todo quedó en un magnífico susto y todos pudimos continuar la subida.
Seguro que muchos de los que lean esto conocen ese puerto pero para los que no, diré que la visión desde arribAún con un pequeño susto, coroné el Alto del Leóna es magnífica. Si se mira al este puede verse Madrid y todos los pueblos satélite que lo rodean como si se tratase de un inmenso hormiguero. Se divisan también algunos de los embalses que abastecen de agua a la capital salpicando el colosal valle. Al oeste la visión es completamente diferente. Pinos y montañas ocupan la vista pintando de verde un valle más profundo, menos extenso y más delicioso. La parada en lo alto es casi obligada. Imagino aquí, al pie de este monumento, a los viajeros de entonces, camino de Ávila, coronando el puerto a lomos de mulas o sobre desvencijados carros cuyos ejes crujirían al tropezar con los pedruscos del camino. El Alto del León, al que Franco cambió el nombre durante la Guerra Civil por aquel más épico de Alto de Los Leones de Castilla, como homenaje a unas compañías de falangistas que en los primeros momentos de la rebelión militar intentaron cruzar la sierra para llegar a Madrid y no lo consiguieron. Hoy pocos recuerdan que este puerto que separa Madrid de Segovia lleva su nombre en singular por la estatua que se mantiene en alto desde hace más de un siglo y por eso me empeño en recordarlo: Alto del León, Alto del León...
Decidí tomarme la bajada con mucha calma, disfrutando de cada revuelta de la carretera, incluso parando en algunos rincones interesantes, como la clásica fuente que queda a la izquierda poco antes de llegar al pueblo de San Rafael y que, tradicionalmente, era parada obligatoria para descansar del duro paso del puerto o antes de afrontarlo. Hoy sólo encontré desperdicios y un tímido chorro de agua fresca.
De allí seguí hasta El Espinar para atravesar después el magnífico paisaje de los Campos de Azálvaro. Por muchas veces que atraviese esta carretera no dejo de sorprenderme. La luz siempre cambiante, el tortuoso asfalto que se pierde en el horizonte, las interminables vallas de alambre que separan las ganaderías del camino y las cada vez más numerosas rapaces que levantan su vuelo al paso de los vehículos. Allí tomé la foto que abre esta nota y alguna otra que no viene a cuento subir, aunque os recomiendo que disfrutéis como yo de la carretera que hablo gracias a esta otra fabulosa foto de Jorge Estévez.
Por desgracia, algún desaprensivo ha decidido que esta maravilla de la naturaleza, antiguo Camino Real, no podía quedar libre de la especulación y ha decidido llenarla de asfalto. A pesar de que ya hay una autopista de peaje y una carretera nacional que llegan ¿Qué va a pasar con los históricos mojones que marcan las Leguas?hasta Ávila, por no hablar de otra comarcal muy transitada, han decidido añadir un carril más y tirar a la cuneta los históricos mojones que indicaban las leguas restantes hasta llegar a Ávila o Madrid. No sé si los recuperarán o terminarán en cualquier vertedero pero en la foto puede verse como se encuentran en este instante. Por mi parte voy a tratar de hacer las averiguaciones necesarias y denunciarlo en los medios a mi alcance, porque me parece penoso.
Resulta que esta aventura, sin pretenderlo, se ha convertido en una nota denuncia. Bueno, no importa si la causa es buena.
Llegué a mi destino sin más inconvenientes que los propios de las obras de la carretera pero el viaje no había terminado porque una vez allí me dediqué a realizar pequeñas excursiones a los pueblos y parajes de alrededor.
Bajando del Alto de Las FuentesSi ya en la ciudad resulta una gozada moverse en Mi Vespa, por las tortuosas y solitarias carreteras de montaña es una auténtica maravilla gozar del aire y el paisaje. No me importaría pasarme los días así, recorriendo pueblos desconocidos sobre la Vespa y sin ninguna prisa. Realmente creo que esto es lo que buscaba cuando me compré esta moto y que durante la actividad diaria se olvida por culpa de las prisas por llegar a todas partes. Aquí no había prisa ni más compromisos que las citas para comer o cenar en familia. Y, hablando de familia, mi sobrino que ya me acompañara el año pasado en alguno de estos escarceos montunos sobre la moto, no quiso perderse las escapadas y cada vez que se enteraba que iba a salir con Mi Vespa venía corriendo para que nos fuésemos juntos.
Haciendo Vespa-Cross camino de La SerrotaPor si no tuviera suficiente con las carreteras escondidas, también me atreví con los caminos. Aunque no fue intencionado. Paseaba por un pueblo del Valle Amblés y me acerqué a un vecino joven para preguntarle por algún camino agradable por el que se pudiera pasear hasta la sierra pero a pie. Muy amable, me indicó una ruta y, cuando me disponía a marchar, añadió: También puedes subir con la moto. Entonces se me encendió la lucecita. ¡Claro! ¡Una excursión off road con Mi Vespa! Ni corto ni perezoso tomé la dirección que me había indicado y comprobé el buen estado del firme. Aunque también comprobé que no es lo mismo circular por un camino con una bicicleta de once kilos que un bicho a motor de más de cien. Por no hablar del pavor que me daban las roderas, los regueros de agua, la gravilla... en fin, que más que disfrutar iba casi aprendiendo Vespa-cross. Subí varios kilómetros, hasta que comprendí que a partir de ese momento el camino sólo podía empeorar y me di la vuelta por miedo a una caida tonta que me amargase el viaje.
La tarde del mismo día emprendí el camino de vuelta por una ruta diferente a la elegida para la ida: la comarcal que lleva hasta el Escorial bajando el puerto de La Cruz Verde. Hubiera resultado un viaje muy agradable y bello de no ser por el intenso tráfico (regreso de vacaciones) y por el desagradable viento que empujaba Mi Vespa en cada loma de la carretera, en cada claro del bosque.
Parada junto al viaducto del Río Cofio Resulta curioso lo diferentes que resultan los viajes según el medio de transporte elegido. Llevo cuarenta años realizando este mismo viaje. Primero de pequeño con mis padres, después solo con mi propio coche. Ahora en Vespa. A pesar de que siempre es la misma ruta, siempre es diferente y en cada uno descubro algo nuevo. Por ejemplo, nunca antes, a pesar de la gran curiosidad que sentía, había parado junto al impresionante viaducto que salva el Río Cofio. Cuando la moda del puenting este era uno de los puntos preferidos por los aprendices de suicida que se lanzaban al vacío amarrados. Siempre me atrajo pero nunca paré. Quizá porque en coche siempre se va con prisa. Pero en la moto, los paisajes están al alcance de la mano. Se respiran en cada kilómetro. Por eso, esta vez no pude evitarlo y, al atravesar el puente paré y me asomé. Contemplé la altura y calculé los vuelos de los que se lanzaban pero en vez de envidiarles, imaginé una merienda en buena compañía a orillas del Río Cofio. Después, llegué a Madrid y desperté.

