martes, septiembre 13, 2005

Ayer recibí un bonito mensaje de una buena amiga. Entre otras muchas cosas que no pienso contar, me decía: "no hago más que acordarme de los paseos en moto ¡cómo me gustó!". Resultaba inevitable que esa frase, como ya supondréis, se hiciera pública en esta página. Pues bien, aquí está la historia.
Todo empezó un par de días antes que habíamos quedado para comer. Cuando la jornada laboral termina a las tres de la tarde, se vive en Madrid y se elige un restaurante céntrico, si no quieres acabar tomando una hamburguesa en una franquicia escocesa, hay que organizar muy bien el transporte. Madrid no es el DF ni siquiera Londres pero no es difícil tardar una hora de un punto a otro, por eso le ofrecí acercarme con Mi Vespa a un punto intermedio y desde allí llegar al restaurante. Aunque yo me he acostumbrado por completo a circular por Madrid en moto, entiendo que no todo el mundo piense de la misma manera, por eso, le pregunté si le daba miedo o si sentía alguna fobia especial por las motos. Contestó que hacía mucho tiempo que no montaba, que casi ni se acordaba pero que le atraían y que, incluso, guardaba un viejo casco en el armario que podría traerse si yo no tenía protección para el acompañante. Le hablé del casco para "emergencias" que guardo siempre bajo el asiento y me alegré de su disposición.
Llegó el esperado momento de la cita y, como era de suponer, el tráfico y los autobuses municipales la impidieron la puntualidad. Como mi estómago se ha acostumbrado a las precariedades y a los horarios imposibles, no desesperé. Al contrario, disfruté de las gentes que encontré durante el tiempo que permanecí en el castizo lugar donde habíamos quedado y más de una daría por sí sola, motivo para un relato completo pero, como digo siempre, eso es otra historia. El caso es que mi amiga llegó y lo primero que dijo al ver Mi Vespa fue "¡Qué bonita!" Sí, lo sé, soy un presumido pero, al fin y al cabo, estas páginas están dedicadas a mi moto, así que repetiré todas las veces que sea necesario y alguna más, cada vez que alguien la piropee. Pues eso, lo que decía, que nada ver la moto, mi amiga exclamó "¡Qué bonita!" La siguiente exclamación se produjo cuando vio el casco que esperaba a su linda cabeza y más aún las gafas de aviador adheridas al casco pero, mira por donde, eso sí me lo voy a callar.
Tengo que reconocer que la lié un poco para realizar el cambio de sentido. Parecía un poco pato tratando de girar la moto en la acera donde la había aparcado y mi amiga mirando. Supongo que se callaría los pensamientos por educación pero yo en su lugar hubiera temblado de imaginar que entre el tráfico de Madrid viajaría de paquete de un piloto así de torpe. Una vez que conseguí girar y encauzar la moto en la calle deseada le ofrecí "subirse a la grupa de mi yegua". Sí, así de cursi puedo llegar a ser, se lo dije con esas mismas palabras. Y ella, haciendo que no me oía, supongo, pero interpretando mi gesto, ocupó la parte de atrás del asiento y arranqué. Aunque, en realidad, no arranqué inmediatamente. Antes le pregunté si ya estaba lista. Esta aclaración puede parecer intrascendente a la historia pero resulta que no, porque durante toda la tarde, cada vez que teníamos que volver a subir a la moto para llegar a otro lugar, ella volvía a subirse con gran esfuerzo y, cada vez, yo volvía a preguntarla: "¿estás lista?" Sí, así de pesado puedo llegar a ser.
Aunque cuando viajo solo llevo suelo circular relativamente rápido, si me acompañan olvido las prisas y el acelerador, me relajo y disfruto de la conversación y el entorno. Así, sin prisa, a pesar de que se aproximaba peligrosamente la hora a la que cierran las cocinas de los restaurantes, avanzamos por la Calle Toledo hasta Latina y de aquí a Tirso de Molina para bajar por Lavapiés entre las gentes que pueblan sus aceras y plantarnos en el restaurante elegido a tiempo aún de que nos sirvieran los restos del menú.
Terminada la comida acordamos hacer algunos recadillos. "Vamos donde quieras -le dije- con la moto no tardamos nada" y, otra vez sin prisa, nos pusimos a dar vueltas por Madrid sin preocuparnos si la ruta elegida era la más rápida y mucho menos si era la más corta. Puerta de Toledo, Bailén, Plaza de España… algunos de los lugares más bellos de Madrid pasaban por nuestro lado mientras conversábamos sobre la vida y despacio avanzaba una tarde de septiembre con su temperatura ideal de final de verano.
Así llegamos a nuestro primer destino, en la céntrica calle del Pez. Claro, aparcamos a la puerta y mi amiga se quedó impresionada por la falta de costumbre. Iniciamos el ritual de descenso: baja uno, baja el otro, pongo el caballete, nos quitamos los cascos, los guantes, abrimos los huecos, guardamos los bultos… o sea, lo normal.
El siguiente destino quedaba cerca. Ella, acostumbrada al terrible tráfico madrileño daba por supuesto que iríamos andando. Yo, acostumbrado a circular en moto, daba por supuesto que iríamos en Mi Vespa. Nos reímos al enfrentar las opiniones y escogimos las ruedas. De nuevo el ritual de puesta en marcha: abrir huecos, sacar bultos, poner cascos, guantes, arrancar, subir a la moto y de nuevo la misma pregunta: "¿estás lista?" Puesta en marcha, calle San Bernardo, Gran Vía, llegada al destino, aparcar en la puerta, bajar de la moto, poner el caballete, quitar cascos, guantes, abrir huecos, guardar bultos… y en pleno ritual va ella y suelta entre risas: "Tengo la sensación de haber vivido ya esta escena". Más risas. Y más aún cuando salimos de la tienda y volvemos a subirnos a la moto tras repetir los pasos de costumbre. Ya subidos en el asiento y con el motor en marcha, me disponía a preguntarle el habitual "¿estás lista?" cuando se me adelantó riendo nuevamente: "estoy lista". Y seguimos paseando en Vespa por las calles de Madrid, esta vez sin destino, con rumbo incierto y menos pendientes aún si cabe del reloj.
Llegó la hora de la despedida y aparcamos la moto frente al Teatro Real entre decenas de motos agolpadas y algún que otro guardaespaldas velando por la seguridad de los altos cargos que se acercaban a la ópera.
Ella fue devorada por la gente que llegaba tarde a la representación y yo, junto a Mi Vespa repetía nuevamente el ritual de puesta en marcha, esta vez sin ganas, más al ralentí que nunca mientras la veía perdiéndose y volviendo la mirada humedecida, alzando la cabeza entre la multitud para gritar: "Ha sido genial, tenemos que repetirlo".

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