viernes, agosto 27, 2004

Alka Seltzer (¿se escribe así?)

Una noche estupenda. Las caipirinhas se sucedían tan rápido como las conversaciones y las horas pasaban tan rápidas como las botellas de cachaça. Lástima que al día siguiente ¿al día siguiente? Lástima que dentro de unas pocas horas haya que acudir al trabajo.
Cuando suena el despertador lo primero que recuerdo no son las risas ni la charla sino la última copa y ese chorrito de más que eché sobre los hielos ya ni siquiera picados. Entre dormido y beodo consigo llegar a la ducha y me dejo caer bajo el chorro de agua con la ilusión de que obre milagros. Aunque algo ayuda, los doscientos centímetros cúbicos de café solo son absolutamente necesarios. Y una pila de pastillas que van desde los analgésicos hasta los antiinflamatorios regados, eso sí, con una buena dosis de vitamina C.
Con tan suculento desayuno me planto ante Mi Vespa. Por suerte sólo veo una y atino a meter la llave en la cerradura del cofre para sacar el casco y la chaqueta. Arranco y... rumbo al trabajo.
Los primeros metros me toca aguantar a un par de camiones que circulan a veinte por hora y que me resulta imposible adelantar. Claro que, en mi estado, a ver quién se atreve. Así que, aguanto a la cola hasta que consigo deshacerme de ellos. Lo que no sabía yo es que, justo cuando me libro de la artillería pesada me encuentro con un inesperado atasco. ¿Por qué hay un atasco hoy aquí, viernes de agosto a las ocho de la mañana? Porque a alguien se le ocurrió que era un buen día para cambiar el trazado de la autovía y continuar las obras al mismo tiempo. O sea, que me toca sortear al mismo tiempo los coches y el péndulo que tengo en mi cabeza para mantenerme en pie.
Decididamente la mañana no empezaba bien pero, al llegar a la autovía, librarme de los coches y poder dar libertad a la muñeca derecha el panorama cambia. Mi Vespa empieza a volar y el viento que habitualmente fastidia, entra entre las rendijas del casco, entre las ventilaciones de la chaqueta, entre el tejido de los pantalones y va llenando todo mi cuerpo de aire fresco y mañanero. La pesadez de mi cabeza se aligera y el plomo de los párpados se vuelve pluma. Increíble. Mi Vespa se ha transformado en un Alka Seltzser con motor y ejerce efectos mágicos. A los pocos minutos estoy despierto y animado. Aparco, guardo casco y chaqueta y me siento a trabajar...
Creo que necesito otro café.

jueves, agosto 26, 2004

Póntelo

En las películas suelen representar a un motorista para simbolizar la libertad. Con la intención de recalcar más aún este espíritu libre, lo normal es que aparezca conduciendo sin casco, sin guantes y con una camisa volando al viento. Pero... ¡qué aberración! ¿Los directores de cine montan en moto? No, no me voy a poner en plan moralista con las recomendaciones sobre seguridad de la Dirección General de Tráfico. No. Hablo simplemente de comodidad.
¿Alguno de vosotros ha circulado en moto sin casco? Reconozco que yo sólo una o dos veces, hace mucho tiempo y en ciclomotor pero recuerdo que, más que una ligera y fresca brisa en la cara, lo que sientes es una bofetada de viento que te lleva la cara para todos los lados.
Mira, el otro día, estaba en casa y tenía que ir a ver a una amiga que vive muy cerca. Pensé que con el clima favorable y una distancia corta no necesitaría ponerme el casco integral así que me coloqué uno abierto que llevo siempre para los acompañantes. Sin visera.
Al principio, bien. ¡Ah! Esa suave brisa en la cara... Quise disfrutar del paseo en Mi Vespa y decidí no acelerar. Pero se levantó algo de viento. En mi barrio siempre hay viento. Y ese viento, más de una vez trae polvo. Y ese polvo, cuando golpea en la cara, molesta. Sin embargo, yo seguía paseando alegremente en Mi Vespa hasta que, una de esas motas de polvo se coló directamente en mi ojo derecho. ¡Ay!
Lo primero que sientes es el fuerte impacto de algo agudo en una zona del cuerpo extremadamente sensible. A continuación, que eso que ha entrado empieza a restregarse por toda la córnea conforme intentas mover el ojo. Al principio traté de seguir conduciendo Mi Vespa pero, evidentemente, tuve que parar a los pocos metros porque ¿quién es el listo que conduce una moto con un sólo ojo y con el otro invadido por un objeto extraño?
Tras unos minutos de esfuerzos logré extraer el grano de lo que fuera (porque esa es otra, vete tú a saber lo que se metió en el ojo...) y continuar hacia mi destino. Cuando llegué, con los ojos como tomates, mi amiga me preguntó asustada qué me había pasado, a lo que contesté que no se puede ir por ahí sin proteger los ojos cuando se monta en moto.
Lo mismo debió pensar esta otra amiga a la que llevé desde Madrid hasta mi casa a bordo de Mi Vespa. Era su primera experiencia motociclista. Eso y el sushi que había comido el día anterior estaban convirtiendo su fin de semana madrileño en algo extraordinario. El pescado crudo le gustó. Y el paseo en moto creo que también; cuando le pregunté dijo: la pena es que no haya podido ver nada del paisaje, porque llevé los ojos cerrados desde que salimos a la carretera. No me extraña, claro, después de mi corta experiencia con ese casco abierto, puedo imaginar lo que debe sentirse durante un largo trayecto. Al menos ella pudo cerrar los ojos. Conduciendo es un poco más difícil. Con el próximo sueldo miraré a ver si compro unas gafas de aviador para las acompañantes.
Efectivamente, la cabeza y la cara han de ir bien protegidas pero no solo. También el cuerpo y, sobre todo, las manos. En una caída leve, lo primero que pones en el suelo es la mano y, claro, no es lo mismo que se rompa el cuero de una vaca que murió hace tiempo a que se rompa el cuero que protege tus músculos y huesos. ¡Aysssssss! Sobre los guantes, por suerte, sólo puedo contar alguna anécdota acerca del frío que pasas en las manos si un día se te ocurre no ponértelos.
Sobre la chaqueta sí que tengo una historia que contar.
Hace un par de semanas, o sea, una tarde de agosto, estaba en casa cuando me surge una cita. ¡Una cita! Me acicalo, me perfumo y me visto con mis mejores trapos entre los que se incluye una preciosa camisa naranja muy a la moda que tiene un cuello muy a la moda, o sea grande. Como hacía calor y no quería arrugar la camisa recién planchada poniéndome la chaqueta de montar en moto, decido prescindir de ella.
Mientras conduzco por la avenida cercana a mi casa todo va bien pero, cuando salgo a la carretera y aumento la velocidad, con el viento, los cuellos de la camisa comenzaron a agitarse como las alas de una mariposa encerrada y en cada aleteo golpeaban mis hombros con tal energía que parecía que me estaban castigando a latigazos por atreverme a salir sin protección. Pensé parar y colocarme la cazadora pero me dije que quedaba poco para llegar y no merecía la pena. Sin embargo la mariposa del cuello seguía golpeándome con fuerza. Ya me picaban los hombros y juro que no exagero. Cuando llegué a la ciudad supuse que se habían acabado mis males pero no; por lo que se ve, ya se había maleado el cuello de tal manera que le resultaba más fácil seguir aleteando. Paro en un semáforo y respiro aliviado porque esos malditos piquitos han dejado de castigarme. Me miro en el retrovisor de Mi Vespa y... ¡horror! Mi preciosa camisa naranja tiene los cuellos en posición de presenten armas, más levantados que el miembro de un chaval en su primer encuentro pero también más deformados. Y ¿qué decir de las arrugas? Yo que no me había puesto la chaqueta para no arrugar la camisa, me encontré que con el viento, la velocidad y los humos de la carretera había quedado completamente deformada, arrugada, sucia... y mis hombros enrojecidos por los golpeteos continuos de su cuello.
Por suerte llegué a la cita antes de tiempo y pude recomponerme lo suficiente como para que ella no se diese cuenta de nada. Aunque, claro, se lo conté y nos reímos un buen rato a mi costa.
Así que... ya sabes, amiguito, amiguita, si vas a montar en moto, aunque sea una humilde Vespa o para un recorrido corto, no olvides protegerte convenientemente. No te lo dice la Dirección General de Tráfico sino un vespista altruista.