viernes, julio 08, 2005

Una piedra en el camino

Desde que la vi apearse del camión en marcha sabía que vendría a por mí.
A las tres de una tarde de verano en Madrid, la calima sobre el asfalto se confunde con el polvo que levantan los muchos camiones de escombros que ocupan la carretera. Las corrientes térmicas en los páramos del este de la capital bandean Mi Vespa y obligan a aumentar la concentración durante el trayecto de regreso a casa. Así circulaba ayer cuando la vi. El mismo viento que me zarandeaba hacía ondear como una bandera la red protectora del contenedor de escombros del camión que circulaba unos trescientos metros por delante y pude ver con nitidez como una piedra del tamaño de una mandarina se cansaba de viajar en camión y se tiraba en marcha contra el asfalto. Entonces empezó a botar, rodar y rebotar sin orden ni concierto, ora izquierda, saltos breves, ora derecha, altos saltos y sin salirse del carril por el que circulaba yo. Sin perder la vista de la carretera, no dejaba de ver la piedrecita que, por no ser más que un terrón de arena, perdía tamaño en cada impacto dividiéndose en piedrecitas más pequeñas que, como ella, pirueteaban sobre el asfalto. La distancia entre la legión de terrones desmembrados y mi rueda delantera disminuía de forma peligrosa preocupante y yo, no sé si atraído por su gravedad o porque en ese momento estaban ocupados los carriles vecinos, me veía incapaz de variar la dirección de Mi Vespa. Al punto reaccioné o quedó libre el carril izquierdo y con una leve inclinación de torso logré ocuparlo. Ya me veía libre del impacto cuando el terrón más gordo brincó anárquico y fue a estrellarse contra mi pie derecho.
A pesar de la zapatilla, el dolor fue similar al de un picotazo de avispa pero sonreí satisfecho; con el choque la piedra se desintegró en centenas de granitos de arena que se esparcieron sobre el asfalto y, en justo castigo, quedaron aplastados por las ruedas de los coches que me seguían.

