40.975 km
Madrid, una concurrida plaza céntrica. Verano. 00:30 h. Abro el cofre, me pongo el casco, la cazadora, los guantes. Arranco Mi Vespa. Culebreo entre las calles buscando la salida. Un taxi se detiene. Un semáforo se cierra. Dos bellas cruzan de improviso, me obligan a frenar, se asustan, bromeo, sonríen. Esquivo al camión de la basura. Coches con ventanillas abiertas, descapotables. Escucho su música. Gente sale de los bares. Semáforo abierto. Semáforo abierto. Semáforo cerrado. Una moto deportiva a mi lado, su piloto mira de reojo y gira el puño, luz verde, él se queda atrás. Túnel despejado. Horizonte de asfalto. Noche negra. Autopista. Noche fresca. Acelero. La aguja del velocímetro sube. Acelero. Velocidad máxima. Sigo girando el puño. Horizonte de línea discontínua. Curvas perfectas. Velocidad máxima. Vía de servicio. Velocidad máxima. Curva contra curva. Velocidad máxima. Próxima salida. Me inclino sin dejar de girar el puño. Túnel. Freno. Avenida. Badenes. Freno. Semáforo cerrado. Semáforo abierto. Asfalto roto. Giro a la derecha. Giro a la derecha. Mi calle. Sitio libre. Aparco. Corto la corriente. Giro la llave.
00:40 h. Solitaria y silenciosa calle del extrarradio. Corre el aire fresco.
Desde una Vespa el mundo se ve distinto. Ahora que recorro la vida sobre una, quiero contarlo.
jueves, junio 29, 2006
jueves, junio 15, 2006
La tromba
40.400 km
Mi cazadora de cuero no es impermeable. Al menos no aguanta media hora bajo la intensa lluvia de una tormenta de verano, la media hora más larga que recuerdo sobre Mi Vespa. Tampoco los guantes de verano (aunque eso ya lo imaginaba), pues los dedos han llegado como quedan los garbanzos cuando los dejo en remojo la noche antes de preparar el cocido.
Ya llovía cuando salí de casa; en realidad ya llovía cuando me desperté y las gotas repiqueteaban contra los cristales como los tambores de Calanda pero confié en los rigores veraniegos y pensé que la nube se marcharía tan rápido como mi sueldo. Aún así se me ocurrió ponerme la chaqueta de invierno, totalmente impermeable, pero al abrir el armario me dio calor verla tan gruesa y pereza sacarla de su funda y tan gruesa. Cuatro gotas, no puede caer más, volví a pensar ingenuo. Al llegar a la calle y ver cómo el cielo pasaba de castaño a oscuro miré mis guantes y dudé si volver a por los de invierno pero repetí el pensamiento que tuve respecto a la chaqueta y me atreví con los frescos veraniegos. El grifo del cielo seguía abierto y el chubasquero para las piernas viaja siempre bajo el asiento de Mi Vespa; menos mal que ni por un momento dudé ponérmelos.
Nada más arrancar ya suspuse que no tendría un buen viaje. Decir que llovía no describe con fidelidad la realidad. Decir que llovía mucho aún queda lejos. Podría probar con "llovía torrencialmente", "diluviaba", "caían chuzos de punta" o cualquier otra similar pero la sensación que tuve es que el fontanero del cielo quería llenar todos los pantanos de la península en un par de horas. De hecho, lo consiguió con todos los vados, baches, hondonadas, ramblas, hundimientos, socavones, zanjas, roderas, desniveles, agujeros y depresiones (que no son pocos) que hay en la Comunidad de Madrid.
Al llegar al primer cruce comprobé como la distancia de frenado aumentaba peligrosamente (Menos mal que no iba muy deprisa). En la primera rotonda, ya convertida en Aquópolis, la moto comenzó a dudar de su punto de equilibrio y antes de salir a la autopista la visera del casco ya parecía el espejo de una sauna.