jueves, agosto 19, 2004

Cuatro gotas

Me lo avisó un lector agorero (un saludo, J). Efectivamente, llegaron las lluvias y antes de tiempo. Tan anticipadas que aún no me había equipado para ellas. Y no sabéis bien los que no montáis en moto lo importante que es el equipo. Tanto que tengo pensada una nota sobre este asunto. Como decía J, las curvas de las rotondas encharcadas pueden ser más peligrosas que las de las mujeres bellas que acaparan toda mi atención.
El caso es que, esta mañana al despertar comprobé que había llovido. Cuando saqué a pasear al perro, chispeaba. En el momento de salir hacia el trabajo, comenzaba el diluvio. Es posible que cualquier persona cuerda, ante semejante panorama hubiese optado por el coche. Pero yo no. Por dos motivos fundamentales: primero porque no estoy cuerdo; segundo porque me propuse usar Mi Vespa para ir al trabajo todos los días del año y no me iba a amilanar por cuatro gotas de nada.
Lo cierto es que esta experiencia me ha resultado muy útil. En apenas veinte minutos he aprendido varias cosas y he constatado otras tantas.
La primera lección es que hay que llevar siempre una bayeta en la moto. Para secar el asiento, claro. De lo contrario hay que buscar lo más parecido a un trapo si no queremos empezar la ruta con el culo húmedo. Bastante tiempo habrá para empaparse. ¿Pensabas que yo llevaba una? Pues no. Lo más parecido a un trapo es una funda para el casco confeccionada, precisamente, en material repelente al agua. Lo mismo me habría dado pasar la mano.
La primera constatación es que aún soy un poco (o un mucho) torpe sobre la moto. Sí, me las daba yo muy valiente largándome a Ávila un día soleado pero aquí me quería ver yo. Y algún que otro motero que lee estas notas.
Ya en el primer cruce parezco una adolescente a la que le acaban de regalar su primera Vespino por aprobar todo el curso. ¿Qué decir de la primera rotonda? Pues que casi desafío a las leyes de la gravedad logrando no caerme a cinco por hora. Increíble, la moto se mantenía en pie a pesar de la casi total ausencia de movimiento.
La segunda constatación es que llovía más de lo que parecía. Bastante más. Aún estoy a tiempo. ¿Vuelvo y cojo el coche? Nooooo. Me dije que iría todos los días en moto. ¿Y si espero a comprarme un pantalón impermeable? ¡Qué no! Vale.
Los cascos no tienen limpiaparabrisas ni luneta térmica. Al menos el mío. Tercera constatación. O sea, no puedo respirar fuerte porque se empaña y las gotas de agua que caen sobre la visera se acumulan hasta que forman un río que baja en picado por el barbuquejo. Ya se sabe pero, caray, hasta que uno no se ve ahí dentro, no es del todo consciente.
¿Y dónde van a parar las gotas que caen por el casco? Quizá al pantalón o a la chaqueta, o al sillín. La verdad es que, con tantas gotas juntas, al final uno no sabe ni de donde le vienen. Porque mira que llueve cuando llueve...
Otra constatación es que, cuanto más tiempo pases en la moto, más te mojas. Obvio ¿no? Pero... ¿cómo consigo reducir ese tiempo si manejando sobre suelo húmedo soy un auténtico pato. Aún circulaba yo por la avenida de mi pueblo cuando me adelanta a toda leche una cebeerre. Y pienso yo ¿es que él no se cae? Sí, ya me sé esa teoría de las ruedas grandes y la estabilidad y todo eso pero digo yo que también influirá algo la pericia del piloto.
Esquivar charcos. Otra lección. Bastante tiene uno con mojarse por arriba como para mojarse desde abajo. Mira por donde, aquí Mi Vespa tiene una ventaja importante: el escudo. Quieras que no, me protege bastante más que a los erres y gracias a eso, al menos los pies llegan secos. Pero, a pesar del casco, hay que evitarlos. No te haces una idea ni aproximada de la cantidad de charcos que hay en la carretera. ¿No pueden asfaltar con más frecuencia?
Ya que hablamos de asfalto ¿Sabías que hay, al menos, cuatro o cinco tipos diferentes? Cuando viajaba en coche apenas me había dado cuenta pero hoy he podido clasificarlos en función de su capacidad para beberse el agua: van desde los puramente abstemios hasta los bebedores empedernidos. Estos últimos deben ser muy caros porque apenas hay algún tramo de autopista que lo usa mientras que los abstemios estaban de oferta y se encuentran por todas partes a pesar de que son más peligrosos que un mafioso enfadado.
Yo no me enfadaba. Lo cierto es que me sentía bien. Empapado, pero bien. Orgulloso de llevar quince minutos y quince kilómetros sobre Mi Vespa sin caerme.
En las piernas empezaba a experimentar el fenómeno traje de neopreno, o sea, que el vaquero estaba completamente encharcado y con el calor de las piernas se calentaba el agua ahí alojado.
En el pecho, una terrible sospecha que confirmé al momento: mi cazadora no es impermeable. Menos mal que ya estaba llegando al trabajo. Aunque, eso también me daba cierto pudor. Creo que ya he comentado en alguna otra nota que estoy rodeado de moteros y me daba hasta vergüenza llegar hecho una sopa, porque, es que, hasta de los calzoncillos podría licuar un vasito de agua.
Así que esta esponja rondante, aparca a la puerta y confía no encontrarse a nadie. Ni me quito la cazadora hasta llegar al baño para disimular más. Cuando lo hago, descubro la camisa pegada al cuerpo y con más lamparones que una tienda de iluminación. Directamente me sitúo bajo el secamanos y empiezo a llenarme de aire caliente. No os podéis hacer una idea del aspecto que tenía. La camisa recién planchada se había convertido en un revoltijo de arrugas mojadas que más parecía un garbanzo antes de entrar al cocido. Intenté dirigir el chorro de aire caliente hacia las piernas pero por más posturitas que ensayase sobre el lavabo resultaba casi imposible secarse por lo que decidí sentarme a trabajar así de calado.
Creo que aún, mientras escribo esto, varias horas después de que sucediera, todavía tengo húmedo el ombligo.

