martes, noviembre 08, 2005

Entre olivos

Cuando leyó la nota anterior, la niña de ojos claros y sonrisa plácida me pidió que la llevase de paseo en Mi Vespa para ver si el viento le arrastraba algunas dudas. ¿Cómo negarse a la petición de una ninfa? Sólo necesitábamos escoger el día y el otoño nos lo puso fácil. La mañana del domingo elegido amaneció tan soleada que haberse quedado en casa debiera haberse considerado delito.
Me acerqué hasta su piso de Moratalaz ("Si no has estado allí no has visto el paraíso terrenal" que cantaba Sabina), la esperé con el casco y los guantes listos para cubrir su pálida piel y, como el sol de noviembre es traicionero, nos pertrechamos bajo robustos jerseys y consistentes abrigos para encarar la carretera con ilusión y sin prisa. La primera parte del recorrido se convirtió en un tour por el barrio durante el que aprovechamos los semáforos y pasos de cebra para ponernos al día de nuestras respectivas vidas. Durante ese tiempo me olvidé del acelerador hasta tal punto que recibí alguna pitada. Creo que la moto avanzaba por inercia, como si conociese el camino y algo parecido debía ser porque yo prestaba más atención a la charla que al tráfico. También es cierto que un domingo por la mañana en un barrio de Madrid los coches no se ven por las calles y todo el tránsito se reduce a algún madrugador que cruza la calle para comprar el pan y el periódico. A este paso llegamos a Vicálvaro, frontera urbanística de la capital. Con las últimas casas dimos la bienvenida a la carretera abierta... abierta en todos los sentidos porque con la cantidad de agujeros que tiene el firme parecía que el demonio estuviese buscando una escapatoria del averno. Como si algo nos faltaba era tiempo, tampoco nos preocuparon los boquetes y esquivarlos casi se convirtió en un divertimento más.
Pasados los socavones, los puentes bajo las autopistas radiales, los polígonos industriales y los poblados de chabolas, pudimos ver el bello color de la tierra barbechada aunque a veces estuviera salpicada de escombros y otros residuos urbanos.
No habíamos recorrido ni quince kilómetros cuando surgió una isla verde. A orillas de una estrecha carretera más retorcida que la mente de alguno, un camino de tierra entre chopos, abedules, cipreses y plátanos invitaba a adentrarse. Vista aérea de la Ermita del Cristo de Rivas. Imagen gentileza de www.rivasnet.com A la salida del túnel arbóreo una soleada plaza convertida en aparcamiento acogía a los fieles que acudían a una ermita colgada de los cantiles del Río Jarama, conocida entre los vecinos y devotos como "El Cristo de Rivas". Soy vecino de esta localidad desde hace unos quince años y jamás hasta ahora se me había ocurrido atravesar ese umbral. Ni mi dulce compañera ni yo somos devotos de ningún santo pero gustamos del disfrute de los lugares bellos y esta pequeña ermita invitaba al paseo y al recogimiento. Sin embargo, nuestro propósito de esa mañana no era otro que soltar las melenas al viento (aunque hace años que las mías se las llevó un vendaval y no han vuelto), por lo que subimos de nuevo a Mi Vespa y continuamos la ruta incierta. Y digo "incierta" no porque no fuese una ruta real o verdadera sino porque desconocíamos por donde discurrirían los próximos kilómetros.
Cuando nos aproximábamos a Mejorada del Campo observé una cúpula azul que destacaba por encima del resto de edificios y recordé que aún no había visitado la Catedral que D. Justo Gallego está construyendo con sus propias manos desde hace decenas de años. Se lo comenté a mi compañera de viaje y no lo dudamos un segundo. Describir con palabras la impresión que nos causó esta visita requeriría, al menos, un espacio similar al que tengo previsto para esta crónica. Sólo decir que, aunqAcceso principal a la Catedral de Justo. Foto: Sertorioue no soy creyente, entre esas torres de ladrillo reciclado, junto a esos pilares de cemento moldeado con viejos cubos, bajo esas cúpulas de hierros recuperados encontré más la mano de Dios que en las muchas lujosas catedrales repletas de mármol y oro que he tenido ocasión de visitar por medio mundo. Es sobrecogedor y recomiendo a todos que acudan a contemplar como con fe y voluntad se pueden lograr cualquier cosa que uno se proponga. Quizá puedan sonar a sermón estas palabras pero es lo menos que se me ocurre después de ver la fantástica obra de Justo.
Sin palabras salimos del templo y para volver a este mundo compramos tomates de huerta a un vendedor ambulante que paraba frente a la Catedral. Sus productos tenían tan buen aspecto y un precio tan de otro tiempo que hubiese traído medio puesto pero una de las limitaciones de viajar en moto es el espacio y aún nos quedaban algunos pueblos por visitar.
La siguiente parada no quedaba lejos. A orillas del río Jarama, tras las extracciones de grava se han formado unas lagunas que, al finalizar la explotación, se han recuperado para disfrute de paseantes y aves de paso. No podía ser viajar con una sirena y no enseñarle un humedal, así que nos adentramos con Mi Vespa entre caminos de servicio para disfrutar de cerca ese paisaje. No era la primera vez que practicaba el Vespa-cross pero mi amiga se impresionó levemente ante los botes. "¿No sufrirá la moto?", preguntó preocupada. Muy seguro de mi afirmación le dije que "de ninguna manera" aunque, claro, siempre queda la duda... el caso es que de un camino grande nos desviamos a otro más chiquito y de este a unas roderas a las que se asomaban los ramos de maleza que golpeaban el carenado de la moto y nuestras piernas según avanzábamos. En vez de molestarnos, eso no hacía más que aumentar la belleza de la excursión.
