Mi Vespa acaba de cumplir 26.000 km. Para celebrar su cumpleasfalto le he comprado un zapato nuevo. Lo necesitaba desde hace tiempo pero hasta que no he visto asomar el juanete por la punta no he hecho caso. Terminó de convencerme, no sólo la edad, sino el tener que pasar por un compresor de aire cada cuatro horas. Muy incómodo, sí, sobre todo cuando no se dispone de uno cercano.
Mi Vespa agradeció el regalo. Ayer, rodaba por la ciudad como una bala. Se deslizaba entre los coches como la brisa y se inclinaba en las curvas de la autopista como un velero en regata. Entre su agilidad estrenada y el buen clima que nos sorprendió ayer a todos en la capital, daban ganas de no aparcar nunca, de pasarse toda la tarde paseando en Vespa por las callejas menos transitadas de la ciudad o por las carreteras perdidas de la provincia.
Pero las obligaciones mandan y tuve que regresar. Aparqué Mi Vespa, como siempre, a la puerta de casa y mientras me alejaba miré su zapato nuevo. Me pareció que ella giraba el pie orgullosa a derecha e izquierda para disfrutar con la visión del calzado recién estrenado.
Desde una Vespa el mundo se ve distinto. Ahora que recorro la vida sobre una, quiero contarlo.
jueves, abril 28, 2005
martes, abril 26, 2005
Vivir sin aire
Como quisiera poder vivir sin aire
Como quisiera poder vivir sin agua
Me encantaría quererte un poco menos
Como quisiera poder vivir sin ti.
Eso mismo he pensado esta mañana nada más poner en marcha Mi Vespa. Me hubiera encantado que las ruedas de la máquina hubieran podido Vivir sin aire aunque me hubiese quedado sin tema para el relato de hoy.
El caso es que anoche, cuando llegué a casa ya noté algo raro pero el corto recorrido no me permitió descubrir la causa. Esta mañana, sin embargo, al retroceder para sacar la moto del aparcamiento noté cómo le costaba desplazarse. Subo, acelero y aquello empieza a moverse para todos los lados menos para el que yo quería. Sigo recto y al girar en el primer cruce Mi Vespa parece una manguera que han dejado abierta en el suelo y culebrea por el jardín salpicando por todas partes.
Aunque ya empecé a sospechar la causa del problema, aún no lo había verificado por lo que seguí adelante, reduciendo la velocidad, eso sí. Como la moto decidiera independizarse al llegar a la rotonda se evidenció que tenía que parar aunque me retrasara. Entonces comprobé lo que sospechaba, que la rueda trasera había perdido mucho aire.
La gasolinera más cercana quedaba a unos dos kilómetros y decidí que sería mejor tratar de llegara hasta ella que volver e inflar la rueda con la bomba de la bicicleta, así que, a pasito de ciclomotor bajé por la avenida compitiendo en equilibrismos con los trapecistas del Cirque du Soleil y aguantando las maldiciones de los automovilistas que, detrás de mí, tenían que esperar en las rotondas a que trazase por donde Mi Vespa deciera oportuno.
Creí solucionado el problema cuando divisé el distintivo naranja pero pronto me di cuenta que no sería tan sencillo. Los accesos a la ciudad en que vivo están en obras y el sentido de las calles varía con frecuencia. Con la rueda desinflada no podía permitirme girar por las múltiples rotondas que pueblan la zona hasta dar con la entrada adecuada por lo que terminé por subir a la acera y llegar así hasta el compresor de aire. O donde yo recordaba que estaba, porque en su lugar encontré una máquina de hielo. Por ello tuve que recorrer toda la esplanada hasta dar con la maquinita, que apareció, por fin, camuflada entre aspiradores.
Ya está, asunto resuelto me dije. ¡Inocente resolución! No habían terminado aún los impedimentos. Junto al rótulo "ladrones" realizado con una llave por un usuario tan cabreado como yo, se leía "50 ctms". Eso sí, debajo especificaba que la duración de la moneda era de siete minutos. O sea, que por el módico precio de cincuenta céntimos, si te pones de acuerdo con otros seis usuarios se pueden inflar las ruedas de siete motos. ¡Y encima les llaman ladrones, con lo generosos que son...!