martes, agosto 10, 2004

En el pueblo (Madre sólo hay una)

Los nacidos en España en los últimos treinta años quizá no sepan muy bien de lo que voy a hablar en los primeros párrafos a no ser que hayan viajado a algún país africano (no sé cómo están las cosas al otro lado del océano, perdón por mi ignorancia pero aún no he llegado allí). El caso es que en mi pueblo -y creo que en otros muchos de La Península-, aún en la década de los setenta, cuando llegaba un coche todos los vecinos salían a recibirle con gran alegría. Como explicaba al final de la nota anterior, algo parecido me sucedió al llegar a mi destino. Además, algunos de mis sobrinos o cuñados, no habían visto aún Mi Vespa y se unía la curiosidad por conocer el vehículo con las ganas que tenían de que llegara (quizá porque era la hora de comer y tenían hambre ¿para qué negarlo?).
Sé que a muchos esto les sonará a broma, quizá sus parientes están muy acostumbrados a las dos ruedas pero os aseguro que para los míos es toda una novedad y yo soy un loco por tales atrevimientos.
El caso es que durante la cata del cocido, aparte de otras discusiones habituales en las comidas familiares, fui sometido a un interrogatorio acerca del viaje con las consiguientes reprimendas acerca de lo que había o no debía haber hecho: ¡ay qué ver! ¿Y te has subido el puerto? ¿Y por qué no te has traído el coche? ¡no habrás corrido!
Pasado ese momento y el hambre, mi sobrino de doce años se empeñó en que le diese una vuelta en la moto. Como hacía una tarde que invitaba a montar en moto y me apetecía descubrir otras carreteras, accedí gustoso y me le llevé a dar una vuelta por el monte. No fue más que un breve paseo pero disfrutamos mucho los dos. Yo por recibir el viento fresco con olor a jara y encina de un precioso lugar en el que pasé los mejores veranos de mi infancia, él por descubrir el placer de montar en moto. Tomamos algunas fotografías y volvimos a casa.
Allí esperaban mis padres que salieron de nuevo a ver Mi Vespa y a interesarse por algunos detalles. Mi padre me contó sus experiencias motorísiticas que se reducían a un breve paseo también en Vespa pero hace más de cincuenta años. Se dirigía a Las Ventas desde su casa, cerca de Plaza de Castilla, cuando un vecino se ofreció a llevarle en moto. No había llegado aún a la Glorieta de Cuatro Caminos cuando le tuvo que pedir a su amigo que parase inmediatamente porque se mareaba por circular de esa manera tan alocada entre el tráfico ¡de hace cincuenta años! Sólo volvió a subirse a un ciclomotor cuarenta años después, por una urgencia que no viene al caso y lo pasó tan mal como aquella primera vez por lo que de ninguna manera tenía intención de subirse ahora a Mi Vespa ni para dar un breve paseo.
Mi Vespa, Mi Madre y yo a punto de comenzar la aventura Mi madre jamás en sus sesenta y muchos años se había subido a una moto pero tenía yo ganas de que lo probase y la invité a dar un paseo. Las risas empezaron desde el momento en que tanto ella como mi padre empezaron a probarse los cascos. Claro, esto, sin conocer a mis padres no tiene tanta gracia porque sí, sé que puede haber muchos abuelos de su edad moteros empedernidos pero os aseguro que no es el caso. El caso es que se probaron los cascos y les estuve haciendo fotos junto y sobre la moto, en diferentes posiciones. Después, subí a mi madre al asiento trasero.
Al principio protestaba mucho porque le daba miedo. Todo el rato diciendo que no corriese, que no saliese de la calle de su casa y todas esas cosas. Después le dije que bajaría a echar gasolina y empezó con que a ver si la iba a ver alguien, con esas pintas, con el casco... pero aún así seguí con mi idea y bajé hasta la gasolinera. Despacio, sí, para no asustarla. Allí pasó lo que tenía que pasar, que se encontró con alguien del pueblo y empezó a preguntarle sobre el casco, la moto... y mi madre que quería esconderse, que no sabía donde meterse, con lo vergonzosa que es ella para estas cosas.
Mientras, yo, hablando con el gasolinero, un conocido de cuando de chaval iba a pasar los veranos allí. Y él, también, preguntándome por Mi Vespa. Y yo, contándole lo típico, que si lo de los cuatro tiempos, que si el bajo consumo, que si las prestaciones, que si es como las antiguas pero en moderno... o sea, las conversaciones que siempre tengo cuando le presento a alguien mi moto.
A mi madre, tan roja como el caso que llevaba sobre la cabeza, el respostado le pareció interminable pero se le olvidó durante el camino de vuelta. Como yo veía que ella iba tomando confianza, aceleré poco a poco y comprobé que disfrutaba con la sensación de velocidad. Total, que llegó a casa contentísima del paseo y entusiasmada aunque preocupada por quién la habría visto... cosas de mi madre.
Al llegar a casa aún siguió toda la familia durante un buen rato arremolinada alrededor de Mi Vespa charlando. Bueno, más bien echándome sermones ya sabes: no corras, ten cuidadito, que mira que van como locos...
Aunque el peor sermón aún estaría por llegar al día siguiente. Amaneció nublado. Por lo visto -me enteré después- había pasado un huracán cerca y dejó toda la península con viento y lluvia. Al ver aquella mañana barrida por el viento y amenazada por la lluvia, mi madre, que como todas las madres, es muy madre y siempre tiene un motivo de preocupación, ya no pensaba en el desayuno ni en qué haría de comida ni en la hora la que habrían llegado sus nietas la noche anterior. No. Empezó a preocuparse por mi regreso en moto.
Desde que me levanté (y menos mal que me levanté tarde porque sus nietas, o sea, mis sobrinas, habían estado de fiesta conmigo la noche anterior...) no ceso de pedirme que no volviese en moto a Madrid.
Lo primero, me preguntó:
- ¿Y si llueve?
- Me mojo, como todos los demás.

