viernes, agosto 06, 2004

El plato

Amigos lectores, suerte tenéis que no me he pasado la tarde tomando apuntes en el bloc y que mi memoria es traicionera porque de lo contrario no haríais otra cosa en el día que leer esta nota (o abandonarla a la tercera línea). Tampoco es cuestión de que os echen de los trabajos ni que el contrario os mire raro porque no acudís a la cama, así que intentaré abreviar (aunque me temo que no lo conseguiré, avisados estáis).
Todo empezó por la mañana, como casi siempre. Salí de casa con un plan —aunque soy persona de pocos cálculos— sencillo: ir a la piscina cuando terminase mi jornada laboral y tumbarme al sol a leer y dormir hasta una hora prudencial para después salir con alguien a tomar un par de cañas.
Esta idea implica tomar una bolsa de deportes con una toalla, bañador, zapatillas, gafas, bolsa de aseo y libro que ocupa, aproximadamente, la cuarta parte del espacio disponible de Mi Vespa. El resto del espacio lo ocupa el casco de acompañante, la cazadora de motero, un maletín-bolsa con papeles y libros, el antirrobo y, si la moto está parada, mi propio casco integral. La guantera, por motivos que quizá cuente en otra nota, no abre o sea, como si no existiera.
El caso es que me siento en mi puesto de trabajo y, al abrir el correo electrónico, encuentro una invitación de una amiga muy simpática que me propone comer juntos. ¿No decía yo que no me gusta planificar? Por esto precisamente, porque los planes se hacen para romperlos y, en este preciso instante, decido cambiar mi plan piscinero (con bocata cutre incluido) por una agradable comida en compañía.
Nada más salir de la oficina recibo una llamada de mi amiga diciendo que el restaurante en que habíamos quedado está sufriendo una reforma que ya quisieran para sí muchos gobiernos y que, por lo tanto, está cerrado. Me pongo nervioso, me pongo el casco y arranco Mi Vespa, me pongo a salir escopetado cuando oigo un crotocroc y la rueda delantera de la moto que se clava en el suelo más que al madero un cristo. Hora punta de salida del trabajo y todos los compañeros, sus amigos y algún que otro vecino que por allí pasaba, testigos. Uno me hace señas indicando a la rueda delantera. Ya. Mieeerrrrdaaaa. El candado. Con las prisas olvidé quitarlo. Mi cara del color de mis camisas favoritas. Ha quedado tan atrapado entre la rueda y el disco de freno que me las veo y deseo para desatrancarlo. Repaso visual de daños y compruebo con alivio que sólo ha sufrido mi orgullo y el protector de plástico del antirrobo. Bien.
Reemprendo la marcha rumbo al lugar acordado y encuentro a M esperándome. Aparco en una bella plaza peatonal y buscamos donde comer.
De lo sucedido en el restaurante debiera ocuparse un blog gastronómico (y tendría tema). De lo sucedido en el café debería ocuparse un blog sentimental (y tendría tema). Pero lo nuestro aquí es hablar de aventuras motoristas. Y la siguiente anécdota de la tarde, cuando apenas han pasado un par de horas de la primera, es que cuando llego al lugar donde dejé Mi Vespa, encuentro una monumental cagada de paloma cubriendo casi por completo el vehículo. ¿Qué exagero? Bueno, sí, puede, pero os aseguro que las partes afectadas no eran moco de pavo (comparación desacertada..., claro, eran cagada de paloma): el manillar y el asiento.
Busco en todos los compartimentos de Mi Vespa y no hallo pañuelos, miro alrededor y no hay nada que pueda servirme. Aunque no soy muy escrupuloso, tampoco me decido a hacer de tripas corazón y lanzarme así al asfalto, por lo que sigo pensando y recuerdo la toalla de la piscina. Utilizando una esquinita del trapo dejo la máquina lista para su uso. Me calzo el casco abierto y me dispongo a recorrer la ciudad.
Porque, tengo que recordar, que vivo en una localidad fuera de Madrid y, claro, como un pueblerino más, cuando vengo a la capital, tengo que aprovechar para hacer todos los mandados posibles.
El primero de estos es acudir a esa tienda de discos a la que me tengo prohibido ir más de una vez al mes porque siempre, caigo en la tentación y me llevo, mínimo, dos. Esta vez hay suerte y sólo encuentro uno que me ayuda a completar mi colección de los Beatles: Help! ¿Sería sintomático del resto de la tarde? Lo digo porque precisamente ayuda es lo que necesitaría en las próximas horas.
Bueno, un disco ocupa poco. Y una camiseta de marinero a la que no pude resistirme, también. Peor es cuando recuerdo que necesito una funda para uno de mis tambores. Porque, para quien no lo sepa aún, tengo que recordar que toco la batería. Precisamente ayer, cuando le estaba enseñando la moto a un amigo guitarrista me preguntaba ¿Y cómo llevas aquí la batería?
El caso es que me paso por la tienda de instrumentos, compro la funda en cuestión y me empeño en que quepa en alguno de los huecos, porque me niego a ir toda la tarde con la funda colgando.
El portero de una finca vecina a la tienda de música permanecía inmóvil contemplando la escena. Y cuando ve que consigo meter la funda en el mismo compartimento donde iba la bolsa con las cosas de la piscina me dice:

- en estos cacharros cabe más de lo que parece, ¿verdad?
- Y que usted lo diga, le contesto.
Después de un buen rato charlando sobre huecos, motos, tráfico y bolardos urbanos, me despido y enfilo calle abajo.
No había avanzado doscientos metros cuando veo a lo lejos a un buen amigo y mejor pianista. Nueva parada y nueva charla intrascendente, típica de fortuito encuentro callejero pero que finaliza con una frase clave para las próximas horas: pues ahí, en la Real Musical, están con rebajas de hasta el setenta por ciento, pásate que igual encuentras algo...
Y voy yo y me paso. Y voy yo y encuentro algo, vaya que si encuentro. En realidad encuentro muchas cosas pero como mi cuenta no está para muchas alegrías sólo me decido por un fantástico platillo que, además de necesitarlo desde hacía varios conciertos, costaba exactamente la mitad de su precio. Quien sepa algo de precios de platillos comprenderá que no debía dejar pasar la ocasión.
Salgo de la tienda tan contento con mi platillo nuevo, me dirijo al lugar donde está aparcada Mi Vespa y... ¿Cómo lo llevo durante lo que me queda de paseo urbano y durante los kilómetros de autopista hasta llegar a casa?
Lo primero que intento es colocarlo tras el escudo, aprovechando el gancho que lleva la moto precisamente para colgar bolsas pero el platillo sobresale por todas partes y da más meneos que una atracción de feria.
Después trato de sujetarlo en una rendija que queda entre el asiento y el bauleto pero me doy cuenta que saldría disparado en la primera curva. Vuelvo a entrar a la tienda y el vendedor, que se las daba tan feliz con su venta, pone cara de susto pensando que voy a devolverle el plato. Le saco de su error pidiéndole una cuerda pero dice que no tiene y sólo puede ofrecerme un rollo de cinta de embalar.
No es mala idea, pienso, y forro toda la bolsa con esta cinta marrón para ajustar el plástico al metal. Intento usar la cinta como cuerda para sujetar mi compra a la moto pero, claro, los bordes son como filos de cuchillos y cada vez que intento pasar por ahí la cinta, se corta.
Como de pequeñín me enseñaron que más vale maña que fuerza y, hay que reconocerlo, soy un enclenque, me las apaño para sujetar el plato al bauleto. Con una sonrisa paralela al barbuquejo, le devuelvo al tendero su cinta y reemprendo la marcha.
Podría haberme ido a casa, sí, es lo que debiera haber hecho, pero recuerdo a los lectores que no soy capitalino, que me gusta aprovechar el tiempo y que un poco de cabezonería también llevo encima, por lo que sigo recorriendo tiendas en busca de todo lo que tenía previsto encontrar.
Ni un kilómetro había andado con el apaño cuando llego a otro comercio que me interesa. ¿Qué hago ahora? Vuelvo a plantearme marchar a casa pero ¿cuándo tendré otra ocasión de volver? ¿Aparco delante de la puerta y les pido que echen un vistazo al paquete? Pero son muy antipáticos aquí, no va a colar. ¿Me arriesgo a dejarlo ahí atado? ¡qué dices! ¿veinte mil pelas diciendo tómame al primer chorizo que pase? Ni de coña.
Deshago el atijo y entro a la tienda con él y con el casco de la mano. Para colmo, después de todo, no encuentro lo que buscaba. Vuelvo a pegar la cinta como puedo y sigo calle arriba. Paso cerca de otras tiendas que tenía interés en visitar (entre otras cosas, para comprarme un casco nuevo más acorde con Mi Vespa, aunque esto será tema de otra nota y de otro mes con menos gastos) pero el plato empieza a menarse para todos los lados y no puedo hacer más paradas que no estén previstas.
Lo que sí necesito, urgentemente, es parar en una ferretería para comprar un pulpo con que atar en condiciones el puñetero plato a Mi Vespa. Entro, con el casco en una mano, en la otra el plato. Busco la goma. La cojo como puedo. Voy a la caja. Paso todo lo que llevo a la misma mano para poder buscar el monedero. No llevo suelto. Lo guardo. Saco la cartera del bolsillo contrario, por lo que tengo que pasar todas las cosas a la otra mano. Me dan las vueltas. Tengo que volver a sacar el monedero y volver a cambiar de mano los trastos. En estas, el plato cae al suelo... tolonnnnn. Os aseguro que si me pisan un pie no me duele tanto.
El cajero, un chaval joven, me dice: eso es un plato de batería, ¿verdad? Mi respuesta nos lleva a otra conversación durante la cual estoy, recuerdo, con todas las manos ocupadas.
Salgo a la calle y me dispongo a colocar el plato en el mismo lugar que iba antes y atarlo con el pulpo pero, claro, no llega y, lo que es peor, el platillo comienza a combarse. Pensemos. Lo vuelvo a poner tras el escudo. Encuentro orificios en los que enganchar las gomas. El plato se sujeta. ¡Bien! ¡Prueba superada!
Cambio de barrio y llego a la librería que regenta un amigo con la intención de comprarme una guía de viaje para mis próximas vacaciones (¡a la cuna de las Vespas!). Otra vez. Aparca la moto. Quítate el casco. Desengancha el pulpo. Guarda el pulpo. Coge el casco, el plato y entra en la tienda.