Reducir la velocidad, primera norma, sin duda. Después, multiplicar la atención, dividir las frenadas, sumar precaución... todo eso lo sé pero no resultaba fácil la aplicación de la fórmula si me faltaba uno de los elementos clave: la visibilidad. Cuanto más avanzaba, menos veía. Por más que limpiara el casco constantemente la intensa lluvia volvía a oscurecerlo. Si levantaba la visera resultaba peor porque el agua se metía en los ojos.
¡Ah!, y el tráfico. ¿No había dicho que la autopista se encontraba prácticamente colapsada? Bueno, podías haberlo supuesto ¿no? O sea, que el reto no consistía sólo en batallar contra el temporal sino contra los coches, nerviosos por la suma de agua y retención. Sí, tengo que confesar que pasé miedo en varios momentos, por ejemplo cuando, con unos segundos de anticipación (debido a la escasísima visibilidad) descubrí ante mí una profunda piscina ¡en medio de la autopista! Pude esquivarla a tiempo y sin demasiada brusquedad pero ya me veía yo buceando con moto y todo.
Creo que nunca antes había tenido tantas ganas de llegar al trabajo. ¡Qué alegría al descubrir la calle de la empresa! ¡Qué alegría al aparcar la moto y comprobar que todos mis huesos se encontraban en su lugar preciso! ¡Qué fastidio al darme cuenta que los mismos huesos ubicados en su posición correcta chorreaban agua hasta por la médula!
Subí a mi puesto tal cual, sin quitarme ni el casco, como si fuese un buceador de esos antiguos de la escafandra y chorreando igual que si el Nautilus tuviese goteras. Tan empapado me encontraba que la operación de despoje de prendas tuve que efectuarla despacio y con meticulosidad, procurando no empapar cuanto había a mi alrededor y, aún así, no pude evitar dejar un charquito en el suelo. Lo peor, sin embargo, se encontraba bajo el caparazón pues la camiseta parecía que acababa de salir de la lavadora con el centrifugado estropeado. Por suerte, en el departamento de al lado tienen camisetas promocionales y pudieron prestarme una nueva que, aunque cuatro tallas más que la mía, me sentó de maravilla.
Ni el calor que irradia el monitor ni la temperatura de la oficina lograron secar las prendas que aún por la noche continuaban húmedas. Quizá por eso, cuando a la noche decidí salir a celebrar el jueves, miré al cielo y lo vi más negro que el futuro de una mariposa, dejé Mi Vespa bien aparcadita frente a casa. Y es que no valgo pá ná...
Mi cazadora de cuero no es impermeable. Al menos no aguanta media hora bajo la intensa lluvia de una tormenta de verano, la media hora más larga que recuerdo sobre Mi Vespa. Tampoco los guantes de verano (aunque eso ya lo imaginaba), pues los dedos han llegado como quedan los garbanzos cuando los dejo en remojo la noche antes de preparar el cocido.
Ya llovía cuando salí de casa; en realidad ya llovía cuando me desperté y las gotas repiqueteaban contra los cristales como los tambores de Calanda pero confié en los rigores veraniegos y pensé que la nube se marcharía tan rápido como mi sueldo. Aún así se me ocurrió ponerme la chaqueta de invierno, totalmente impermeable, pero al abrir el armario me dio calor verla tan gruesa y pereza sacarla de su funda y tan gruesa. Cuatro gotas, no puede caer más, volví a pensar ingenuo. Al llegar a la calle y ver cómo el cielo pasaba de castaño a oscuro miré mis guantes y dudé si volver a por los de invierno pero repetí el pensamiento que tuve respecto a la chaqueta y me atreví con los frescos veraniegos. El grifo del cielo seguía abierto y el chubasquero para las piernas viaja siempre bajo el asiento de Mi Vespa; menos mal que ni por un momento dudé ponérmelos.
Nada más arrancar ya suspuse que no tendría un buen viaje. Decir que llovía no describe con fidelidad la realidad. Decir que llovía mucho aún queda lejos. Podría probar con "llovía torrencialmente", "diluviaba", "caían chuzos de punta" o cualquier otra similar pero la sensación que tuve es que el fontanero del cielo quería llenar todos los pantanos de la península en un par de horas. De hecho, lo consiguió con todos los vados, baches, hondonadas, ramblas, hundimientos, socavones, zanjas, roderas, desniveles, agujeros y depresiones (que no son pocos) que hay en la Comunidad de Madrid.