Pero a las ocho de la mañana en aquella gasolinera no había otras doce ruedas ni en mi bolsillo monedas. Podría haber solicitado cambio pero me pareción tan vergonzoso que cobraran por el aire comprimido que preferí "fastidiarme" y seguir hasta la siguiente estación de servicio.
Salir del laberinto de los accesos a Rivas, mi ciudad, no es tarea fácil y menos con una rueda bajo mínimos. Entrar y salir de ahí podría considerarse prueba puntuable para el Mundial de Enduro, pues incluye, tramos de cross, slalom, contraperaltes, balizas, zanjas, socavones, desvíos provisionales y, a veces, hasta jueces de meta.
Enfadando mucho al del BMW que, sin poder adelantarme, aguantaba mi torpe paso de tortuga, logré escapar de todas las trampas y encarar la autopista. Y fin del relato, pensaréis. Pues no, pues unos metros más adelante, un vehículo averiado provocaba un larguísimo atasco, con guardias civiles incluidos. Como no tenía agilidad para circular entre los coches aguanté paciente mi turno en la cola hasta que se deshizo. De ahí a la próxima gasolinera sólo un par de kilómetros más de tortura. Llegué, inflé y vencí.
La conclusión es evidente, las ruedas no pueden Vivir sin aire y, a poco que uno se descuide, los motoristas tampoco.
jueves, abril 21, 2005
No sin Mi Vespa
No podría concebir mi vida actual sin Mi Vespa. Desde que la pongo en marcha a las ocho de la mañana hasta que la aparco, la mayoría de las veces bastante pasada la medianoche, me acompaña en mi ajetreo diario durante decenas de kilómetros y, de no ser por su agilidad, me resultaría imposible cumplir la mitad de los compromisos.
Ayer, por ejemplo, Mi Vespa me permitió fichar en el trabajo con putualidad inglesa a pesar de las sucesivas retenciones con que tropecé en el camino; como aparco justo a la puerta de la oficina, puedo ganar cinco minutos que, como comprenderá más adelante el lector, resultan fundamentales. Cuando llegó la hora de la comida, monté en Mi Vespa y en apenas cinco minutos llegué al centro de la ciudad donde me dio tiempo a comprar algunos libros que tenía pendientes, tomar un tentempié rápido y regresar al trabajo sin retraso.
A las cinco sonaron las horarias en la radio, me enfundé la cazadora, encerré la bandolera en el cofre y me encaminé al despacho de una amiga que tenía que prestarme un metrónomo. Más de uno pensará que a él qué le importa lo que tuviera que darme nadie pero es importante para el relato y no porque el aparatito tuviese que medir el ritmo del acelerador sino por lo que sucedió con él un par de horas más tarde.
El caso es que salí de la dependencia de mi amiga, corriendo, como de costumbre y deposité cuidadosamente el metrónomo en el cofre, junto con la bandolera, el candado para bloquear la moto, unas llaves y algunas cosillas más.
A las siete me esperaban un par de músicos en el local de ensayo pero había salido tan tenso del trabajo que necesitaba hacer ejercicio y decidí aprovechar los minutos libres que me quedaban para nadar un poco. Claro, antes tenía que recoger el bañador, así que pasé por casa, saqué del cofre la bandolera y ocupó su lugar la bolsa de deportes. Rrrrraudooo bajé la avenida para que me diese tiempo a cruzar la piscina unas cuantas veces. Una avenida con más pasos de peatones elevados que cardenales en el cónclave que yo salvaba poniéndome de pie en la moto y dejándola que saltase un poco.
Cuando me quitaba el casco recibí una llamada pidiéndome que pasara a recoger unos carteles, así que, al salir de la piscina marché a por ellos. Una docena de carteles tamaño A2 que tenía que colocar en Mi Vespa... Intenté atarlos al manillar pero se arrugaban, no cabían en el cofre, entre las piernas se caían... un amigo que pasaba por allí me sugirió guardarlos bajo el asiento pero cuando lo abrimos para intentarlo saltaron el casco para el eventual acompañante, los guantes de repuesto, el pantalón para la lluvia y un matasuegras superviviente de la juerga de carnaval. Ya expliqué una vez como las anécdotas sobre equipaje y pasajeros son las que más juego dan para estas notas. Creo que podría dedicarles un monográfico.
