jueves, septiembre 22, 2005

Disimulo

Bueno, sé que está muy feo, que es peligroso, que además está prohibido. Vale, sé que hice mal o muy mal y me confieso culpable: anoche conducí Mi Vespa durante unos diez kilómetros en un bochornoso estado de embriaguez y, a pesar de eso, logré pasar por delante de todo un ejército de guardias civiles sin perder la compostura.
Aunque debí suponer que acabaría así la noche, lo cierto es que no estaba previsto. Me refiero a lo de la mona, no a lo de los monos. La mejor cervercería de la zona este de Madrid y, probablemente de toda la Comunidad Autónoma, la cervecería de Enrique en Arganda, va a cerrar. Uno de los que más sabe de cerveza en España ha decidido que ya está bien de trabajar y se retira a disfrutar de la vejez, aunque ya me gustaría a mí ver a algunos de treinta tan jóvenes como el amigo... El caso es que había que despedirse; no podía permitir que convirtiesen ese templo en un locutorio sin haberlo mojado como se merece. Así que a eso de las diez pasé a buscar a una amiga y nos encaminamos a Arganda en Mi Vespa. Aparcamos a la puerta, claro y, nada más cruzar la puerta, Enrique ya me estaba tendiendo los brazos y mostrando su característica sonrisa que siempre oculta tras la tupida barba blanca.
Le pedí una botella criada en barrica de roble de la que me había hablado en más de una ocasión. Una cerveza especial para una ocasión especial. Aunque me esforcé en saborearla como se merecía, duró poco, menos que la conversación, pero antes de que nos quisiéramos dar cuenta, Enrique ya había rellenado las copas sin parar en ningún momento la charla. Procedió de la misma manera con la pareja que se sentaba a nuestro lado que, a los pocos minutos, ya formaba parte de nuestro corrillo de conversación (Estas cosas son normales en la cervecería de Enrique). Total que los cinco nos pusimos a hablar sin parar nada más que para beber. Así, una hora y dos temas de conversación y tres canciones y cuatro cervezas y cinco abrazos, pasaba el tiempo sin que lo midiésemos y cada vez que mencionábamos la posibilidad de marchar, el camarero, sin objetar nuestra decisión, volvía rellenar las copas de cerveza.
Me parece recordar que, entre todas las charlas, nuestros compañeros de barra ofrecieron a mi amiga un traje completo de motorista para poder viajar en Mi Vespa más calentita y segura. Camaraderías de borrachos.
Al enésimo intento, lo conseguimos. Logramos vencer la tentación beber hasta caer al suelo y despertar a la mañana siguiente con el sol entrando a través de las cortinas que cuelgan en la puerta de madera roja. Aceptamos el regalo de las copas en las que habíamos bebido durante toda la noche y nos acercamos a la moto.
Sé que guardé las copas en el baul pero soy incapaz de recordar los detalles del momento en que subimos y puse en marcha el motor. También imagino que salí de Arganda por inercia y que mi amiga me recordaba que se atrevía a montar conmigo porque se fiaba de mi conducción aunque hubiera tomado "alguna copita de más". Para demostrarle que no se equivocaba al depositar su confianza en mí, me esforcé por circular sobre la línea blanca que divide los dos carriles de la calzada (los dos del mismo sentido de marcha, podía estar borracho pero no loco) y creo que lo conseguí. También he de añadir que creo que la aguja del velocímetro rara vez pasaba de los cuarenta kilómetros a la hora.
Así salimos del área de influencia de la ciudad y nos incorporamos a la autopista. Calculo que serían las tres de la madrugada y a esa hora, un martes, no suelen verse coches circulando, por eso nos sorprendió tanto ver una hilera de vehículos detenidos unos metros más adelante. Reduje la velocidad más aún y extremé las precauciones. Si encontrar retenciones a esas horas ya causa sorpesa, imaginad si comprobáis que la causa es un ejército de policías cortando el tráfico. Y cuando digo ejército no exagero. No es que yo viera doble, es que unas diez furgonetas permanecían atravesadas a ambos lados de la autopista para que no pasara nadie sin someterse al control de los guardias que, a pie sobre el asfalto, inspeccionaban cada vehículo. ¡Y yo con este pedo!
En ese momento busqué bajo el casco mis dotes ocultas de actor y me recompuse como si yo fuese la persona más seria del universo. Me esforcé más aún por mantener la moto derecha y bajé la visera del casco para que no se vieran mis ojos rojos. Muy prudente me abrí paso entre los coches detenidos y, valiente, me situé en primera fila, desafiando el examen del policía pero procurando no inclinar la moto de manera sospechosa. Mi amiga me decía lindezas tales como "estás loco", "la hemos cagao" y frases similares que tendría que inventarme porque no recuerdo, así que las dejo a la imaginación de cada uno.
Los minutos (o segundos, no sé) que permanecimos parados vigilando atentamente los movimientos del agente parecieron eternos. Cuando por fin nos dio paso respiramos algo aliviados pero aún no habíamos superado todas las dificultades porque ahora tocaba avanzar entre la batería de furgonetas que, por las luces que destelleaban, parecían los coches de choque de la feria. Con esas porras que usan para la noche y que parecen espadachines de La Guerra de las Galaxias nos indicaban que podíamos avanzar pero despacito, para que pudieran examinarnos bien. Algunos pensaréis que con el susto se habría esfumado la kurda pero os aseguro que semejante melopea no se diluye entre una docena de sirenas. Hasta que en el horizonte sólo vimos la noche reflejada en el asfalto negro, sin resplandores de destellos policiales, no cantamos victoria. Una de las mayores cogorzas de la historia, un batallón policial cortando el tráfico y ¡pasamos de largo! Sin duda la patrona de los beodos se nos apareció aquella noche para guiarnos hasta la salida.
Dejé en su casa a mi amiga y la copa que le había regalado el cervecero y marché a la mía. Llegué en poco tiempo sano y salvo aunque no puedo decir lo mismo de la copa de recuerdo, que encontré en el fondo del baúl descompuesta en tantos pedazos como tragos habíamos engullido durante esa noche memorable.