Al llegar al primer cruce comprobé como la distancia de frenado aumentaba peligrosamente (Menos mal que no iba muy deprisa). En la primera rotonda, ya convertida en Aquópolis, la moto comenzó a dudar de su punto de equilibrio y antes de salir a la autopista la visera del casco ya parecía el espejo de una sauna.
Reducir la velocidad, primera norma, sin duda. Después, multiplicar la atención, dividir las frenadas, sumar precaución... todo eso lo sé pero no resultaba fácil la aplicación de la fórmula si me faltaba uno de los elementos clave: la visibilidad. Cuanto más avanzaba, menos veía. Por más que limpiara el casco constantemente la intensa lluvia volvía a oscurecerlo. Si levantaba la visera resultaba peor porque el agua se metía en los ojos.
¡Ah!, y el tráfico. ¿No había dicho que la autopista se encontraba prácticamente colapsada? Bueno, podías haberlo supuesto ¿no? O sea, que el reto no consistía sólo en batallar contra el temporal sino contra los coches, nerviosos por la suma de agua y retención. Sí, tengo que confesar que pasé miedo en varios momentos, por ejemplo cuando, con unos segundos de anticipación (debido a la escasísima visibilidad) descubrí ante mí una profunda piscina ¡en medio de la autopista! Pude esquivarla a tiempo y sin demasiada brusquedad pero ya me veía yo buceando con moto y todo.
Creo que nunca antes había tenido tantas ganas de llegar al trabajo. ¡Qué alegría al descubrir la calle de la empresa! ¡Qué alegría al aparcar la moto y comprobar que todos mis huesos se encontraban en su lugar preciso! ¡Qué fastidio al darme cuenta que los mismos huesos ubicados en su posición correcta chorreaban agua hasta por la médula!
Subí a mi puesto tal cual, sin quitarme ni el casco, como si fuese un buceador de esos antiguos de la escafandra y chorreando igual que si el Nautilus tuviese goteras. Tan empapado me encontraba que la operación de despoje de prendas tuve que efectuarla despacio y con meticulosidad, procurando no empapar cuanto había a mi alrededor y, aún así, no pude evitar dejar un charquito en el suelo. Lo peor, sin embargo, se encontraba bajo el caparazón pues la camiseta parecía que acababa de salir de la lavadora con el centrifugado estropeado. Por suerte, en el departamento de al lado tienen camisetas promocionales y pudieron prestarme una nueva que, aunque cuatro tallas más que la mía, me sentó de maravilla.
Ni el calor que irradia el monitor ni la temperatura de la oficina lograron secar las prendas que aún por la noche continuaban húmedas. Quizá por eso, cuando a la noche decidí salir a celebrar el jueves, miré al cielo y lo vi más negro que el futuro de una mariposa, dejé Mi Vespa bien aparcadita frente a casa. Y es que no valgo pá ná...
viernes, junio 09, 2006
Atascada, cornuda y cuarentona
40.115 km
Hace tiempo que debería haber escrito esta crónica. Hace, al menos mil kilómetros que debería haber escrito esta crónica. Tanta distancia hemos recorrido desde aquel histórico atasco que hoy se me acumulan las anécdotas y me traiciona la memoria hasta tal punto que me veo en la obligación de fundirlas bajo este título que, aunque nada tiene que ver me recuerda a aquel de sexo, mentiras y cintas de vídeo. (porque, a pesar de la infidelidad no hubo sexo, mentiras hace tiempo que no cuento y en vez de cintas de vídeo guardo copia escrita en esta misma página de todo lo sucedido).
Todo empezó un lunes en el que viví el mayor atasco de la historia. Al menos de mi historia motociclista. Incluso a bordo de MiVespa el tiempo empleado en el recorrido que me lleva al trabajo se multiplicó por cuatro. Es decir, que si habitualmente tardo unos quince o veinte minutos en llegar, ese lunes maldito tardé más de una hora. Y aún así me sentí afortunado porque los enlatados más atrevidos (los que no se volvieron a su casa tras la primera hora de permanecer parados) llegaron a emplear cuatro horas en alcanzar su destino. De esta anécdota hubiera obtenido mucho jugo si la hubiese contado nada más llegar pero no podía perder más tiempo y olvidé la escritura por lo que ahora se ve relegada a ser un párrafo más dentro de una historia compartida.