Claro, esa respuesta no debió convencerle mucho, así que le expliqué que iba preparado, que llevaba guantes, cazadora, y mucho cuidado. Pero eso tampoco parecía servirle y empezó a ofrecerme su coche para volver. Entonces empezaron las bromas: Claro, -decía mi hermana- y os váis papá y tú a misa de once y a por el pan en la Vespa... eso sí, con el casco puesto...
Mi madre guardaba silencio pero por dentro seguía con su preocupación.
- Irás por la autopista.
- Mamá, con esta moto es más peligrosa la
autopista que la carretera...
- Pero ¿cómo vas a subir el puerto con la que
va a caer?
- Mamá, no va a pasarme nada, ya verás
- ¿por qué no te
llevas nuestro coche
- ¡¡¡Mamá!!!

La culpa es mía, lo sé. Tenía que haber hecho lo que me aconsejaba mi cuñado: tú díle que sí irás por la autopista y luego te metes por donde te dé la gana. Pero uno que quiere ser sincero con su madre y encima la hago pasar un mal rato.
El caso, es que, después de tanto decir lo que debía y no debía hacer, llegó la hora de marchar. Es cierto que no me hubiese importado disfrutar allí algunas horas más pero cualquiera aguanta a mi madre siquiera cinco minutos diciendo que me llevase su coche.
Aproveché que también se iba mi hermana en su coche recién estrenado. Al despedirme le dije a mi sobrina: nos veremos en la carretera y ella dijo no creo. Pero una amiga que las acompañaba y había sufrido la conducción de mi hermana puntualizó: Sí creo, ¡¡¡nos veremos en la carretera!!

