El otro día fui a comer en Mi Vespa a uno de mis restaurantes favoritos, en pleno paseo marítimo del barrio de Lavapiés. La dejé aparcada en la puerta y entré. Como aún no se han marchado las buenas temperaturas veraniegas y allí no son partidarios del aire acondicionado, tenían las puertas abiertas. Aunque no lo hice a propósito, desde el asiento podía vigilar la moto. Iba por el segundo plato cuando veo que un señor, entre sesenta y setenta años, que pasaba por la acera de repente, se detiene al ver Mi Vespa. Primero la mira de arriba abajo, por dentro, por fuera, el manillar, las ruedas, el asiento, los puños, los frenos, el cuentakilómetros, se agacha para mirarle los bajos (menos mal que le había puesto ropa interior limpia...) y se marcha. Pero, al cabo de unos segundos vuelve, parece ser que le quedaba algo por comprobar. Entonces empieza a tocarla, pero con mucha delicadeza, como comprobando que todo funciona perfectamente. Me dieron ganas de salir y preguntarle qué le llamaba tanto la atención pero no estaba comiendo solo y, como decía, mi plato iba por la mitad. Tampoco me pareció necesario salir ya que, si lo hacía, sería con la intención de charlar sobre el fantástico mundo de las vespas... El caso es que, cuando el señor se cansó de mirar y tocar Mi Vespa se marchó. Tengo que reconocerlo, me sentí orgulloso de ella y de la admiración que despertó.
Todo lo contrario de lo que me ha pasado hoy que me he sentido pequeñito, pequeñito conduciendo un aparato tan moderno, tan sofisticado... Circulaba entre los habituales coches por una avenida cuando me acerco a Una Vespa que, desde atrás ya me llama la atención por la inusual anchura, también por el color, un verde after eight. Al llegar a su altura observo la matrícula: M-38XXXXX (cámbiense las "X" por números). Un cálculo rápido me indica que el vehículo en cuestión tiene más de cuarenta años. Reduzco mi velocidad para observarla con más detenimiento pero el tráfico me obliga a adelantarla. La pilotaba un señor, de entre sesenta y setenta años, barba larga y cana, vestido con un mono de trabajo y cubierto por un casco de la edad de la moto, más o menos. En la parte trasera, una mujer más joven pero rolliza, desparramaba sus carnes a ambos lados del asiento. Mientras la adelanto, a la menor velocidad que los coches me permiten, no disimulo mi admiración y la miro descaradamente (a la moto, no a la mujer) y, en señal de admiración, levanto el pulgar al orgulloso propietario del vehículo.
La suerte nos hizo coincidir en el siguiente semáforo y me puse a charlar con él. Efectivamente, la moto era del sesenta, quizá la compró con gran esfuerzo económico y, desde entonces, se ha preocupado de cuidarla y mimarla para que pudiera llegar hasta el día de hoy luciendo un aspecto tan envidiable.
Mientras hablábamos, procuré fijarme en todos los detalles que los minutos del semáforo cerrado me permitieron. Entonces, viendo cómo pisaba el freno trasero situado en la plataforma y comprobando cómo apretaba el embrague para cambiar con el puño izquierdo, a bordo de Mi Vespa, cargada con todos los adelantos de la técnica, sentí envidia de aquel viejo piloto sobre su vieja y bella máquina.
1 comentario:
Esos viejos aparatos tienen un sabor y un encanto especial.
Pero no temas, vas mucho mas comodo en tu vespa moderna, y no saltando de taller en taller.
Saludos.
J.
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