martes, julio 05, 2005

Cumpleaño feliz

El caso es que no apunté la fecha en que compré Mi Vespa. No sé si eso es un error imperdonable o algo intrascendente. Supongo que en algún lugar debo guardar una factura o algún papel que lo acredite pero no me apetece buscarlo porque tampoco me importa demasiado. Lo que sí sé es que uno de estos días Mi Vespa cumple un año y este blog lo festeja mañana, seis de julio.
Un año de aventuras sobre dos ruedas durante el que ha pasado de todo: viajes, traslados, nuevas compañías, infortunios, sustos, incluso alguna pequeña avería pero sobre todo muchas alegrías. Aventuras que durante doce meses he relatado en esta página con todo detalle, incluso alguna que mejor hubiera sido callar pero que volvería a contar llegado el caso.
Historietas que han sido kilómetros, veintiocho mil ya y, claro, Mi Vespa, aunque goza de una excelente salud, necesita ser revisada para poder mantenerse tan lozana como hasta ahora. Por eso he decidido aprovechar esta fecha tan significativa para llevarla al taller y, mientras se repone, me han prestado otra.
Las personas somos de tal manera que no nos damos cuenta de lo que tenemos hasta que nos falta; o tal vez sí, pero en la ausencia es cuando más valoramos lo que gozábamos. ¿Podría otra moto ocupar el hueco de Mi Vespa? Hay muchos modelos en el mercado, raro habría de ser que alguno no satisficiera mis necesidades pero no será la elegida la que, amablemente (mil gracias, J.) me dejaron.
Como no va a salir muy bien parada, prefiero no citar el modelo. Sí diré que se trata de un scooter con aspecto retro que al pasar cautiva miradas. Practicamente la estrenaba yo pues el cuentakilómetros sólo indicaba noventa recorridos pero el encuentro ya comenzó mal. Nada más subirme a ella me arañé con una arista metálica del reposapiés del acompañante y me hice una herida en la pierna izquierda.
J. me había advertido: "es un 125 cc refrigerado por aire que tiene la rueda pequeña, piensa en ir a noventa y ten cuidado al arrancar pues produce sensación de inestabilidad". Vale, ya sabía que corría poco, que era inestable y que hería las pantorrillas pero me llevaría a casa sin tener que tomar el tedioso autobús. Busqué un hueco donde dejar la bandolera que llevaba pero bajo el asiento sólo encontré un agujero en el que apenas cabía un casco quitamultas, ningún otro espacio para una simple bolsa que, no me quedó más remedio que colgar del hombro. Ya arriba, herido y con la bolsa al hombro accioné el contacto pero se resistió al primer intento. Y al segundo. Y al tercero. Sí, estaba fría, claro, me tiene muy mal acostumbrado Mi Vespa arrancando en cualquier circunstancia. Cuando por fin el motor me devolvió el sonido del giro bajé la moto del caballete y comencé a circular pero, al primer giro de puño, el manillar cromado quiso, por su cuenta, inspeccionar a ambos lados de la calle. Supongo que esa sería la sensación de inestabilidad a que se refería J. También me dijo que esa sensación desaparecía en cuanto "se le cogía el tranquillo" así que marché para casa. Sin embargo, al colocar los pies en la plataforma, me pareció que se encontraba altísima pues tenía que levantar las piernas más de lo habitual. También a eso habrá que acostumbrarse. Como a las miradas, pues ya en los primeros cien metros la gente la miraba y comentaba y no precisamente por mi torpeza en la conducción de semejante vehículo. El caso es que, ya en línea recta y por ciudad, traté de encontrarle el lado bueno y disfruté de la visión que me ofrecía mi propio reflejo en el faro también cromado. Vamos, que me veía yo como Peter Fonda en Easy Rider pero en scutre y por las bacheadas calles de Madrid. Sí, bacheadas calles de Madrid, porque si normalmente en scooter se sienten más que en ningún otro vehículo los accidentes del asfalto madrileño, cada vez que pasaba un bache con esta moto, todo el manillar temblaba como si fuera a caerme allí mismo. Eso que aún no había salido a carretera. Una vez en asfalto libre, lo peor no es que no pasase de noventa sino que había que ser un valiente para superar esa velocidad pues en cuanto la aguja del optimista reloj (¡¡indica hasta ciento cuarenta!!) pasaba esa cifra, todo empezaba a temblar como si los hierros cromados que la componían fueran a esparcirse por toda la autopista. Y eso que aún no había llegado a la zona en que el viento castiga todos los días a los motoristas por esa carretera. Ahí fue donde creí que tatuaría la preciosa pintura bicolor con las marcas de la carretera y casi que contaba los metros calculando donde sería la caída. Aferrado al manillar sentía como me adelantaban hasta los camiones aumentando con ello el temblor del scutre.
Me faltó besar el suelo cuando llegué a casa. Mientras lo aparcaba con la intención de no volverlo a usar hasta el día siguiente, un vecino se acercó para interesarse por el modelo. "Es muy bonito", me dijo. Como no quería ponerme a exclamar exabrubtos en ese momento, me limité a asentir (aunque ni eso lo tengo claro). Unas horas después otro vecino volvió a preguntar si había cambiado de moto, que le gustaba mucho a lo que respondí con un sincero "pues a mí no". Y no fue el último en hablarme de las maravillas estéticas de semejante modelo y a todos contestaba yo de forma parecida.
Es cierto que esta mañana, cuando la he vuelto a conducir para venir al trabajo no me ha resultado "tan" desagradable, no sé si porque me estaba acostumbrando a ella o porque me pasé en las apreciaciones negativas del día anterior. Sin embargo volví a respirar aliviado al dejarla aparcada sin haber sufrido el menor percance a pesar de los muchos sustos.
Más o menos por estos días hace un año que conduzco Mi Vespa y ya se ha hecho imprescindible en mi vida. Si me quedaba alguna duda acaba de disiparse después de un día conduciendo a otra así que ahora mismo voy a llamar al taller a ver si han terminado de revisarla.