martes, septiembre 13, 2005

Ayer recibí un bonito mensaje de una buena amiga. Entre otras muchas cosas que no pienso contar, me decía: "no hago más que acordarme de los paseos en moto ¡cómo me gustó!". Resultaba inevitable que esa frase, como ya supondréis, se hiciera pública en esta página. Pues bien, aquí está la historia.
Todo empezó un par de días antes que habíamos quedado para comer. Cuando la jornada laboral termina a las tres de la tarde, se vive en Madrid y se elige un restaurante céntrico, si no quieres acabar tomando una hamburguesa en una franquicia escocesa, hay que organizar muy bien el transporte. Madrid no es el DF ni siquiera Londres pero no es difícil tardar una hora de un punto a otro, por eso le ofrecí acercarme con Mi Vespa a un punto intermedio y desde allí llegar al restaurante. Aunque yo me he acostumbrado por completo a circular por Madrid en moto, entiendo que no todo el mundo piense de la misma manera, por eso, le pregunté si le daba miedo o si sentía alguna fobia especial por las motos. Contestó que hacía mucho tiempo que no montaba, que casi ni se acordaba pero que le atraían y que, incluso, guardaba un viejo casco en el armario que podría traerse si yo no tenía protección para el acompañante. Le hablé del casco para "emergencias" que guardo siempre bajo el asiento y me alegré de su disposición.
Llegó el esperado momento de la cita y, como era de suponer, el tráfico y los autobuses municipales la impidieron la puntualidad. Como mi estómago se ha acostumbrado a las precariedades y a los horarios imposibles, no desesperé. Al contrario, disfruté de las gentes que encontré durante el tiempo que permanecí en el castizo lugar donde habíamos quedado y más de una daría por sí sola, motivo para un relato completo pero, como digo siempre, eso es otra historia. El caso es que mi amiga llegó y lo primero que dijo al ver Mi Vespa fue "¡Qué bonita!" Sí, lo sé, soy un presumido pero, al fin y al cabo, estas páginas están dedicadas a mi moto, así que repetiré todas las veces que sea necesario y alguna más, cada vez que alguien la piropee. Pues eso, lo que decía, que nada ver la moto, mi amiga exclamó "¡Qué bonita!" La siguiente exclamación se produjo cuando vio el casco que esperaba a su linda cabeza y más aún las gafas de aviador adheridas al casco pero, mira por donde, eso sí me lo voy a callar.
Tengo que reconocer que la lié un poco para realizar el cambio de sentido. Parecía un poco pato tratando de girar la moto en la acera donde la había aparcado y mi amiga mirando. Supongo que se callaría los pensamientos por educación pero yo en su lugar hubiera temblado de imaginar que entre el tráfico de Madrid viajaría de paquete de un piloto así de torpe. Una vez que conseguí girar y encauzar la moto en la calle deseada le ofrecí "subirse a la grupa de mi yegua". Sí, así de cursi puedo llegar a ser, se lo dije con esas mismas palabras. Y ella, haciendo que no me oía, supongo, pero interpretando mi gesto, ocupó la parte de atrás del asiento y arranqué. Aunque, en realidad, no arranqué inmediatamente. Antes le pregunté si ya estaba lista. Esta aclaración puede parecer intrascendente a la historia pero resulta que no, porque durante toda la tarde, cada vez que teníamos que volver a subir a la moto para llegar a otro lugar, ella volvía a subirse con gran esfuerzo y, cada vez, yo volvía a preguntarla: "¿estás lista?" Sí, así de pesado puedo llegar a ser.