Esa misma semana parecía que los astros se habían conjurado contra la capital porque cada día de la semana se produjo un accidente en alguna de las arterias principales de la ciudad y todas las mañanas se repitieron los atascos aunque, es verdad, nunca como el del lunes.
Mi amiga no los sufre porque vive en pleno centro y acude a todos los lugares andando o en metro (o en el asiento trasero de MiVespa) sin embargo, no sé si desde que ha probado mi moto o el deseo subyacía antes, se ha dado cuenta de todo el tiempo que se ahorra recorriendo la ciudad en un scooter y lleva varios meses dando vueltas a la idea de comprarse el suyo propio (por mucho que le guste compartir Vespa) y le había echado el ojo a un modelo precioso. Las cosas como son, se me presentó la oportunidad de conseguir una unidad similar a la que ella deseaba comprarse por lo que aparqué MiVespa y me cogí a su prima (para los del otro lado del océano, vale el doble sentido de la palabra, así tiene más gracia). No diré su nombre para no herir sensibilidades pero ya desde el primer momento notaba yo que no me veía a gusto. Que aquella no era mi compañera habitual y que no se comportaba tan bien como yo estaba acostumbrado. En realidad yo no deseaba serle infiel sino que lo hacía porque mi amiga la conociera pero me pasé toda la tarde montándola y no me gustó. Respiré aliviado cuando la aparqué donde la había tomado y volví a subirme a Mi Vespa. Mi amiga estuvo de acuerdo conmigo y dijo que como en el asiento trasero de MiVespa no se va en ningún otro lugar por lo que aplazó la fecha de su compra hasta mejor momento.
Sin embargo, yo parecía no escarmentar y me marché de vacaciones a una isla. El primer deseo nada más aterrizar fue alquilar una moto pero no había vespas y tuve que conformarme con lo que me ofrecieron. ¿No quieres un coche? me insistían y yo, terco como una mula: no, no; quiero una moto; todos los días me muevo en moto y creo que en la isla es la mejor opción. Al día siguiente estaba pidiendo que me la cambiaran por un coche. Sin duda, aquel cientoveinticinco con marchas que me vendían como una moto resistente y capaz no le llegaba a MiVespa ni a la altura de las llantas; me arrepentí de haberle sido infiel (dos veces en quince días) y eché mucho de menos a mi máquina querida.
De regreso a la península la encontré cubierta de polvo, incluso algo triste. No la oculté mis deslices pero arrancó a la primera. Entonces me di cuenta de un detalle que delataba su contador: estaba a punto de cumplir los cuarenta.
Me emocioné y pensé celebrar alguna fiesta pero el día a día me engulló y llegado el momento, ni siquiera pude fotografiar el cuenta kilómetros. Ahora MiVespa pasa de los cuarenta mil kilómetros. Me dicen que pocos escúteres alcanzan semejante kilometraje pero MiVespa está como el primer día, por no decir mucho mejor. Aunque padece algún achaque típico de la edad, derrocha salud y alegría y la reparte entre los que estamos cerca. Algunos me dicen que si pensara venderla lo tendría difícil con semejante experiencia. Sin embargo yo creo que está en su mejor momento y que va a seguir dando que hablar, al menos, durante otros cuarenta mil.
Muchas felicidades, MiVespa.
Hace tiempo que debería haber escrito esta crónica. Hace, al menos mil kilómetros que debería haber escrito esta crónica. Tanta distancia hemos recorrido desde aquel histórico atasco que hoy se me acumulan las anécdotas y me traiciona la memoria hasta tal punto que me veo en la obligación de fundirlas bajo este título que, aunque nada tiene que ver me recuerda a aquel de sexo, mentiras y cintas de vídeo. (porque, a pesar de la infidelidad no hubo sexo, mentiras hace tiempo que no cuento y en vez de cintas de vídeo guardo copia escrita en esta misma página de todo lo sucedido).