viernes, junio 24, 2005

Dos mujeres y un destino

Celebrábamos el solsticio de verano. Saltamos sobre la hoguera, quemamos los malos augurios y bebimos queimada. Cuando sólo quedaban brasas en el suelo y ni una caña de cerveza en el grifo decidimos buscar un bar pero el más cercano se encontraba a más de media hora a pie y uno de nuestros seis pies sufría una lesión que le impedía caminar mucho tiempo. Las otras cinco piernas acumulaban el cansancio de toda una jornada de obligaciones, paseos y bailes.
No quedaba otra solución que utilizar Mi Vespa pero... una moto, dos cascos, tres personas, un conductor. Repasamos en alto todas las opciones: "Yo me voy andando y tú llevas a Lª en la moto" dijo L. "Vamos los tres en la Vespa", "Buscamos alguien que nos lleve en coche", "encargamos tres cervezas a Tele Pizza" o "nos teletransportamos" fueron otras de las sugerencias. Pero ninguna cobraba cuerpo. Entonces se me ocurrió: "Haré tantos viajes como sea necesario y vamos todos en moto". "¿Estarías dispuesto?" me preguntaron casi a coro y les respondí que, por supuesto, sin dudarlo.
Así que Lª se quedó compartiendo brasas con en el corrillo de borrachos que permanecían junto a la hoguera mientras L y yo nos acercábamos en Mi Vespa al bar más próximo. Serían las dos de la madrugada, el asfalto estaba mojado por la tormenta caída unos minutos antes y casi todas las calles del barrio levantadas por obras. Así, lo que podía haber sido un recorrido de dos minutos se prolongó a más del doble y otros tantos de vuelta.
En un momento, visualicé la situación: noche de solsticio de verano, dos de la madrugada, tiempo tormentoso, L esperando a la puerta del único bar abierto en el barrio, Lª esperando en los restos de una hoguera junto a una panda de fumaos y yo, entremedias de las dos a lomos de Mi Vespa. Cómico. Al menos a mí me lo pareció y me imaginaba un ojo omnipresente observándome dejar a una chica y tomar a otra y pasearlas a ambas por las calles mojadas de una ciudad sin gente.
Cuando llegamos allí estaba L esperando. Entramos los tres juntos, tomamos nuestras ansiadas cervezas y charlamos hasta que cerraron el bar.
Teníamos que ir a casa y se repetía la historia. Allí estabamos Mi Vespa y yo con sólo un asiento libre y dos mujeres a las que llevar a casa, cada una en un sentido opuesto. Esta vez fue L quien tomó la decisión asegurando que vivía cerca y podía acercarse caminando. La adelantamos mientras llevábamos a Lª a su destino. Nos saludó con la mano deseando buenas noches pero en su mirada intuí que no eligió la opción preferida.

martes, junio 21, 2005

Aviso

Desde que forzaron el cofre de Mi Vespa no ha vuelto a ser el mismo. Se encuentra retraído y algo obstinado, por eso cuando tengo que abrirlo o cerrarlo necesito varios intentos hasta que lo consigo y, aún así, siempre he de verificarlo.
Esta mañana, cuando monté en Mi Vespa para ir a trabajar, tras el esfuerzo de abrir el cofre, saqué el casco, metí la mochila y volví a pelearme con el cierre. Creí cumplido mi objetivo y arranqué.
El trayecto transcurrió como siempre (últimamente todo sucede como siempre, esa es la verdadera razón de que haya tan pocas historias nuevas en esta página) hasta que llegué a la ciudad y paré en semáforo. Había mucho menos tráfico que otros días y en la línea de salida tan solo me escoltaban un par de coches conducidos por chavales jovenes.
Mientras la luz roja nos detenía ante la línea blanca, por la acera caminaba una chica guapísima: alta y de larga melena agitaba con gracia una falda vaporosa mientras andaba cadenciosa. Ante la duda de mirar al asfalto, al semáforo al rostro dulce que enmarcaba su pelo caramelo no lo dudé ni un segundo y me perdí siguiendo sus pasos.
Me despertó del ensueño un claxon. Busqué su procedencia y encontré a los del coche de mi izquierda mirando hacia su derecha, o sea, hacia donde estaba yo pero que, a su vez, era el mismo lugar que donde estaba la belleza, por lo que deduje que la pitaban a ella. Con dos segundos de diferencia escuché otro pitido. En esta ocasión eran los que estaban a mi derecha que miraban a su izquierda. O sea, hacia donde estaba yo pero que, a su vez, era el mismo lugar que donde estaba el otro coche, por lo que deduje que les pitaban a ellos. Al punto volvieron a pitar los de la izquierda e inmediatamente después, los de la derecha. Y yo en medio.
Todos los que pasaban por la acera, incluida la chica que admiré, buscaban el origen de los pitidos y encontraban sus miradas con las de los conductores de los coches escandalosos. Pensé que se estaban peleando. O que eran amigos y se avisaban del monumento que caminaba cerca.
En realidad llegué a pensar de todo. Menos que se había abierto el cofre en la carretera y me estaban avisando.