Como un campeón de Tetris logré acomodar todos los bultos sin que los papeles sufrieran demasiado y aceleré con ganas rumbo al local pues ya pasaban algunos minutos de la hora acordada. Aparqué Mi Vespa a la puerta y abrí el cofre para sacar las llaves y el metrónomo. Lo primero que apareció fue un irreconocible trozo de plástico negro. Seguí buscando y hallé un pedazo más del mismo material pero ni rastro del metrónomo. Retiré la bolsa de deporte y por fin apareció lo que buscaba pero más desmigajado que la galleta que se le da a un bebé para que se entretenga. Intenté acopiar los fragmentos pero rebosaban por mi mano como el mercurio por lo que concluí que había llegado el momento de que mi amiga renovase su obsoleto metrónomo. El caso es que, aún con la pila colgando, los conectores sueltos y las tripas como víctima de un hara kiri, siguió latiendo durante las dos horas siguientes como el corazón de un gorrión asustado.
Y no es que dejase de vivir pasado ese tiempo sino que el pálpito de la alarma del teléfono recordó que en otro local me esperaban para otro ensayo al que tenía que llevar el cajón flamenco. ¿Imagináis a un repartidor de pizzas llevando como mochila la caja donde se guarda la comida? Pues ese aspecto debo tener yo con el cajón a la chepa. De esa guisa, corrrrriendo al otro local. Mi Vespa sobrevolando los badenes, driblando baches, tumbando en curvas y apurando frenadas para llegar lo menos tarde posible al destino. Los diez minutos que pasan de las nueve son los que debería llevar con los compañeros aporreando la caja de madera y con ellos seguí hasta que, pasadas las diez y media, me llamó una amiga para compartir cervezas y risas. Regresé el cajón a la jiba y volé a su encuentro. El lugar donde debía pasar a buscarla quedaba lejos de todas partes y, por mucho que lo intentásemos, sería imposible movernos en Mi Vespa con toda la impedimenta, así que decidí aparcarla allí y pasear. Parece fácil resolución pero, ¿cómo caminar con el menor número de bultos posible? Un breve repaso de la ocupación de los huecos de Mi Vespa: bajo el asiento, casco, guantes, pantalón, carteles...; en el cofre, bolsa de deportes, candado, migas de metrónomo...; en mi espalda, chaqueta de montar en moto, cajón flamenco y muchas horas despierto. Y, se me olvidaba, aún tenía que dejar el casco y los guantes que llevaba puestos. Nueva partida de Tetris reubicando objetos en los espacios disponibles hasta lograr que todas las puertas cerrasen y no tuviéramos que pasear como buhoneros.
Como soy un caballero y suelo hacer honor a mi apellido (Galán), cuando dimos por finalizada la sesión de cervezas, risas y secretos, no me separé de ella hasta que se la tragó portal de su casa, distante cerca de dos kilómetros del lugar en que había dejado aparcada Mi Vespa. Dos kilómetros que ahora me tocaba recorrer a pie, con la caja a la espalda y sin su agradable compañía, toda una travesía por el desierto de almas en que se había convertido la avenida a esas horas de la madrugada.
Vi el cielo abrirse cuando divisé de nuevo Mi Vespa. Cabalgué en su lomo y llegué en pocos minutos, por fin, a casa. Mientras la aparcaba repasé mentalmente la jornada concluyendo que, de no ser por ella, hubiera tenido que renunciar a la mitad de encuentros de la agenda. Decididamente ese día no hubiera sido posible, no sin Mi Vespa.
Ayer, por ejemplo, Mi Vespa me permitió fichar en el trabajo con putualidad inglesa a pesar de las sucesivas retenciones con que tropecé en el camino; como aparco justo a la puerta de la oficina, puedo ganar cinco minutos que, como comprenderá más adelante el lector, resultan fundamentales. Cuando llegó la hora de la comida, monté en Mi Vespa y en apenas cinco minutos llegué al centro de la ciudad donde me dio tiempo a comprar algunos libros que tenía pendientes, tomar un tentempié rápido y regresar al trabajo sin retraso.