Como ella se encargaba de repetir incansable, los colores parecían inigualables. El verde, reverde, el pardo, repardo, los rojos, intensos, el azul del cielo, mágico y el plateado del agua como una dulce melodía.
Llenos de color y aire fresco reemprendimos la marcha rumbo al País de las Aceitunas eligiendo, como es lógico, el camino más largo y retorcido que encontramos: una pequeña carretera sin coches que ascendía entre chaparros y olivos bajo un cielo poblado de cigüeñas y cernícalos. Allí Mi Vespa se sentía como gorrión en trigal. Entramos en Campo Real por la puerta trasera, como aquel que dice, lo que resultó un placer porque nos permitió circular entre las estrechas calles encaladas y disfrutar de la tranquilidad de sus rincones y de la amabilidad de sus gentes. Íbamos en moto, sí, pero procurando acelerar lo menos posible para que el ruido del motor no perturbase la paz del pueblo. También podía haber tomado la variante pero eso hubiera supuesto llegar a la otra punta en un pis pás y, como queda dicho en varias ocasiones, si algo nos faltaba era prisa.
Ir a Campo Real y no comprar aceitunas es como ir al cine con los ojos cerrados, puedes escuchar los diálogos pero no ves la cara de la protagonista. Como yo me pongo las gafas de ver mejor cada vez que me disopngo a ver una película, paré justo a la puerta de uno de mis almacenes favoritos cuyo nombre no diré aquí no porque no quiera hacer publicidad sino porque es el típico lugar al que sabes llegar de sobra pero eres incapaz de dar señas de él. Seguro que a ti también te pasa con más de un sitio. (Mira, está casi a la entrada del pueblo, en una calle que baja a la izquierda, en la misma acera que donde venden el queso, también muy bueno, por cierto).
El caso es que bajamos a comprar aceitunas. Nada más entrar y oler el almacén te dan ganas de comprar tres kilos de cada uno de los veinte tipos diferentes que venden. Claro, en Mi Vespa no caben sesenta kilos de aceitunas así que tocaba elegir. Es una tentación pedir a la amable mujer que vende que te de a probar de todas y, muy posiblemente accediera con agrado pero nos pareció abusar, así que confiamos la elección a la vista.
La experiencia me ha enseñado que, en la mayoría de las ocasiones, la pieza más pequeña e irregular suele ser la más sabrosa... estoy hablando de comida, así que nos fuimos derechos a una aceituna pequeñita y con forma de bellota deforme pero de un color verde intenso y que se bañaba en una espuerta de hinojo, orégano y romero. La probamos y... ¡qué delicia! "Es la mejor que tenemos", nos confirmó la señora. "Como este año ha llovido tan poco no queríamos recogerla porque es mayor el trabajo que el beneficio pero la gente nos la demanda mucho". No conseguimos entender si la variedad se llama Cuernicabra, Comecabra o cualquier otra cosa que termine en "cabra", como "abracadabra". Además, he tratado de documentarme para informar en esta misma nota y no he encontrado ninguna referencia por lo que pocos más datos puedo dar de esta exquisita oliva; no sé si se trata de un localismo, de un error de pronunciación de la vendedora o un fallo de entendederas nuestro, el caso es que nos cargamos con tres kilos de las aceitunas de la cabra que añadimos al cofre de Mi Vespa junto a los tomates de Mejorada. (Según escribo esto se me está haciendo la boca agua recordando el sabor del fruto y ahora mismo interrumpo la narración para tomarme unas pocas).
Efectivamente esta es una de las ventajas de marchar de excursión por pueblos agrícolas: que puedes volver a casa con la compra de la semana pero habiéndolo pasado mucho mejor que en híper mercado. Y, como no sólo de aceitunas vive Campo Real, nos acercamos a una casa en cuyo zaguán habíamos visto al pasar con la moto más calabazas que en el Undostrés. Nada más acercarnos, una señora de unos setenta años empezó a charlar con nosotros como si nos conociera de siempre y nos contó que quien vendía las calabazas era su sobrino, así que buscamos al sobrino. Según cruzamos la puerta encontramos al sobrino cortando unas rodajitas de chorizo para ofrecernos junto con dos porrones de vino tinto y blanco, para que entrase bien el embutido. Además del aperitivo nos regaló un surtido de recetas para emplear alguna de las muchas calabazas que reposaban al sol del portal. Las había de todos los tamaños y colores y, como con las aceitunas, ganas daban de comprar todas. Una de ellas, la más grande, me la imaginé sentada en el sillín de la moto protegida por un casco que llevaba de sobra. Pura fantasía, por supuesto, pues era tan gorda que no le hubiese servido ni el cascarón de Calimero, por lo que elegimos una normalita para preparar una crema.
La echamos al baúl de la moto junto a los tomates y las aceitunas y nos preparamos para regresar a casa pues se aproximaba la hora de la comida y no queríamos que todas las ilusiones del día se desvaneciesen como en el cuento. Bastantes calabazas teníamos ya como para que Mi Vespa se convirtiese en otra más.
Cuando nos preparábamos para volver, el broche del casco de mi compañera de viaje se atascó. Me acerqué a ella para ayudarla a abrochárselo y pude comprobar que su mirada camaleónica se había vuelto del mismo color que los olivos que nos rodeaban. Durante un instante me quedé paralizado hasta que ella me preguntó algo que me devolvió a la situación real.
Ya de vuelta, descendiendo por la ondulada carretera que conduce hasta Arganda veía las suaves colinas cubiertas de olivos pero entonces ya no pensaba en las aceitunas sino en esa mirada tan arraigada como las raíces de los árboles y tan deliciosa como su fruto.