martes, junio 07, 2005

Aquella noche

Tenía que suceder. Imaginaba que tarde o temprano llegaría el día. La noche, para ser más exactos. Una noche aún de primavera que por temperatura anticipaba el verano. Por tópico que parezca, las estrellas colgaban de la parez oscura del cielo que teníamos de fondo y bajaban hasta confundirse con las luces del valle que descansaba a nuestros pies. Osea, sí, una noche perfecta, preciosa noche aquella que decidimos cenar en una terraza a las afueras de nuestra ciudad.
Confundidos por el lugar y el ambiente pedimos un conejo al ajillo que no estaba a la altura de lo esperado pero que nos sirvió de sustento para las próxima horas.
Apenas permanecía una mesa de clientes remolones cuando nos marchamos. Un gato como la noche jugaba en el asiento de Mi Vespa a cazar los mosquitos que revoloteaban al calor de la farola. También nosotros jugamos con él mientras vestíamos cascos y guantes. A veces las manos que acariciaban su lomo negro salpicado de estrellas tropezaban con las de ella o las de ella con las mías y pasaban del pelo negro del animal a su blanca piel o a mis muñecas tostadas. Decidimos no volver a casa así que paseamos por las retorcidas carreteras que serpentean desde el valle al páramo sin girar apenas el acelerador.
No sería por la velocidad, quizá por el frío, el caso es que sus brazos rodearon mi cintura y los dedos escaparon traviesos hacia donde comienzan las piernas y su cabeza se inclinó cariñosa sobre mi hombro.
Cuando llegamos al alto decidí continuar por el borde de la meseta para disfrutar del paisaje de luciérnagas de tungsteno en los márgenes del río pero no había asfalto y tuve que tomar un camino. A esas horas sólo transitaban por allí los conejos que saltaban entre las retamas y los grillos que ponían la banda sonora.
Paré el motor. Nos bajamos de la moto, dejamos caer los cascos y comenzamos a besarnos. Pronto las manos se perdieron bajo las delicadas telas veraniegas que nos cubrían dibujando circulitos sobre la piel, que se erizaba por el roce de los dedos o por la brisa que también acariciaba. Sobró mi camiseta, que voló hasta encontrarse con los cascos, sobró su vestido que subió por su cintura hasta dejar la piel refulgiendo en la oscuridad, sobraron mis pantalones que a la altura del tobillo imitaron al fruto de las higueras cercanas y sobrarían aquí las palabras para el lector avezado pero debe terminarse lo que se comienza, por lo que seguiré ahora con el relato como seguimos con las caricias y los besos aquella noche.
Mi Vespa había quedado apoyada sobre el caballete central y este sobre el irregular firme del camino horadado por las rodadas que se formaron en la época de lluvias. Intercambiamos los puestos: me senté en la parte trasera y ella en el espacio que suelo ocupar yo pero con la espalda hacia el manillar. Era la primera vez que mis pies descalzos se apoyaban en la plataforma y mis manos, en vez del manillar dirigían sus caderas que golpeaban mi pelvis con más intensidad que la moto circulando por carreteras bacheadas. Con la agitación se tambaleaba Mi Vespa, la brisa se ceñía al cuerpo y refrescaba la cabeza que, aturdida con la excitación, los movimientos de la moto y el viento, se separó del resto del cuerpo y echó a volar sobre la vega.
En pocos minutos Mi Vespa realizó uno de los viajes más largos de su vida, nos llevó al más allá sin moverse del camino en menos tiempo del que tarda en calentarse el motor.
No nos vestimos. Quedamos desnudos abrazados sobre el asiento contemplando el negro horizonte salpicado de luces diminutas y los aviones que pasaban cada treinta segundos dibujando una línea horizontal tan perfecta como la unión del instante anterior.

viernes, mayo 13, 2005

A Santiago

Podría ir a Santiago en Mi Vespa pero ese sería otro viaje que no descarto. Este lo inicié a pie y a pie lo terminaré. Hasta entonces la protagonista de estas páginas descansará en el aparcamiento esperando las nuevas historias que nos sucederán cuando regrese.