domingo, agosto 08, 2004

On the road

A veces, cuando se acaban los materiales narrativos hay que salir a buscarlos. Hacía varias semanas que me rondaba por la cabeza la idea de un viaje largo en Mi Vespa y decidí que había llegado el día.
Puede que para un motero consumado, doscientos kilómetros no sean gran cosa pero para mí, piloto novato (no lo olvides) de una modesta doscientos ir hasta el pueblo de mi infancia suponía todo un reto. A él me lancé con ilusión y, para qué negarlo, un poco de miedo.
Había transcurrido medio día de un sábado de agosto y la mayoría de madrileños habían salido ya de la ciudad o estaban encerrados en casa. Las calles, totalmente vacías.
Aunque los primeros kilómetros de la ruta coincidían con los que hago a diario para ir al trabajo, la emoción de la aventura los hacía diferentes, cargados de solemnidad. Circulaba despacio, como reservando energías para lo que habría de venir.
En mi cabeza se mezclaban Kerouac, Easy Rider y Quadrophenia con los recuerdos de mi infancia, cuando, a bordo de La Cirila de mi padre o del seiscientos de algún primo, con toda la familia dentro para aprovechar al máximo el viaje, este mismo trayecto suponía todo un acontecimiento similar al que hoy estaba viviendo.
Más de treinta años han pasado desde aquellos viajes y en ese tiempo algunas cosas y lugares permanecen como si no hubiesen transcurrido ni treinta días mientras que otras son prácticamente irreconocibles. Éste es el caso de las carreteras que rodean Madrid. Si en aquellos tiempos circulábamos por carreteras a través del campo a los diez minutos de salir de casa, hoy, sobre Mi Vespa, tengo que circular durante casi una hora por autopistas gigantescas que en vez de nombres llevan números y dan vueltas y vueltas alrededor de esta ciudad monstruosa (perdón para mis amigos del D.F., sé que aquello es peor) por las que circulan potentes coches a grandes velocidades. Por este motivo, los primeros kilómetros no son muy agradables y espero con impaciencia la llegada a una carretera con un sólo carril por sentido. Esto sucede justo al cruzar el Río Guadarrama a la altura de Molino de la Hoz en el preciso instante en que comienza el Puerto de Galapagar. Mi primera subida a un puerto en moto, en Mi Vespa. Quizá os parezca una tontería pero sentía dentro de mí correr la sangre de un modo especial. Conducía con seguridad y al tiempo precavido. Acostumbrado al tráfico urbano las curvas imponen un poco al principio pero a medida que iba ganando altura aumentaba mi satisfacción y cuando coroné el puerto me creí el rey del mundo así que empecé a canturrear a voz en grito. Consecuencia de mi mezcla de sentimientos, alternaba el Born to be wild de Steppenwolf y el On the Road Again de Canned Heat con La Zarzamora de Quintero-León y Quiroga.
Entre cánticos llegué a Galapagar y crucé el embalse de Valmayor por un gigantesco puente recordando el año en que lo construyeron pues en aquellos viajes de antaño la carretera pasaba por lo que era un río.
El viaje transcurría con total normalidad y gran alegría por mi parte cuando llegué a El Escorial y el mítico Puerto de la Cruz Verde. Para quien no lo sepa, un puerto de referencia entre los ambientes motoriles de la zona centro. Por los alrededores empiezan a verse erres dirigidas por pilotos encuerados que, imagino, se preguntarán qué pinta un vespista en estas curvas: pues subir el puerto, como tú. Esta es Mi Vespa en el alto de La Cruz Verde y ahí al fondo está el Monasterio de El Escorial, lo prometo./>
La subida me decepciona bastante por lo sencilla que me resulta. También es cierto que la gran cantidad de coches que se acumulaban subiendo a una velocidad mínima impide poner a prueba las dotes de pilotaje (je, je) y, aún así, con Mi Vespa subí todo el camino adelantando a los enlatados. Al llegar a lo alto, parada obligada para disfrutar del paisaje y tomar un par de fotografías rápidas.
Cuando reemprendí la marcha los coches habían desaparecido y sólo se veían más motoristas que me saludaban y me hacían uves al adelantar. La bajada del puerto de La Paradilla es impresionante, con todo el valle desplegándose ante mis ojos. La carretera baja con suaves curvas por una de las laderas de la montaña mientras que la otra queda salpicada de casas de veraneantes.
Termina la bajada en otro lugar legendario: el puente del río Cofio. Una profunda garganta en la que casi siempre puede verse alguien saltando al vacío. Al pasar por aquí en coche no puede verse más que la barandilla del puente pero al cruzarlo en moto es posible disfrutar de la belleza del lugar. Un pequeño río que corre entre piedras dejando a los lados praderas verdes incluso en verano.
Desde aquí la carretera discurre entre pinares que regalan olor a resina y que es más fácil disfrutar a través del casco que si fuera sobre cuatro ruedas. Aunque algunos motoristas se acercan hasta Ávila, la legendaria ruta motorista acaba en Las Navas del Marqués. A la puerta de un bar de carretera que recuerdo exactamente igual desde que tengo memoria paran decenas de motoristas para descansar de las curvas. Pero yo continúo.
Entre que llevo más de una hora sentado en Mi Vespa y que mi madre me espera con el cocido puesto, empiezo a contar los kilómetros que me quedan por llegar. El culo empieza a dolerme y el casco, aunque me queda amplio, me aprieta en las orejas (y eso que no las tengo grandes). El paisaje sigue siendo impresionante aunque ahora las curvas sobre plano horizontal se han transformado en curvas sobre plano vertical. O sea, hablando en cristiano: largas rectas onduladas con magníficas vistas.
Giro el puño a tope y los kilómetros pasan volando. Detrás de la visera vuelvo a entonar La Zarzamora y On the road again contento por lo bien que está transcurriendo el viaje.
Un tobogán de tres kilómetros me lleva derecho hasta Ávila, penúltima etapa de mi viaje. Orgulloso sobre Mi Vespa cruzo la ciudad a una velocidad que me permite disfrutar de las calles como si las pisara por primera vez aunque las he recorrido mil veces. Y, como un turista más, me paro ante una de las puertas de la muralla, justo la que da al río Adaja, para hacer fotos a la moto delante de las piedras. Aquí Mi Vespa delante de las murallas de Ávila La gente que pasa con los coches me mira extrañada. No sé por qué ¿qué tiene de raro un tío en medio de una plaza con un casco en la cabeza y una cámara de fotos ante la visera?
No me esmero demasiado en la captura de imágenes porque recuerdo a mi mamá impaciente con el cocido en la mesa y vuelvo a subir a Mi Vespa para encarar el último tramo: treinta kilómetros de recta que marcan el final del viaje.
En este tramo el viento pega fuerte y me veo obligado a adoptar una postura racing que poco tiene que ver con la filosofía vespista pero que resulta más conveniente para avanzar.
Inevitamblemente vuelve a acudir un recuerdo de la infancia. Tanto a mis hermanas como a mí nos encantaba venir al pueblo. Además, el viaje resultaba tedioso, por eso, a la única curva de la carretera que va desde Ávila a Muñana la llamábamos La Curva de la Alegría. Es una "Z" dibujada sobre el asfalto para salvar el pueblo de La Torre, el último antes de mi destino. En este viaje, esta curva vuelve a ser la de la Alegría porque indica que estoy prácticamente en mi destino. Paso los tres mataderos que dan vida y dinero a estos pueblos y llego sin que apenas me de tiempo a pensarlo, a La Venta, un viejo edificio que recuerdo siempre abandonado pero referencia en la vida del pueblo. En ese punto abandono la carretera nacional y subo el último kilómetro de mi aventura.
Orgulloso, cansado, hambriento, llego hasta la casa de mis padres tocando el pito de Mi Vespa ante la algarbía de todos los familiares. Otra vez los recuerdos de antaño cuando ante la llegada de un coche al pueblo acudían todos los niños a recibirlo. En esta ocasión son mis sobrinos, mis hermanas, mis padres que salen a recibirme como si fuese un héroe llegado de la batalla victorioso.
Una vez allí sucedieron más cosas dignas de contar. También la vuelta merece algunas palabras pero todo eso será objeto del siguiente capítulo.