A las cinco sonaron las horarias en la radio, me enfundé la cazadora, encerré la bandolera en el cofre y me encaminé al despacho de una amiga que tenía que prestarme un metrónomo. Más de uno pensará que a él qué le importa lo que tuviera que darme nadie pero es importante para el relato y no porque el aparatito tuviese que medir el ritmo del acelerador sino por lo que sucedió con él un par de horas más tarde.
El caso es que salí de la dependencia de mi amiga, corriendo, como de costumbre y deposité cuidadosamente el metrónomo en el cofre, junto con la bandolera, el candado para bloquear la moto, unas llaves y algunas cosillas más.
A las siete me esperaban un par de músicos en el local de ensayo pero había salido tan tenso del trabajo que necesitaba hacer ejercicio y decidí aprovechar los minutos libres que me quedaban para nadar un poco. Claro, antes tenía que recoger el bañador, así que pasé por casa, saqué del cofre la bandolera y ocupó su lugar la bolsa de deportes. Rrrrraudooo bajé la avenida para que me diese tiempo a cruzar la piscina unas cuantas veces. Una avenida con más pasos de peatones elevados que cardenales en el cónclave que yo salvaba poniéndome de pie en la moto y dejándola que saltase un poco.
Cuando me quitaba el casco recibí una llamada pidiéndome que pasara a recoger unos carteles, así que, al salir de la piscina marché a por ellos. Una docena de carteles tamaño A2 que tenía que colocar en Mi Vespa... Intenté atarlos al manillar pero se arrugaban, no cabían en el cofre, entre las piernas se caían... un amigo que pasaba por allí me sugirió guardarlos bajo el asiento pero cuando lo abrimos para intentarlo saltaron el casco para el eventual acompañante, los guantes de repuesto, el pantalón para la lluvia y un matasuegras superviviente de la juerga de carnaval. Ya expliqué una vez como las anécdotas sobre equipaje y pasajeros son las que más juego dan para estas notas. Creo que podría dedicarles un monográfico.
Como un campeón de Tetris logré acomodar todos los bultos sin que los papeles sufrieran demasiado y aceleré con ganas rumbo al local pues ya pasaban algunos minutos de la hora acordada. Aparqué Mi Vespa a la puerta y abrí el cofre para sacar las llaves y el metrónomo. Lo primero que apareció fue un irreconocible trozo de plástico negro. Seguí buscando y hallé un pedazo más del mismo material pero ni rastro del metrónomo. Retiré la bolsa de deporte y por fin apareció lo que buscaba pero más desmigajado que la galleta que se le da a un bebé para que se entretenga. Intenté acopiar los fragmentos pero rebosaban por mi mano como el mercurio por lo que concluí que había llegado el momento de que mi amiga renovase su obsoleto metrónomo. El caso es que, aún con la pila colgando, los conectores sueltos y las tripas como víctima de un hara kiri, siguió latiendo durante las dos horas siguientes como el corazón de un gorrión asustado.
Y no es que dejase de vivir pasado ese tiempo sino que el pálpito de la alarma del teléfono recordó que en otro local me esperaban para otro ensayo al que tenía que llevar el cajón flamenco. ¿Imagináis a un repartidor de pizzas llevando como mochila la caja donde se guarda la comida? Pues ese aspecto debo tener yo con el cajón a la chepa. De esa guisa, corrrrriendo al otro local. Mi Vespa sobrevolando los badenes, driblando baches, tumbando en curvas y apurando frenadas para llegar lo menos tarde posible al destino. Los diez minutos que pasan de las nueve son los que debería llevar con los compañeros aporreando la caja de madera y con ellos seguí hasta que, pasadas las diez y media, me llamó una amiga para compartir cervezas y risas. Regresé el cajón a la jiba y volé a su encuentro. El lugar donde debía pasar a buscarla quedaba lejos de todas partes y, por mucho que lo intentásemos, sería imposible movernos en Mi Vespa con toda la impedimenta, así que decidí aparcarla allí y pasear. Parece fácil resolución pero, ¿cómo caminar con el menor número de bultos posible? Un breve repaso de la ocupación de los huecos de Mi Vespa: bajo el asiento, casco, guantes, pantalón, carteles...; en el cofre, bolsa de deportes, candado, migas de metrónomo...; en mi espalda, chaqueta de montar en moto, cajón flamenco y muchas horas despierto. Y, se me olvidaba, aún tenía que dejar el casco y los guantes que llevaba puestos. Nueva partida de Tetris reubicando objetos en los espacios disponibles hasta lograr que todas las puertas cerrasen y no tuviéramos que pasear como buhoneros.