miércoles, mayo 11, 2005

Encierro

La tertulia se prolongó un buen rato junto al lugar donde tenía aparcada Mi Vespa. Llegado el momento, dije a mis amigos: "Me voy, me espera una dama". Entre risas nos despedimos. Ellos se fueron en bloque y yo quedé colocándome el casco y los guantes con intención de marchar rápido. Grave error. Hasta que arranqué la moto no me di cuenta que me habían dejado encerrado. Mi Vespa se había convertido en una península de las dos ruedas: rodeada de coches por todas partes menos por una: la acera. Ah, bueno, no hay problema, pensarás, te subes a la acera y te vas. Ja.
El primer intento de escapatoria fue a través de los huecos que habían dejado los coches. Por la derecha ni lo intenté. Por la izquierda se vislumbraba una salida... :) pero cuando lo intenté, la Vespa se quedó atrapada entre los paragolpes. Antes de seguir avanzando, con riesgo de arañar moto y coches, di marcha atrás, aunque me costó desencajarla.
Segundo intento de escapatoria: la acera. El único posible pero... la rueda delantera miraba hacia la calle y el hueco que quedaba parecía imposible para girar cientoochenta grados. Intenté levantar a pulso la rueda trasera para subirla al bordillo pero mi fuerza de mosquito resultó insuficiente para los ciento cuarenta kilos de la máquina. Miré a mi alrededor buscando ayuda pero todo el mundo había desaparecido. Convencido de que más vale maña que fuerza, paré de hacer el burro y pensé una solución pero mis ideas estaban más encerradas que el vehículo.
Dar la vuelta y subir el bordillo encarándolo parecía la única solución aunque para ello tuviera que arrastrar la rueda y así facilitar la maniobra. Una vez más, los ciento cuarenta kilos se enfrentaron a mi debilidad y en más de una ocasión a punto estuvieron de estamparse en el suelo.
Tras muchos esfuerzos logré situar Mi Vespa a cuarenta y cinco grados con respecto a la acera. Como girarla del todo ya parecía imposible, decidí probar a ver si ya subía. Me subí, aceleré y la rueda delantera dio el primer paso: ¡Bien! Parecía que por fin iba a salir del atolladero cuando oigo un clanck y observo que la moto se ha quedado atascada. Decido bajarla pero... no, no va. A ver si sube... pues no, tampoco. ¿Levantándola un poco de delante? Mmmpfffff... arggggff!!! qué no. Ni para atrás, ni para delante. Se ha quedado encajonada no sé con qué, porque intento agacharme para buscar por dónde se ha agarrado pero cuando me dispongo a ello me asusto al descubrir que se inclina peligrosamente hacia un lado. Vuelvo a buscar ayuda con la mirada pero nadie, no hay nadie en toda la calle: tendré que recurrir nuevamente a mi escasa fuerza para descolgarla. Por fin lo consigo pero estoy donde al principio: con la moto encajonada entre tres coches y un bordillo alto.
Y resulta que ese bordillo sigue siendo la única manera de salir, por lo que repito la operación tratando de encarar lo más posible la moto con la acera. Bastantes minutos después y unos cuantos intentos fallidos más tarde, noto cómo, por fin, la rueda trasera engancha con el escalón. Acelero al tiempo que levanto un poco las manos de Mi Vespa pero aquello, aparte de tronar de una manera muy fea, no sube a la acera. Agotadas todas las opciones sensatas, no me queda más remedio que insistir a lo bruto, así que sigo acelerando y empujando hasta que, esta vez sí, las dos ruedas de la moto están arriba.
Bajar de la acera por otro lado no me costó trabajo ninguno, aunque sí me supuso un esfuerzo no extrangular a mi pandilla que se encontraban a escasos cinco metros del lugar de mi aventura, ocultos por una furgoneta e ignorantes de mis avatares.
- "¿Pero no me habéis oído gruñir ni rugir a Mi Vespa?"
- Ah, ¿qué estabas ahí? Creíamos que ya te habías ido... como tenías tanta prisa para recoger a esa dama...
- grmpffff brrrrasgaposiu ioupeoi poiuspfoiuapññfjghgggm!!!!!!##&&&...
El caso es que, efectivamente, había quedado y el retraso ya parecía considerable, por lo que aceleré a tope, tan deprisa que casi me trago a aquel Volkswagen Golf en la glorieta, tan deprisa que en un camino de tierra por el que tuve que pasar, la rueda trasera derrapó como los toros en la curva de Mercaderes con Estafeta.
Llegué y, lógicamente, ella esperaba. ¿Qué tal? Me preguntó. "Bien, estoy aquí. No es poco".

viernes, mayo 06, 2005

Mi cofre

Mi cofre me lo forzaron estando de romería
Mi cofre me lo forzaron de noche cuando dormía
¿quién arreglará mi cofre?
¿quién arreglará mi cofre?

