A veces, cuando se acaban los materiales narrativos hay que salir a buscarlos. Hacía varias semanas que me rondaba por la cabeza la idea de un viaje largo en Mi Vespa y decidí que había llegado el día.
Puede que para un motero consumado, doscientos kilómetros no sean gran cosa pero para mí, piloto novato (no lo olvides) de una modesta doscientos ir hasta el pueblo de mi infancia suponía todo un reto. A él me lancé con ilusión y, para qué negarlo, un poco de miedo.
Había transcurrido medio día de un sábado de agosto y la mayoría de madrileños habían salido ya de la ciudad o estaban encerrados en casa. Las calles, totalmente vacías.
Aunque los primeros kilómetros de la ruta coincidían con los que hago a diario para ir al trabajo, la emoción de la aventura los hacía diferentes, cargados de solemnidad. Circulaba despacio, como reservando energías para lo que habría de venir.
En mi cabeza se mezclaban Kerouac, Easy Rider y Quadrophenia con los recuerdos de mi infancia, cuando, a bordo de La Cirila de mi padre o del seiscientos de algún primo, con toda la familia dentro para aprovechar al máximo el viaje, este mismo trayecto suponía todo un acontecimiento similar al que hoy estaba viviendo.
Más de treinta años han pasado desde aquellos viajes y en ese tiempo algunas cosas y lugares permanecen como si no hubiesen transcurrido ni treinta días mientras que otras son prácticamente irreconocibles. Éste es el caso de las carreteras que rodean Madrid. Si en aquellos tiempos circulábamos por carreteras a través del campo a los diez minutos de salir de casa, hoy, sobre Mi Vespa, tengo que circular durante casi una hora por autopistas gigantescas que en vez de nombres llevan números y dan vueltas y vueltas alrededor de esta ciudad monstruosa (perdón para mis amigos del D.F., sé que aquello es peor) por las que circulan potentes coches a grandes velocidades. Por este motivo, los primeros kilómetros no son muy agradables y espero con impaciencia la llegada a una carretera con un sólo carril por sentido. Esto sucede justo al cruzar el Río Guadarrama a la altura de Molino de la Hoz en el preciso instante en que comienza el Puerto de Galapagar. Mi primera subida a un puerto en moto, en Mi Vespa. Quizá os parezca una tontería pero sentía dentro de mí correr la sangre de un modo especial. Conducía con seguridad y al tiempo precavido. Acostumbrado al tráfico urbano las curvas imponen un poco al principio pero a medida que iba ganando altura aumentaba mi satisfacción y cuando coroné el puerto me creí el rey del mundo así que empecé a canturrear a voz en grito. Consecuencia de mi mezcla de sentimientos, alternaba el Born to be wild de Steppenwolf y el On the Road Again de Canned Heat con La Zarzamora de Quintero-León y Quiroga.
Entre cánticos llegué a Galapagar y crucé el embalse de Valmayor por un gigantesco puente recordando el año en que lo construyeron pues en aquellos viajes de antaño la carretera pasaba por lo que era un río.
El viaje transcurría con total normalidad y gran alegría por mi parte cuando llegué a El Escorial y el mítico Puerto de la Cruz Verde. Para quien no lo sepa, un puerto de referencia entre los ambientes motoriles de la zona centro. Por los alrededores empiezan a verse erres dirigidas por pilotos encuerados que, imagino, se preguntarán qué pinta un vespista en estas curvas: pues subir el puerto, como tú. />
La subida me decepciona bastante por lo sencilla que me resulta. También es cierto que la gran cantidad de coches que se acumulaban subiendo a una velocidad mínima impide poner a prueba las dotes de pilotaje (je, je) y, aún así, con Mi Vespa subí todo el camino adelantando a los enlatados. Al llegar a lo alto, parada obligada para disfrutar del paisaje y tomar un par de fotografías rápidas.
Cuando reemprendí la marcha los coches habían desaparecido y sólo se veían más motoristas que me saludaban y me hacían uves al adelantar. La bajada del puerto de La Paradilla es impresionante, con todo el valle desplegándose ante mis ojos. La carretera baja con suaves curvas por una de las laderas de la montaña mientras que la otra queda salpicada de casas de veraneantes.