miércoles, noviembre 02, 2005

Velocidad

Que la sensación de velocidad no es lo mismo que la propia velocidad lo sé desde que conduje durante muchos años mi querido 2CV. ¿Acaso no os ha rechistado vuestra madre por ir muy deprisa en un coche que se caía a trozos aunque la aguja no pasara de los cien kilómetros a la hora y se duerme plácida cuando tenéis la suerte de llevarla en una berlina moderna superando con creces todos los límites legales?
Si me importase la velocidad en vez de una Vespa (por muy moderna que sea) me habría comprado una deportiva o alguno de los muchos scooteres que se encuentran ahora en el mercado y que sobrepasan en prestaciones a mi máquina. Sin embargo no puedo negar que me apasiona la sensación de velocidad. Quienes hayan montado conmigo en coche pueden dar fe de esta afirmación.
Sin embargo, cuando voy en Mi Vespa es diferente. Me encanta que parezca que corre marque lo que marque el contador. Hay días que parece un velero empujado por el viento de popa y se desliza sobre el asfalto como si navegase sobre las olas. Entonces olvido todas las circunstancias y sólo pienso en disfrutar del aire en la cara, del asfalto y de su trazado. Es fantástico, lo aseguro.
A veces sucede cuando termina la jornada laboral. Como si todas las tensiones acumuladas llenasen el depósito de combustible de Mi Vespa, os juro que da la impresión de correr más deprisa que cuando me dirijo hacia el trabajo. Y así, kilómetro tras kilómetro, los problemas laborales se van consumiendo hasta quedar en nada en el preciso instante que aparco.
Es verdad que giro el puño del acelerador a tope, es verdad que quiero correr pero nunca tengo la sensación de que la moto "no tira" sino al contrario. Aunque me adelanten las cebeerres.
También hay que tener en cuenta que ni las ruedas, ni los frenos ni la estabilidad de mi escúter se pueden comparar con los de las motos grandes. O sea, que para mí tomar una curva a ochenta puede suponer un reto similar a tomarla a ciento veinte con un bicho potente. Y que yo no soy un súper piloto, no lo olvidemos. Eso me obliga a ir plenamente concentrado en cada movimiento y creyéndome que circulo por un circuito compitiendo con el mismísimo Rossi. Total, que entre unas cosas y otras, hay días en que voy disfrutando cada metro de asfalto como si fuera un niño con juguete nuevo y así de feliz me siento.
Otros días, por el contrario, cuando una pena me abate o algo pesado me marea la cabeza, instintivamente reduzco la velocidad y me paseo por las calles de la ciudad como si mi falta de energía repercutiese en el funcionamiento de la moto, sin prisa alguna, paseando sobre ruedas como si caminase. Y, milagrosamente, en este caso la poca aceleración consigue el mismo efecto que la mucha: con el aire se disipan los pesares, las preocupaciones, los duelos y los quebrantos.
Quien monte habitualmente en moto, escúter, bicicleta o patinete seguro que se ha sentido identificado con alguna de estas afirmaciones porque al fin y al cabo da lo mismo la velocidad que alcancen, lo importante son las sensaciones.