Me dicen que reventaron la cerradura que relucía
creyendo que ocultaba oro de bonita que la tenía.
¿quién arreglará mi cofre?
¿quién arreglará mi cofre?

Como quiera que esté, el cofre es de Mi Vespa
porque en ella viajó incluso al río
Si lo llego a arreglar vendrá conmigo
en la Vespa de mi amor por el camino.

Le digo por el camino hablando con los maderos,
que lleva sobre su tapa mi nombre grabado a fuego.
En mi cofre gasté una fortuna
y en mis noches de amor llevé la luna.

Preguntando busqué al insensato
que mi cofre forzó por darse el gustazo.

Esta mañana, cuando he ido a montar en Mi Vespa he encontrado que habían reventado la cerradura de mi cofre y destrozado la tapa. No se han llevado absolutamente nada, ni el casco, ni los guantes... nada. Supongo que lo han hecho sólo por darse el gustazo, por pasar el rato. Después de recordar a todos los santos del autor decidí reírme y recrear la historia usando como base la famosa copla Mi Carro de Manolo Escobar.

jueves, mayo 05, 2005

Las Gafas

Uno de los inconvenientes de Mi Vespa es el escaso hueco bajo el asiento. Por ese motivo pedí la moto con bauleto para poder guardar un casco integral, guantes y otros objetos voluminosos. El pequeño espacio que queda bajo el asiento lo uso para guardar un casco abierto que llevo siempre encima por si tengo un inesperado pasajero. Ayer mi hija me pidió que la recogiese y la llevase hasta casa pero también me advirtió que no estaba dispuesta a recorrer quince kilómetros de carretera con ese casco abierto. Como me pareció razonable su requisito decidimos improvisar una solución.
No podíamos comprar un casco integral porque no podría llevarlo siempre. Pedir uno prestado tampoco era posible. Así que optamos por comprar unas gafas. Sí, unas de esas que parecen de piloto de aviación de la primera guerra mundial, que se sujetan con un elástico al casco y que protegen los ojos con cuero y cristales enmarcados por metal.
Nos acercamos a la tienda de motos más cercana dispuestos a comprar tan peculiar accesorio. Muy amables, nos mostraron todos los modelos disponibles pero nos advirtieron que casi todos ellos cumplían una función estética más que práctica, que ninguno protegía correctamente. Quedamos desilusionados pero no desistimos. Mi hija se plantó el casco abierto y empezó a probar todas las gafas que tenían hasta escoger la más cómoda. Nos quedamos con ellas y marchamos a casa no sin antes hacer otro recado que nos obligó a recorrer en total cerca de treinta kilómetros por autopista además de atravesar previamente media ciudad.
En cuanto salimos de la autopista, la primera expresión de mi hija fue: "¡Cómo molan las gafas!". Me contó como había podido ir todo el camino con una perfecta visibilidad, respirando bien a pesar del viento y sin que apenas le entrase aire a los ojos. Eso sin contar las risas que nos hacíamos en cada semáforo mirando las pintas retro que llevaba. Imaginábamos que le poníamos un side a la Vespa y que llevábamos en él al perro, también con gafas o que ella sustituía el casco por un pañuelo anudado a la cabeza, que yo me ponía otro casco igual con otras gafas así y que recorríamos las carreteras más antiguas de los alrededores.
En estas llegamos a donde me pidió que la apease. Con las prisas no me molesté en guardar su casco (con las gafas colocadas) bajo el asiento y lo puse en el bauleto, que resultaba más cómodo. Marché a casa subiendo por la avenida, feliz por la tarde tan divertida que habíamos pasado cuando, en uno de los cien mil pasos de peatones elevados que dificultan el tráfico en la ciudad donde vivo, Mi Vespa botó, se abrió el baul y el casco con las gafas puestas salió disparado dando botes por el asfalto como si fuera un balón que terminó en la acera, junto al alcorque de un árbol recién plantado.
Temí lo peor. Pensé que había terminado aquí la corta vida de las gafas y la -no tan corta- del casco. Recogí el balón de policarbonato lo revisé bien y, para mi sorpresa, sólo un pequeño arañazo en las gafas decoraba el equipamiento, como una pátina de personalidad que borra el aséptico aspecto de nuevo de un objeto tan legendario.