Como soy un caballero y suelo hacer honor a mi apellido (Galán), cuando dimos por finalizada la sesión de cervezas, risas y secretos, no me separé de ella hasta que se la tragó portal de su casa, distante cerca de dos kilómetros del lugar en que había dejado aparcada Mi Vespa. Dos kilómetros que ahora me tocaba recorrer a pie, con la caja a la espalda y sin su agradable compañía, toda una travesía por el desierto de almas en que se había convertido la avenida a esas horas de la madrugada.
Vi el cielo abrirse cuando divisé de nuevo Mi Vespa. Cabalgué en su lomo y llegué en pocos minutos, por fin, a casa. Mientras la aparcaba repasé mentalmente la jornada concluyendo que, de no ser por ella, hubiera tenido que renunciar a la mitad de encuentros de la agenda. Decididamente ese día no hubiera sido posible, no sin Mi Vespa.
martes, abril 19, 2005
Cicerone
A esa hora en que empieza a anochecer, una cortina violácea cubre la ciudad. El sol, en su viaje hacia el oeste visita el Palacio Real y deja en el horizonte destellos anaranjados que tiñen los tejados e iluminan los ánimos. Por el lado opuesto, a la altura de Cibeles, un azul oscuro pero aún brillante remarca más las primeras farolas encendidas y los focos que dan vida al Palacio de Correos. Por allí circulaba yo sobre Mi Vespa, disfrutando de ese ambiente sin prisa. Subía por Gran Vía descubriendo escaparates y observando a la gente que se detenía a mirarlos cuando me sorprendió un rostro. Parada frente a la puerta de Chicote una chica esperaba un taxi. De su cara, enmarcada por una seda nacarada, sobresalía una mirada azabache que alumbraba tanto como los neones del bar. El parecido con Audrey Hepburn me pareció asombroso, más aún que llevase un pañuelo anudado a la cabeza.
Entonces, sin saber qué me impulsó, no pude evitar detenerme. Saludé a la chica de ojos chispeantes y la invité a subir. Lo más extraño es que ella aceptó con la misma seguridad que se lo había propuesto. Fue en ese momento cuando empecé a sospechar.
Le pregunté hacia dónde iba y me contestó que le daba igual, que estaba de vacaciones en Madrid y que cualquier lugar le venía bien. Perfecto, contesté, tampoco yo tengo más tarea que enseñarte la ciudad. Me sonrió y se sentó en la parte trasera de Mi Vespa pero, sorprendentemente, no a horcajadas, sino que situó ambas piernas al mismo lado de la moto mientras que rodeaba mi cintura con sus brazos. Esa fue mi segunda sospecha.
Seguí despacio por la Gran Vía mientras, como un experto Cicerone, le comentaba los pormenores de los edificios más representativos de tan emblemática avenida madrileña. Ella, que escuchaba con atención, situó su barbilla sobre mi hombro para que el ruido de la brisa y el tráfico no entorpeciesen mis palabras. En ese momento me di cuenta que ni le había ofrecido ponerse el casco ni ella lo había pedido pero más extraño me pareció que tampoco yo lo llevaba y, sin embargo, no nos importaba. Tercera sospecha.
Desde la Plaza de España nos dirijimos hacia la Plaza de Oriente, el Viaducto y la Plaza de las Vistillas desde donde se ve, le dije, una de las puestas de sol más bellas del mundo. Y además es verdad. Retrocedimos unos metros y aparqué frente a la Catedral, no con la intención de visitar el templo, sino para que conociera el inimitable moscatel del Anciano Rey de los Vinos. Absortos en las miradas y en las palabras la noche sobrevino sin que fuésemos conscientes del paso del tiempo ni de la paciencia (aperitivo insustituible del vino dulce del Anciano) que esperaba sin prisa, haciendo honor a su nombre, en el plato sobre la barra de acero de la añeja taberna.