Aunque cuando viajo solo llevo suelo circular relativamente rápido, si me acompañan olvido las prisas y el acelerador, me relajo y disfruto de la conversación y el entorno. Así, sin prisa, a pesar de que se aproximaba peligrosamente la hora a la que cierran las cocinas de los restaurantes, avanzamos por la Calle Toledo hasta Latina y de aquí a Tirso de Molina para bajar por Lavapiés entre las gentes que pueblan sus aceras y plantarnos en el restaurante elegido a tiempo aún de que nos sirvieran los restos del menú.
Terminada la comida acordamos hacer algunos recadillos. "Vamos donde quieras -le dije- con la moto no tardamos nada" y, otra vez sin prisa, nos pusimos a dar vueltas por Madrid sin preocuparnos si la ruta elegida era la más rápida y mucho menos si era la más corta. Puerta de Toledo, Bailén, Plaza de España… algunos de los lugares más bellos de Madrid pasaban por nuestro lado mientras conversábamos sobre la vida y despacio avanzaba una tarde de septiembre con su temperatura ideal de final de verano.
Así llegamos a nuestro primer destino, en la céntrica calle del Pez. Claro, aparcamos a la puerta y mi amiga se quedó impresionada por la falta de costumbre. Iniciamos el ritual de descenso: baja uno, baja el otro, pongo el caballete, nos quitamos los cascos, los guantes, abrimos los huecos, guardamos los bultos… o sea, lo normal.
El siguiente destino quedaba cerca. Ella, acostumbrada al terrible tráfico madrileño daba por supuesto que iríamos andando. Yo, acostumbrado a circular en moto, daba por supuesto que iríamos en Mi Vespa. Nos reímos al enfrentar las opiniones y escogimos las ruedas. De nuevo el ritual de puesta en marcha: abrir huecos, sacar bultos, poner cascos, guantes, arrancar, subir a la moto y de nuevo la misma pregunta: "¿estás lista?" Puesta en marcha, calle San Bernardo, Gran Vía, llegada al destino, aparcar en la puerta, bajar de la moto, poner el caballete, quitar cascos, guantes, abrir huecos, guardar bultos… y en pleno ritual va ella y suelta entre risas: "Tengo la sensación de haber vivido ya esta escena". Más risas. Y más aún cuando salimos de la tienda y volvemos a subirnos a la moto tras repetir los pasos de costumbre. Ya subidos en el asiento y con el motor en marcha, me disponía a preguntarle el habitual "¿estás lista?" cuando se me adelantó riendo nuevamente: "estoy lista". Y seguimos paseando en Vespa por las calles de Madrid, esta vez sin destino, con rumbo incierto y menos pendientes aún si cabe del reloj.
Llegó la hora de la despedida y aparcamos la moto frente al Teatro Real entre decenas de motos agolpadas y algún que otro guardaespaldas velando por la seguridad de los altos cargos que se acercaban a la ópera.
Ella fue devorada por la gente que llegaba tarde a la representación y yo, junto a Mi Vespa repetía nuevamente el ritual de puesta en marcha, esta vez sin ganas, más al ralentí que nunca mientras la veía perdiéndose y volviendo la mirada humedecida, alzando la cabeza entre la multitud para gritar: "Ha sido genial, tenemos que repetirlo".