viernes, agosto 06, 2004

El plato

Amigos lectores, suerte tenéis que no me he pasado la tarde tomando apuntes en el bloc y que mi memoria es traicionera porque de lo contrario no haríais otra cosa en el día que leer esta nota (o abandonarla a la tercera línea). Tampoco es cuestión de que os echen de los trabajos ni que el contrario os mire raro porque no acudís a la cama, así que intentaré abreviar (aunque me temo que no lo conseguiré, avisados estáis).
Todo empezó por la mañana, como casi siempre. Salí de casa con un plan —aunque soy persona de pocos cálculos— sencillo: ir a la piscina cuando terminase mi jornada laboral y tumbarme al sol a leer y dormir hasta una hora prudencial para después salir con alguien a tomar un par de cañas.
Esta idea implica tomar una bolsa de deportes con una toalla, bañador, zapatillas, gafas, bolsa de aseo y libro que ocupa, aproximadamente, la cuarta parte del espacio disponible de Mi Vespa. El resto del espacio lo ocupa el casco de acompañante, la cazadora de motero, un maletín-bolsa con papeles y libros, el antirrobo y, si la moto está parada, mi propio casco integral. La guantera, por motivos que quizá cuente en otra nota, no abre o sea, como si no existiera.
El caso es que me siento en mi puesto de trabajo y, al abrir el correo electrónico, encuentro una invitación de una amiga muy simpática que me propone comer juntos. ¿No decía yo que no me gusta planificar? Por esto precisamente, porque los planes se hacen para romperlos y, en este preciso instante, decido cambiar mi plan piscinero (con bocata cutre incluido) por una agradable comida en compañía.
Nada más salir de la oficina recibo una llamada de mi amiga diciendo que el restaurante en que habíamos quedado está sufriendo una reforma que ya quisieran para sí muchos gobiernos y que, por lo tanto, está cerrado. Me pongo nervioso, me pongo el casco y arranco Mi Vespa, me pongo a salir escopetado cuando oigo un crotocroc y la rueda delantera de la moto que se clava en el suelo más que al madero un cristo. Hora punta de salida del trabajo y todos los compañeros, sus amigos y algún que otro vecino que por allí pasaba, testigos. Uno me hace señas indicando a la rueda delantera. Ya. Mieeerrrrdaaaa. El candado. Con las prisas olvidé quitarlo. Mi cara del color de mis camisas favoritas. Ha quedado tan atrapado entre la rueda y el disco de freno que me las veo y deseo para desatrancarlo. Repaso visual de daños y compruebo con alivio que sólo ha sufrido mi orgullo y el protector de plástico del antirrobo. Bien.
Reemprendo la marcha rumbo al lugar acordado y encuentro a M esperándome. Aparco en una bella plaza peatonal y buscamos donde comer.
De lo sucedido en el restaurante debiera ocuparse un blog gastronómico (y tendría tema). De lo sucedido en el café debería ocuparse un blog sentimental (y tendría tema). Pero lo nuestro aquí es hablar de aventuras motoristas. Y la siguiente anécdota de la tarde, cuando apenas han pasado un par de horas de la primera, es que cuando llego al lugar donde dejé Mi Vespa, encuentro una monumental cagada de paloma cubriendo casi por completo el vehículo. ¿Qué exagero? Bueno, sí, puede, pero os aseguro que las partes afectadas no eran moco de pavo (comparación desacertada..., claro, eran cagada de paloma): el manillar y el asiento.
Busco en todos los compartimentos de Mi Vespa y no hallo pañuelos, miro alrededor y no hay nada que pueda servirme. Aunque no soy muy escrupuloso, tampoco me decido a hacer de tripas corazón y lanzarme así al asfalto, por lo que sigo pensando y recuerdo la toalla de la piscina. Utilizando una esquinita del trapo dejo la máquina lista para su uso. Me calzo el casco abierto y me dispongo a recorrer la ciudad.
Porque, tengo que recordar, que vivo en una localidad fuera de Madrid y, claro, como un pueblerino más, cuando vengo a la capital, tengo que aprovechar para hacer todos los mandados posibles.
El primero de estos es acudir a esa tienda de discos a la que me tengo prohibido ir más de una vez al mes porque siempre, caigo en la tentación y me llevo, mínimo, dos. Esta vez hay suerte y sólo encuentro uno que me ayuda a completar mi colección de los Beatles: Help! ¿Sería sintomático del resto de la tarde? Lo digo porque precisamente ayuda es lo que necesitaría en las próximas horas.
Bueno, un disco ocupa poco. Y una camiseta de marinero a la que no pude resistirme, también. Peor es cuando recuerdo que necesito una funda para uno de mis tambores. Porque, para quien no lo sepa aún, tengo que recordar que toco la batería. Precisamente ayer, cuando le estaba enseñando la moto a un amigo guitarrista me preguntaba ¿Y cómo llevas aquí la batería?
El caso es que me paso por la tienda de instrumentos, compro la funda en cuestión y me empeño en que quepa en alguno de los huecos, porque me niego a ir toda la tarde con la funda colgando.
El portero de una finca vecina a la tienda de música permanecía inmóvil contemplando la escena. Y cuando ve que consigo meter la funda en el mismo compartimento donde iba la bolsa con las cosas de la piscina me dice:

- en estos cacharros cabe más de lo que parece, ¿verdad?
- Y que usted lo diga, le contesto.
Después de un buen rato charlando sobre huecos, motos, tráfico y bolardos urbanos, me despido y enfilo calle abajo.
No había avanzado doscientos metros cuando veo a lo lejos a un buen amigo y mejor pianista. Nueva parada y nueva charla intrascendente, típica de fortuito encuentro callejero pero que finaliza con una frase clave para las próximas horas: pues ahí, en la Real Musical, están con rebajas de hasta el setenta por ciento, pásate que igual encuentras algo...
Y voy yo y me paso. Y voy yo y encuentro algo, vaya que si encuentro. En realidad encuentro muchas cosas pero como mi cuenta no está para muchas alegrías sólo me decido por un fantástico platillo que, además de necesitarlo desde hacía varios conciertos, costaba exactamente la mitad de su precio. Quien sepa algo de precios de platillos comprenderá que no debía dejar pasar la ocasión.
Salgo de la tienda tan contento con mi platillo nuevo, me dirijo al lugar donde está aparcada Mi Vespa y... ¿Cómo lo llevo durante lo que me queda de paseo urbano y durante los kilómetros de autopista hasta llegar a casa?
Lo primero que intento es colocarlo tras el escudo, aprovechando el gancho que lleva la moto precisamente para colgar bolsas pero el platillo sobresale por todas partes y da más meneos que una atracción de feria.
Después trato de sujetarlo en una rendija que queda entre el asiento y el bauleto pero me doy cuenta que saldría disparado en la primera curva. Vuelvo a entrar a la tienda y el vendedor, que se las daba tan feliz con su venta, pone cara de susto pensando que voy a devolverle el plato. Le saco de su error pidiéndole una cuerda pero dice que no tiene y sólo puede ofrecerme un rollo de cinta de embalar.
No es mala idea, pienso, y forro toda la bolsa con esta cinta marrón para ajustar el plástico al metal. Intento usar la cinta como cuerda para sujetar mi compra a la moto pero, claro, los bordes son como filos de cuchillos y cada vez que intento pasar por ahí la cinta, se corta.
Como de pequeñín me enseñaron que más vale maña que fuerza y, hay que reconocerlo, soy un enclenque, me las apaño para sujetar el plato al bauleto. Con una sonrisa paralela al barbuquejo, le devuelvo al tendero su cinta y reemprendo la marcha.
Podría haberme ido a casa, sí, es lo que debiera haber hecho, pero recuerdo a los lectores que no soy capitalino, que me gusta aprovechar el tiempo y que un poco de cabezonería también llevo encima, por lo que sigo recorriendo tiendas en busca de todo lo que tenía previsto encontrar.
Ni un kilómetro había andado con el apaño cuando llego a otro comercio que me interesa. ¿Qué hago ahora? Vuelvo a plantearme marchar a casa pero ¿cuándo tendré otra ocasión de volver? ¿Aparco delante de la puerta y les pido que echen un vistazo al paquete? Pero son muy antipáticos aquí, no va a colar. ¿Me arriesgo a dejarlo ahí atado? ¡qué dices! ¿veinte mil pelas diciendo tómame al primer chorizo que pase? Ni de coña.
Deshago el atijo y entro a la tienda con él y con el casco de la mano. Para colmo, después de todo, no encuentro lo que buscaba. Vuelvo a pegar la cinta como puedo y sigo calle arriba. Paso cerca de otras tiendas que tenía interés en visitar (entre otras cosas, para comprarme un casco nuevo más acorde con Mi Vespa, aunque esto será tema de otra nota y de otro mes con menos gastos) pero el plato empieza a menarse para todos los lados y no puedo hacer más paradas que no estén previstas.
Lo que sí necesito, urgentemente, es parar en una ferretería para comprar un pulpo con que atar en condiciones el puñetero plato a Mi Vespa. Entro, con el casco en una mano, en la otra el plato. Busco la goma. La cojo como puedo. Voy a la caja. Paso todo lo que llevo a la misma mano para poder buscar el monedero. No llevo suelto. Lo guardo. Saco la cartera del bolsillo contrario, por lo que tengo que pasar todas las cosas a la otra mano. Me dan las vueltas. Tengo que volver a sacar el monedero y volver a cambiar de mano los trastos. En estas, el plato cae al suelo... tolonnnnn. Os aseguro que si me pisan un pie no me duele tanto.
El cajero, un chaval joven, me dice: eso es un plato de batería, ¿verdad? Mi respuesta nos lleva a otra conversación durante la cual estoy, recuerdo, con todas las manos ocupadas.
Salgo a la calle y me dispongo a colocar el plato en el mismo lugar que iba antes y atarlo con el pulpo pero, claro, no llega y, lo que es peor, el platillo comienza a combarse. Pensemos. Lo vuelvo a poner tras el escudo. Encuentro orificios en los que enganchar las gomas. El plato se sujeta. ¡Bien! ¡Prueba superada!
Cambio de barrio y llego a la librería que regenta un amigo con la intención de comprarme una guía de viaje para mis próximas vacaciones (¡a la cuna de las Vespas!). Otra vez. Aparca la moto. Quítate el casco. Desengancha el pulpo. Guarda el pulpo. Coge el casco, el plato y entra en la tienda.

- Mi amigo: hombre, ¡tú por aquí! ¿Qué querías!
- (Cuarto y mitad
de gambas, si te parece...) Nada, la guía de que te hablé para mi viaje.
- ¡Ah!, sí. Oye, eso que llevas ahí ¿no será un plato para la
batería?

- (No, es una antena parabólica) Sí, sí, ya lo escucharás
en el próximo concierto, no veas la lata que me está dando...

- ¿Y
cómo te apañas para llevarlo en la moto?