Podríamos haber subido paseando por la Calle Mayor pero los dos preferíamos la Vespa, así que volvimos a la montura y aparcamos en Puerta Cerrada. Desde allí, nuestro particular Via Crucis con paradas en las mejores tabernas de Madrid o en las peores, según se mire...
Se sucedían horas, palabras, paseos, vinos, miradas y latidos intensos; la noche parecía no tener fin. Atrás habían quedado ya mis sospechas pasadas cuando la invité a subir de nuevo a la grupa de Mi Vespa y, como había sucedido hasta ahora, se subió sonriendo y sujetándose a mi cintura.
Bajamos desde Cascorro por la Ribera de Curtidores para llegar hasta Atocha y, a través del Paseo de Recoletos, llegar a su lujoso hotel. Noté que la presión sobre mi cintura disminuía y volví la vista atrás para alimentarme una vez más con su mirada pero sólo brillaban las bombillas del Ritz y, en vez de su risa, escuché el rumor del agua de Neptuno golpeando contra la piedra caliza.
Ni siquiera percibí el instante en que todo se transformó. El agua de la fuente inundó el paisaje y el tungsteno de las luces se volvió algodón. Mis gatas ronroneaban sobre el edredón y las luces del amanecer, a través de la ventana, pintaban de naranja mi dormitorio.
Mis sospechas eran ciertas.
Entonces, sin saber qué me impulsó, no pude evitar detenerme. Saludé a la chica de ojos chispeantes y la invité a subir. Lo más extraño es que ella aceptó con la misma seguridad que se lo había propuesto. Fue en ese momento cuando empecé a sospechar.
Le pregunté hacia dónde iba y me contestó que le daba igual, que estaba de vacaciones en Madrid y que cualquier lugar le venía bien. Perfecto, contesté, tampoco yo tengo más tarea que enseñarte la ciudad. Me sonrió y se sentó en la parte trasera de Mi Vespa pero, sorprendentemente, no a horcajadas, sino que situó ambas piernas al mismo lado de la moto mientras que rodeaba mi cintura con sus brazos. Esa fue mi segunda sospecha.
Seguí despacio por la Gran Vía mientras, como un experto Cicerone, le comentaba los pormenores de los edificios más representativos de tan emblemática avenida madrileña. Ella, que escuchaba con atención, situó su barbilla sobre mi hombro para que el ruido de la brisa y el tráfico no entorpeciesen mis palabras. En ese momento me di cuenta que ni le había ofrecido ponerse el casco ni ella lo había pedido pero más extraño me pareció que tampoco yo lo llevaba y, sin embargo, no nos importaba. Tercera sospecha.
Desde la Plaza de España nos dirijimos hacia la Plaza de Oriente, el Viaducto y la Plaza de las Vistillas desde donde se ve, le dije, una de las puestas de sol más bellas del mundo. Y además es verdad. Retrocedimos unos metros y aparqué frente a la Catedral, no con la intención de visitar el templo, sino para que conociera el inimitable moscatel del Anciano Rey de los Vinos. Absortos en las miradas y en las palabras la noche sobrevino sin que fuésemos conscientes del paso del tiempo ni de la paciencia (aperitivo insustituible del vino dulce del Anciano) que esperaba sin prisa, haciendo honor a su nombre, en el plato sobre la barra de acero de la añeja taberna.
Podríamos haber subido paseando por la Calle Mayor pero los dos preferíamos la Vespa, así que volvimos a la montura y aparcamos en Puerta Cerrada. Desde allí, nuestro particular Via Crucis con paradas en las mejores tabernas de Madrid o en las peores, según se mire...
Se sucedían horas, palabras, paseos, vinos, miradas y latidos intensos; la noche parecía no tener fin. Atrás habían quedado ya mis sospechas pasadas cuando la invité a subir de nuevo a la grupa de Mi Vespa y, como había sucedido hasta ahora, se subió sonriendo y sujetándose a mi cintura.
Bajamos desde Cascorro por la Ribera de Curtidores para llegar hasta Atocha y, a través del Paseo de Recoletos, llegar a su lujoso hotel. Noté que la presión sobre mi cintura disminuía y volví la vista atrás para alimentarme una vez más con su mirada pero sólo brillaban las bombillas del Ritz y, en vez de su risa, escuché el rumor del agua de Neptuno golpeando contra la piedra caliza.