Termina la bajada en otro lugar legendario: el puente del río Cofio. Una profunda garganta en la que casi siempre puede verse alguien saltando al vacío. Al pasar por aquí en coche no puede verse más que la barandilla del puente pero al cruzarlo en moto es posible disfrutar de la belleza del lugar. Un pequeño río que corre entre piedras dejando a los lados praderas verdes incluso en verano.
Desde aquí la carretera discurre entre pinares que regalan olor a resina y que es más fácil disfrutar a través del casco que si fuera sobre cuatro ruedas. Aunque algunos motoristas se acercan hasta Ávila, la legendaria ruta motorista acaba en Las Navas del Marqués. A la puerta de un bar de carretera que recuerdo exactamente igual desde que tengo memoria paran decenas de motoristas para descansar de las curvas. Pero yo continúo.
Entre que llevo más de una hora sentado en Mi Vespa y que mi madre me espera con el cocido puesto, empiezo a contar los kilómetros que me quedan por llegar. El culo empieza a dolerme y el casco, aunque me queda amplio, me aprieta en las orejas (y eso que no las tengo grandes). El paisaje sigue siendo impresionante aunque ahora las curvas sobre plano horizontal se han transformado en curvas sobre plano vertical. O sea, hablando en cristiano: largas rectas onduladas con magníficas vistas.
Giro el puño a tope y los kilómetros pasan volando. Detrás de la visera vuelvo a entonar La Zarzamora y On the road again contento por lo bien que está transcurriendo el viaje.
Un tobogán de tres kilómetros me lleva derecho hasta Ávila, penúltima etapa de mi viaje. Orgulloso sobre Mi Vespa cruzo la ciudad a una velocidad que me permite disfrutar de las calles como si las pisara por primera vez aunque las he recorrido mil veces. Y, como un turista más, me paro ante una de las puertas de la muralla, justo la que da al río Adaja, para hacer fotos a la moto delante de las piedras. La gente que pasa con los coches me mira extrañada. No sé por qué ¿qué tiene de raro un tío en medio de una plaza con un casco en la cabeza y una cámara de fotos ante la visera?
No me esmero demasiado en la captura de imágenes porque recuerdo a mi mamá impaciente con el cocido en la mesa y vuelvo a subir a Mi Vespa para encarar el último tramo: treinta kilómetros de recta que marcan el final del viaje.
En este tramo el viento pega fuerte y me veo obligado a adoptar una postura racing que poco tiene que ver con la filosofía vespista pero que resulta más conveniente para avanzar.
Inevitamblemente vuelve a acudir un recuerdo de la infancia. Tanto a mis hermanas como a mí nos encantaba venir al pueblo. Además, el viaje resultaba tedioso, por eso, a la única curva de la carretera que va desde Ávila a Muñana la llamábamos La Curva de la Alegría. Es una "Z" dibujada sobre el asfalto para salvar el pueblo de La Torre, el último antes de mi destino. En este viaje, esta curva vuelve a ser la de la Alegría porque indica que estoy prácticamente en mi destino. Paso los tres mataderos que dan vida y dinero a estos pueblos y llego sin que apenas me de tiempo a pensarlo, a La Venta, un viejo edificio que recuerdo siempre abandonado pero referencia en la vida del pueblo. En ese punto abandono la carretera nacional y subo el último kilómetro de mi aventura.
Orgulloso, cansado, hambriento, llego hasta la casa de mis padres tocando el pito de Mi Vespa ante la algarbía de todos los familiares. Otra vez los recuerdos de antaño cuando ante la llegada de un coche al pueblo acudían todos los niños a recibirlo. En esta ocasión son mis sobrinos, mis hermanas, mis padres que salen a recibirme como si fuese un héroe llegado de la batalla victorioso.
Una vez allí sucedieron más cosas dignas de contar. También la vuelta merece algunas palabras pero todo eso será objeto del siguiente capítulo.
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