- ...
- Toma,
tus libros.
Vuelta a colocar el invento. Pero antes, intentar guardar las guías en los escasos huecos que quedan libres entre casco, maletín, candado, cazadora, disco, camiseta... y conseguir cerrar el bauleto, que no es poco. Logro cerrar a la primera... bueno, a la segunda (¿o la tercera?) y me preparo para enganchar el pulpo. Lo pillo de un lado y doy la vuelta a la moto porque no me alcanzan los brazos. Cuando llego, se suelta del primer punto. Otra vez a la derecha. Lo ato y se suelta de la izquierda. Lo ato, me doy la vuelta, y otra vez se suelta del otro lado. Increíble pero lo consigo. Arranco la moto y sigo.
¿A casa? No. Se ve que soy algo masoquista. A otra tienda. Aventuras parecidas para desmontar, pasear entre la exposición cargado y montar el invento.
Creo que se ha corrido la voz de que ando suelto por la ciudad y tengo la sensación de que todo el mundo me mira, así que decido que esta es la última visita y que ya, sí que sí, me marcho a casa. Guardo en el hueco el casco abierto y me coloco el integral y los guantes.
Pongo rumbo al hogar cargado hasta los topes pero... esto... sí. No lo vais a creer pero... paso por la puerta de otra tienda en la que necesito parar. ¿por qué ese empeño? Os preguntaréis. Es bien sencillo, estoy buscando una puñetera barbacoa pequeña, que quepa en mi terraza y no la hay en ningún sitio, así que tengo que preguntar en todos los comercios por los que paso (sí, ya sé que os da lo mismo, pero tenía que decirlo...).
Esta vez me niego a toda la parafernalia. Total, ¿para qué? Si no la van a tener. Así que aparco a la puerta, bien pegadito, y me asomo, sin desmontar el plato y sin muchas esperanzas, para ver si tienen. Encuentro mucha gente, pocos dependientes y algo parecido a lo que busco. Me temo que se repite la escena de la primera parada: o me arriesgo a dejar el plato solo unos minutos que se pueden alargar o me marcho sin preguntar o desmonto el invento. ¿Qué elegí? Claro, desmontar el invento y, como suponía, para nada, porque no me servía lo que tenían.
Cansado y derrotado, esta vez, sí que sí, marcho a casa. Además, estoy a pocos metros de la autopista. Ya, por mucho que quiera, no puedo encontrar más tiendas.
No me lo creo, voy a salir de la ciudad. Acelero, sonrío, salgo del último semáforo y ¡me encuentro a unas amigas en la parada del autobús!
Podría haberme hecho el loco y seguir hacia casa pero no va conmigo, así que aparto la moto del camino y, sin bajarme, las saludo y nos ponemos a hablar. Les cuento muy por encima mi historia y me dicen que se van de fiesta, que me apunte.
Mmmm. Quien me conoce sabe que no sé decir que no. Sabe que me gusta la fiesta. Sabe que me gusta salir con amigas. Quien me conoce sabe que no puedo resistirme a un plan así. ¿Quién se resistiría?
Entonces, miro a las chicas. Miro al escudo de Mi Vespa. Miro al futuro y me veo entrando en cada bar con un plato y un casco de la mano. Vuelvo a mirarlas, esta vez de frente a los ojos, pongo carita de pena y les digo:
- no puedo ir
- Pero... ¿por qué no?
- ...¡por el plato!


martes, agosto 03, 2004

Curvas peligrosas

Madrid está lleno de curvas. Muchas más de las que te piensas. Y en verano, más aún.
Si vas en coche suelen pasar desapercibidas. Andando no corres ningún peligro pero cuando conduces una moto... ¡ay! cuando conduces una moto estas curvas pueden ocasionarte un gran susto.
Ya os he contado aquí alguna vez que la concentración al manillar es esencial para preservar la integridad física, cualquier despiste puede resultar terrible. Pero ¿cómo mantener la concentración ante las curvas? Vista al frente. Sí. Eso me digo. Eso me dicen. Vista al frente. No gires la cabeza. Si no miras hacia donde quieres ir, acabarás yendo hacia donde miras... y... esto... ¿sí? ¿eso es verdad? ejem... je, je. O sea, que... si miro a las curvas... ¿acabaré llegando a esas curvas? je, je, je.
Ya. Es peligroso. Pero me cuesta resistirme. Soy así por naturaleza o por educación. Ejercen sobre mí un poder que me cuesta controlar. Una atracción superior a mi fuerza de voluntad.
La situación se produce más o menos así. Bajo por la avenida conduciendo Mi Vespa y, cuando me aproximo a la glorieta, un manojo de curvas que ni La Cruz Verde, se dispone a cruzar por el paso de cebra. Por supuesto, le cedo el paso y me quedo bobo siguiendo cada uno de sus movimientos hasta que termina el recorrido. Entonces, acelero Mi Vespa y sigo pero... aquí viene el gran error y el peligro, mientras la moto va hacia delante, mi cabeza se gira hacia atrás, calculando la trayectoria precisa para guiarme por esas curvas que siguen caminando en dirección contraria a mi destino.
No me malinterpretéis. En el fondo soy un romántico. Y, cuando hablo de curvas no me refiero sólo a las clásicas, esas curvas pronunciadas y llamativas en las que se fijan y loan la mayoría de los machos del planeta. Bueno, sí, me fijo en esas pero también me pierden unos labios bien dibujados, unos ojos como faros o una nariz suave como un cambio de rasante.
Total, que lo que podría ser un tranquilo paseo, hay veces que se convierte en una intrépida travesía porque cada trescientos metros surgen las benditas curvas.
Lo puedo evitar, sí, supongo. Quizá debería autoimponerme una terapia de impacto para corregirlo. Porque hay veces que llega a ser preocupante. Un día, por ejemplo, no iba solo en Mi Vespa y mi mirada férrea se vio atraída por un potentísimo imán que marcaba un contorneo mientras caminaba por la acera. Claro, recibí una merecida colleja, volví la vista al frente y no la aparté en lo que quedó de día (era tarde por la tarde).
Otras veces, las curvas me han obligado a un repentino frenazo o a modificar una trazada. Un día, incluso, tuve que parar Mi Vespa para deleitarme en el paisaje y planificar la ruta a seguir sin ayuda de mapa. Claro, me perdí.