Ni siquiera percibí el instante en que todo se transformó. El agua de la fuente inundó el paisaje y el tungsteno de las luces se volvió algodón. Mis gatas ronroneaban sobre el edredón y las luces del amanecer, a través de la ventana, pintaban de naranja mi dormitorio.
Mis sospechas eran ciertas.
lunes, abril 18, 2005
Reencuentro
Desde que tengo Mi Vespa no le había vuelto a ver. Hacía frío, mucho frío. Unos metros delante de mí, sorteaba los coches parados ayudándose de los pies. Le reconocí por el pantalón del chandal y por su veterana SR. Intenté acercarme a su lado para saludarle; cosas del tráfico: cuanto más me acercaba yo, más se alejaba él, así que le lancé ráfagas y toqué el claxon para llamar su atención pero sólo conseguí que los enlatados me mirasen con cara de pocos amigos. Se debían pensar que les estaba pidiendo paso o algo así. Cuando por fin me puse a rueda de mi amigo seguí sonando la bocina y destelleando pero él se volvió gesticulando "¿Qué querrá éste?". Le llamé por su nombre y ni por esas me reconoció. Normal, una voz saliendo como de ultratumba de un casco anónimo de colorines sobre una Vespa gris desconocida no es algo fácilmente identificable así que, a pesar del intenso frío, me levanté la visera. Tampoco dejé a la vista mucho de mí pero debo tener una mirada inconfundible porque enseguida se dio cuenta de quién le increpaba desde hacía rato.
Así, entre decenas de coches paralizados avanzábamos echando carreras con las tortugas y contándonos nuestro pasado reciente. El tema de conversación, como no, se centró en poco tiempo en las dos ruedas. Mi Vespa le gustaba, dijo, pero no perdió momento de alabar las ventajas de su vieja Yamaha. Él también pensaba comprarse un scooter en breve pero nada de algo pequeño, no, algo grande, un X9 como poco". Yo asentía a todas sus afirmaciones y sonreía, quizá por causa del frío.
Así, casi sin hablar de otro tema, llegamos al fin del colapso circulatorio y principio de la autopista. Él fue el primero en despedirse porque tenía ganas de girar el puño para demostrar la valía de su madura dos y medio. En sus últimas palabras antes de bajar las viseras de los cascos daba por supuesto que mi scooter quedaría atrás de su moto. No me inmuté. Me despedí, bajé mi visera y aceleré no más que otros días al llegar al mismo punto.
Por el espejo retrovisor le veía empequeñecer mientras confundido con el silbido del viento me llegaba su refunfuño.
Así, entre decenas de coches paralizados avanzábamos echando carreras con las tortugas y contándonos nuestro pasado reciente. El tema de conversación, como no, se centró en poco tiempo en las dos ruedas. Mi Vespa le gustaba, dijo, pero no perdió momento de alabar las ventajas de su vieja Yamaha. Él también pensaba comprarse un scooter en breve pero nada de algo pequeño, no, algo grande, un X9 como poco". Yo asentía a todas sus afirmaciones y sonreía, quizá por causa del frío.
Así, casi sin hablar de otro tema, llegamos al fin del colapso circulatorio y principio de la autopista. Él fue el primero en despedirse porque tenía ganas de girar el puño para demostrar la valía de su madura dos y medio. En sus últimas palabras antes de bajar las viseras de los cascos daba por supuesto que mi scooter quedaría atrás de su moto. No me inmuté. Me despedí, bajé mi visera y aceleré no más que otros días al llegar al mismo punto.
Por el espejo retrovisor le veía empequeñecer mientras confundido con el silbido del viento me llegaba su refunfuño.
viernes, abril 15, 2005
Día Mundial de la Vespa
Como bien saben mis (tres) lectores habituales (Hola Bego, hola Olivia, hola José), vivo en una pequeña ciudad del extrarradio de Madrid. Aunque todos los días entro en la gran urbe para trabajar, pocas veces me adentro en el caos. Sin embargo hay tardes que me siento como un pueblerino que acude a "la Capital" para comprar todo lo que no se encuentra en mi lugar de residencia, que no es poco. Esos días, como un auténtico pueblerino, recorro las calles del centro descubriendo con ojos inocentes cuanto veo y voy acumulando objetos que luego nunca sé como colocar en Mi Vespa.