Todo empezó un lunes en el que viví el mayor atasco de la historia. Al menos de mi historia motociclista. Incluso a bordo de MiVespa el tiempo empleado en el recorrido que me lleva al trabajo se multiplicó por cuatro. Es decir, que si habitualmente tardo unos quince o veinte minutos en llegar, ese lunes maldito tardé más de una hora. Y aún así me sentí afortunado porque los enlatados más atrevidos (los que no se volvieron a su casa tras la primera hora de permanecer parados) llegaron a emplear cuatro horas en alcanzar su destino. De esta anécdota hubiera obtenido mucho jugo si la hubiese contado nada más llegar pero no podía perder más tiempo y olvidé la escritura por lo que ahora se ve relegada a ser un párrafo más dentro de una historia compartida.
Esa misma semana parecía que los astros se habían conjurado contra la capital porque cada día de la semana se produjo un accidente en alguna de las arterias principales de la ciudad y todas las mañanas se repitieron los atascos aunque, es verdad, nunca como el del lunes.
Mi amiga no los sufre porque vive en pleno centro y acude a todos los lugares andando o en metro (o en el asiento trasero de MiVespa) sin embargo, no sé si desde que ha probado mi moto o el deseo subyacía antes, se ha dado cuenta de todo el tiempo que se ahorra recorriendo la ciudad en un scooter y lleva varios meses dando vueltas a la idea de comprarse el suyo propio (por mucho que le guste compartir Vespa) y le había echado el ojo a un modelo precioso. Las cosas como son, se me presentó la oportunidad de conseguir una unidad similar a la que ella deseaba comprarse por lo que aparqué MiVespa y me cogí a su prima (para los del otro lado del océano, vale el doble sentido de la palabra, así tiene más gracia). No diré su nombre para no herir sensibilidades pero ya desde el primer momento notaba yo que no me veía a gusto. Que aquella no era mi compañera habitual y que no se comportaba tan bien como yo estaba acostumbrado. En realidad yo no deseaba serle infiel sino que lo hacía porque mi amiga la conociera pero me pasé toda la tarde montándola y no me gustó. Respiré aliviado cuando la aparqué donde la había tomado y volví a subirme a Mi Vespa. Mi amiga estuvo de acuerdo conmigo y dijo que como en el asiento trasero de MiVespa no se va en ningún otro lugar por lo que aplazó la fecha de su compra hasta mejor momento.
Sin embargo, yo parecía no escarmentar y me marché de vacaciones a una isla. El primer deseo nada más aterrizar fue alquilar una moto pero no había vespas y tuve que conformarme con lo que me ofrecieron. ¿No quieres un coche? me insistían y yo, terco como una mula: no, no; quiero una moto; todos los días me muevo en moto y creo que en la isla es la mejor opción. Al día siguiente estaba pidiendo que me la cambiaran por un coche. Sin duda, aquel cientoveinticinco con marchas que me vendían como una moto resistente y capaz no le llegaba a MiVespa ni a la altura de las llantas; me arrepentí de haberle sido infiel (dos veces en quince días) y eché mucho de menos a mi máquina querida.
De regreso a la península la encontré cubierta de polvo, incluso algo triste. No la oculté mis deslices pero arrancó a la primera. Entonces me di cuenta de un detalle que delataba su contador: estaba a punto de cumplir los cuarenta.
Me emocioné y pensé celebrar alguna fiesta pero el día a día me engulló y llegado el momento, ni siquiera pude fotografiar el cuenta kilómetros. Ahora MiVespa pasa de los cuarenta mil kilómetros. Me dicen que pocos escúteres alcanzan semejante kilometraje pero MiVespa está como el primer día, por no decir mucho mejor. Aunque padece algún achaque típico de la edad, derrocha salud y alegría y la reparte entre los que estamos cerca. Algunos me dicen que si pensara venderla lo tendría difícil con semejante experiencia. Sin embargo yo creo que está en su mejor momento y que va a seguir dando que hablar, al menos, durante otros cuarenta mil.
Muchas felicidades, MiVespa.
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