- Mi amigo: hombre, ¡tú por aquí! ¿Qué querías!
- (Cuarto y mitad
de gambas, si te parece...) Nada, la guía de que te hablé para mi viaje.
- ¡Ah!, sí. Oye, eso que llevas ahí ¿no será un plato para la
batería?

- (No, es una antena parabólica) Sí, sí, ya lo escucharás
en el próximo concierto, no veas la lata que me está dando...

- ¿Y
cómo te apañas para llevarlo en la moto?

- ...
- Toma,
tus libros.
Vuelta a colocar el invento. Pero antes, intentar guardar las guías en los escasos huecos que quedan libres entre casco, maletín, candado, cazadora, disco, camiseta... y conseguir cerrar el bauleto, que no es poco. Logro cerrar a la primera... bueno, a la segunda (¿o la tercera?) y me preparo para enganchar el pulpo. Lo pillo de un lado y doy la vuelta a la moto porque no me alcanzan los brazos. Cuando llego, se suelta del primer punto. Otra vez a la derecha. Lo ato y se suelta de la izquierda. Lo ato, me doy la vuelta, y otra vez se suelta del otro lado. Increíble pero lo consigo. Arranco la moto y sigo.
¿A casa? No. Se ve que soy algo masoquista. A otra tienda. Aventuras parecidas para desmontar, pasear entre la exposición cargado y montar el invento.
Creo que se ha corrido la voz de que ando suelto por la ciudad y tengo la sensación de que todo el mundo me mira, así que decido que esta es la última visita y que ya, sí que sí, me marcho a casa. Guardo en el hueco el casco abierto y me coloco el integral y los guantes.
Pongo rumbo al hogar cargado hasta los topes pero... esto... sí. No lo vais a creer pero... paso por la puerta de otra tienda en la que necesito parar. ¿por qué ese empeño? Os preguntaréis. Es bien sencillo, estoy buscando una puñetera barbacoa pequeña, que quepa en mi terraza y no la hay en ningún sitio, así que tengo que preguntar en todos los comercios por los que paso (sí, ya sé que os da lo mismo, pero tenía que decirlo...).
Esta vez me niego a toda la parafernalia. Total, ¿para qué? Si no la van a tener. Así que aparco a la puerta, bien pegadito, y me asomo, sin desmontar el plato y sin muchas esperanzas, para ver si tienen. Encuentro mucha gente, pocos dependientes y algo parecido a lo que busco. Me temo que se repite la escena de la primera parada: o me arriesgo a dejar el plato solo unos minutos que se pueden alargar o me marcho sin preguntar o desmonto el invento. ¿Qué elegí? Claro, desmontar el invento y, como suponía, para nada, porque no me servía lo que tenían.
Cansado y derrotado, esta vez, sí que sí, marcho a casa. Además, estoy a pocos metros de la autopista. Ya, por mucho que quiera, no puedo encontrar más tiendas.
No me lo creo, voy a salir de la ciudad. Acelero, sonrío, salgo del último semáforo y ¡me encuentro a unas amigas en la parada del autobús!
Podría haberme hecho el loco y seguir hacia casa pero no va conmigo, así que aparto la moto del camino y, sin bajarme, las saludo y nos ponemos a hablar. Les cuento muy por encima mi historia y me dicen que se van de fiesta, que me apunte.
Mmmm. Quien me conoce sabe que no sé decir que no. Sabe que me gusta la fiesta. Sabe que me gusta salir con amigas. Quien me conoce sabe que no puedo resistirme a un plan así. ¿Quién se resistiría?
Entonces, miro a las chicas. Miro al escudo de Mi Vespa. Miro al futuro y me veo entrando en cada bar con un plato y un casco de la mano. Vuelvo a mirarlas, esta vez de frente a los ojos, pongo carita de pena y les digo:
- no puedo ir
- Pero... ¿por qué no?
- ...¡por el plato!


1 comentario:

Anónimo dijo...

Vaya aventurilla con el plato.
Ni te cuento los inventos que me saco de la manga para llevar cosas en la moto, que no tengo cajon ni nada parecido.
Ah, el del link soy yo tambien.
J.
http://www.mialterego.blogspot.com