jueves, abril 28, 2005

Zapatos nuevos

Mi Vespa acaba de cumplir 26.000 km. Para celebrar su cumpleasfalto le he comprado un zapato nuevo. Lo necesitaba desde hace tiempo pero hasta que no he visto asomar el juanete por la punta no he hecho caso. Terminó de convencerme, no sólo la edad, sino el tener que pasar por un compresor de aire cada cuatro horas. Muy incómodo, sí, sobre todo cuando no se dispone de uno cercano.
Mi Vespa agradeció el regalo. Ayer, rodaba por la ciudad como una bala. Se deslizaba entre los coches como la brisa y se inclinaba en las curvas de la autopista como un velero en regata. Entre su agilidad estrenada y el buen clima que nos sorprendió ayer a todos en la capital, daban ganas de no aparcar nunca, de pasarse toda la tarde paseando en Vespa por las callejas menos transitadas de la ciudad o por las carreteras perdidas de la provincia.
Pero las obligaciones mandan y tuve que regresar. Aparqué Mi Vespa, como siempre, a la puerta de casa y mientras me alejaba miré su zapato nuevo. Me pareció que ella giraba el pie orgullosa a derecha e izquierda para disfrutar con la visión del calzado recién estrenado.

martes, abril 26, 2005

Vivir sin aire

Como quisiera poder vivir sin aire
Como quisiera poder vivir sin agua
Me encantaría quererte un poco menos
Como quisiera poder vivir sin ti.


Eso mismo he pensado esta mañana nada más poner en marcha Mi Vespa. Me hubiera encantado que las ruedas de la máquina hubieran podido Vivir sin aire aunque me hubiese quedado sin tema para el relato de hoy.
El caso es que anoche, cuando llegué a casa ya noté algo raro pero el corto recorrido no me permitió descubrir la causa. Esta mañana, sin embargo, al retroceder para sacar la moto del aparcamiento noté cómo le costaba desplazarse. Subo, acelero y aquello empieza a moverse para todos los lados menos para el que yo quería. Sigo recto y al girar en el primer cruce Mi Vespa parece una manguera que han dejado abierta en el suelo y culebrea por el jardín salpicando por todas partes.
Aunque ya empecé a sospechar la causa del problema, aún no lo había verificado por lo que seguí adelante, reduciendo la velocidad, eso sí. Como la moto decidiera independizarse al llegar a la rotonda se evidenció que tenía que parar aunque me retrasara. Entonces comprobé lo que sospechaba, que la rueda trasera había perdido mucho aire.
La gasolinera más cercana quedaba a unos dos kilómetros y decidí que sería mejor tratar de llegara hasta ella que volver e inflar la rueda con la bomba de la bicicleta, así que, a pasito de ciclomotor bajé por la avenida compitiendo en equilibrismos con los trapecistas del Cirque du Soleil y aguantando las maldiciones de los automovilistas que, detrás de mí, tenían que esperar en las rotondas a que trazase por donde Mi Vespa deciera oportuno.
Creí solucionado el problema cuando divisé el distintivo naranja pero pronto me di cuenta que no sería tan sencillo. Los accesos a la ciudad en que vivo están en obras y el sentido de las calles varía con frecuencia. Con la rueda desinflada no podía permitirme girar por las múltiples rotondas que pueblan la zona hasta dar con la entrada adecuada por lo que terminé por subir a la acera y llegar así hasta el compresor de aire. O donde yo recordaba que estaba, porque en su lugar encontré una máquina de hielo. Por ello tuve que recorrer toda la esplanada hasta dar con la maquinita, que apareció, por fin, camuflada entre aspiradores.
Ya está, asunto resuelto me dije. ¡Inocente resolución! No habían terminado aún los impedimentos. Junto al rótulo "ladrones" realizado con una llave por un usuario tan cabreado como yo, se leía "50 ctms". Eso sí, debajo especificaba que la duración de la moneda era de siete minutos. O sea, que por el módico precio de cincuenta céntimos, si te pones de acuerdo con otros seis usuarios se pueden inflar las ruedas de siete motos. ¡Y encima les llaman ladrones, con lo generosos que son...!
Pero a las ocho de la mañana en aquella gasolinera no había otras doce ruedas ni en mi bolsillo monedas. Podría haber solicitado cambio pero me pareción tan vergonzoso que cobraran por el aire comprimido que preferí "fastidiarme" y seguir hasta la siguiente estación de servicio.
Salir del laberinto de los accesos a Rivas, mi ciudad, no es tarea fácil y menos con una rueda bajo mínimos. Entrar y salir de ahí podría considerarse prueba puntuable para el Mundial de Enduro, pues incluye, tramos de cross, slalom, contraperaltes, balizas, zanjas, socavones, desvíos provisionales y, a veces, hasta jueces de meta.
Enfadando mucho al del BMW que, sin poder adelantarme, aguantaba mi torpe paso de tortuga, logré escapar de todas las trampas y encarar la autopista. Y fin del relato, pensaréis. Pues no, pues unos metros más adelante, un vehículo averiado provocaba un larguísimo atasco, con guardias civiles incluidos. Como no tenía agilidad para circular entre los coches aguanté paciente mi turno en la cola hasta que se deshizo. De ahí a la próxima gasolinera sólo un par de kilómetros más de tortura. Llegué, inflé y vencí.
La conclusión es evidente, las ruedas no pueden Vivir sin aire y, a poco que uno se descuide, los motoristas tampoco.