sábado, septiembre 10, 2005

Cumple

Mi Vespa ha cumplido treinta mil kilómetros. ¡Treinta mil kilómetros! ¿Sabéis lo que es eso para una Vespa? Bueno, sí ya sé que hay muchas que tienen más pero es que la mía apenas tiene dos añitos. Y es que, ya os lo he dicho antes: ella y yo nos hemos hecho inseparables y, claro, como no paro quieto y ella me acompaña siempre, pues ahí está el resultado.
En realidad no los acaba de cumplir, ahora está ya por los treinta y uno, casi como yo, que mañana cumplo cuarenta y uno, pero es que quería ilustrar esta nota con la prueba evidente del cumplimiento. No es para menos. ¡Con lo que me costó hacer la foto! Casi tanto como trabajo e imaginación me ha costado pasarla al ordenador, porque no sé qué les pasa al teléfono y a la computadora que no se hablan. No lo entiendo. Que yo sepa no le ha hecho nada el uno al otro, no tienen motivos para estar enfadados y, sin embargo, todos los métodos habituales de comunicación entre uno y otro fallaban sistemáticamente, impidiendo que esta foto histórica llegase hasta vosotros. Al final, no sé si han hecho las paces o sólo ha sido algo momentáneo. Al fin y al cabo no me importa, no me quiero meter en sus cosas. Lo que yo quería contaros es la historia de esta foto y cómo celebré el cumplimiento.
Cuando cogí la moto por la mañana me di cuenta que faltaban unos pocos kilómetros para alcanzar esta cifra tan redonda y se me ocurrió la idea: fotografiar el evento. Claro que, eso suponía un problema: tendría que estar permanentemente atento al contador para no pasarme ni un metro. Ya sabéis que circulando en moto uno no puede estar a peras, los cinco sentidos son pocos para no terminar en el suelo. Por eso calculé el lugar aproximado donde se todos los numeritos menos el primero estarían en cero para reducir la velocidad al aproximarme. Lo que debí suponer es que lo más probable es que ese punto fuese el menos indicado para detener Mi Vespa y tomar fotografías.
Efectivamente, salí de trabajar y me dirijí a casa como de costumbre. Salía de la ciudad y aún quedaban algo menos de dos kilómetros. Llegaba el momento de aumentar la atención pero ¡entraba en la autopista! ¿Cómo podría ir mirando el cuentakilómetros y el tráfico a la vez? Reduciendo la velocidad, sí pero... ¿Cómo ir casi parado por la autopista? Echándole un par de... pistones. Me desplacé al carril derecho, pero aún así me adelantaban, así que me eché al arcén y reduje aún más la velocidad. Salvé un carril de incorporación sorteando con precaución y destreza los coches que llegaban. El cuentakilómetros se llenó de nueves y se aproximaba un carril de decelaración, donde desaparecía el arcén para dejar paso a los coches que deseaban salir de la autopista. No podía creerme que fuera a cumplir treinta mil kilómetros en medio del desvío. Los ceros comenzaban a aparecer a la velocidad que el espacio del arcén desaparecía. ¡Qué nervios!
Alguna pitada tuve que soportar y lo peor es que tenían toda la razón pero yo no quería perderme por nada esa foto, así que me hice el sordo y me aparté más aún. El cuentakilómetros llegó al lugar esperado y hubo suerte, no coincidió con la salida por pocos metros. Aún así, el arcén casi no existía y los camiones pasaban a toda velocidad, así que ni detuve el motor ni me quité el casco ni los guantes. Saqué como pude el teléfono del bolsillo (Gato con guantes no caza, que decía mi Abuelo el Sabio) y tomé un par de fotografías totalmente a ciegas. El sol daba de lleno en la pantalla del teléfono y resultaba imposible calcular el encuadre pero no podía seguir más tiempo ahí o sería la última foto que tomaría en mi vida. Así que me incorporé al tráfico y pedí a Santo Pixel Bendito porque hubiera salido bien la captura.
Con la foto supuestamente en el bolsillo aceleré feliz hasta la gasolinera porque, otra cosa que no había contado es que la luz de la reserva llevaba encendida desde hacía ya demasiado tiempo. Paré en la estación de costumbre y abrí el depósito. Cuando me disponía a escoger el tipo de combustible me dije: Sí, por qué no, vamos a celebrarlo. Y le regalé a Mi Vespa el de mayor octanaje que encontré. Un día es un día y sólo se cumplen treintamil kilómetros una vez en la vida. Ella, feliz y agradecida, me devolvió la mejor respuesta que jamás he obtenido al girar el puño.

miércoles, septiembre 07, 2005

Yo sigo

Aunque uno se repita constantemente que las audiencias no son importantes, afecta comprobar día tras día que a casi nadie le interesan las tonterías que cuento aquí y se pierde el interés por escribir aventuritas sin trascendencia. Es cierto que no se comienza un blog con ansias de éxito mundial pero después de más de un año contando historias sí desearía un número mínimo de lectores porque precisamente para eso se publica. Quien diga que no, creo que miente aunque no lo sepa. La razón es sencilla: si no me importa que me lean no necesito hacer públicas las historias, bastaría con rellenar un cuaderno y guardarlo en el cajón.
La cuestión es que, aunque nunca pensé anunciar que dejaría de actualizar esta página por si acaso decidía cambiar de opinión en cualquier momento, sí había dejado de contar historias.
Hasta que un día, abro el correo y encuentro un mensaje de un lector anónimo pidiendo más. Ese mensaje supuso un parche para mi ánimo, deshinchado como un neumático pinchado. Creo que mientras exista una sola persona a quien le interesen las historias merece la pena contarlas. Por eso, amigo lector anónimo, seguiré aunque no puedo garantizar regularidad. Gracias.