Ayer tocaba, así que me adentré en el terrible tráfico para dirigirme al centro a llenar el cofre de trastos. Nada más llegar al destino vi la primera Vespa de la tarde. La primera de las muchas que vería en las próximas horas. La primera, que es la última en llegar a la familia. Durante un buen rato quedé embobado disfrutando de la belleza de sus formas, la originalidad de su color y, al tiempo, del respeto por el estilo clásico. Me vi a mí mismo desde fuera y dejé la contemplación. Curiosamente, en el lugar al que me dirigía encontré al propietario de la joya que, más curiosamente aún, resultó que le conocía.
Dejé Mi Vespa aparcada y decidí caminar para empaparme un poco más de ciudad y entonces las vespas comenzaron a surgir como las amapolas en los campos durante la primavera. Parecía como las persecuciones de las pesadillas solo que en agradable porque, por si aún alguien no se ha dado cuenta, me gustan las vespas.
Entré a una tienda de ropa sin demasiada intención de comprar, sólo por echar un vistazo y allí, en el estante de las camisetas, encuentro otra Vespa estampada sobre una tela azul, otra sobre una roja y otra más sobre verde. Increíble. ¿Por qué increíble? Porque esa misma mañana, hablando en el trabajo con un compañero vespista, me enseñado una de sus camisetas vesperas y quedé con ganas de tener una. Así que, como mi presupuesto impedía comprarme el juego completo escogí la verde y salí de nuevo a la calle.
Aparcada un poco más adelante sobre la acera encontré un modelo de los primeros setenta muy poco frecuente. Lamenté el mal estado de conservación en que se encontraba y seguí caminando. Mientras esperaba para cruzar la calle pasó por ella un impecable modelo perfectamente restaurada y repintada de un verde chillón que alumbraba toda la calle, la misma calle en la que encontré una tienda de objetos pop del pasado y que me llamó para entrar.
¡Qué paraíso! Hubiese salido cargado de recuerdos de no ser porque cinco mudanzas en dos años son suficientes para darse cuenta que no conviene acumular adornos innecesarios. Desde libretas hasta relojes pasando por pastilleros, pitilleras, pegatinas, chapas, miniaturas, pósters... todo lo que a uno se le pueda ocurrir fabricar usando la Vespa como motivo.
Contuve las ganas ante cada uno de los artilugios hasta que tropecé con un reloj de pared irresistible. Ya iba a preguntar el precio cuando me di cuenta que no uso reloj y no me gusta que dos agujas inquietas me recuerden el paso del tiempo.
Así que salí con las manos vacías y los ojos llenos de más variedades de vespas aparcadas por todas partes: bonitas, feas, nuevas, viejas, cuidadas, olvidadas, exclusivas, repetidas... Decididamente, ayer parecía ser el Día Mundial de la Vespa y todos los vespistas de Madrid decidimos salir a la calle para celebrarlo.
Aunque yo seguía a pie, quizá por eso tropecé con más scooter que nunca y con una nueva tienda retro a la que también decidí entrar. En este caso la vinculación con las vespas venía de su vertiente mod: chapas, bolsos y... ¡camisetas! allí estaba la camiseta que esa misma mañana había visto a mi compañero. Uyssss... ¡qué tentación! Busqué mi talla, la estiré, la tuve entre las manos, la observé bien, miré la etiqueta con el precio y la doblé cuidadosamente para dejarla en el mismo lugar que antes. Total... tampoco era tan bonita.
Una llamada de teléfono me recordó la hora y la cita que tenía pocos minutos después así que regresé a toda prisa al lugar donde había dejado aparcada Mi Vespa, coloqué como pude todos los bultos que había comprado y arranqué rumbo a mi destino.
Sorteando el tráfico inmóvil hubo muchas cosas más que me llamaron la atención pero eso será motivo de otra nota.
Ayer tocaba, así que me adentré en el terrible tráfico para dirigirme al centro a llenar el cofre de trastos. Nada más llegar al destino vi la primera Vespa de la tarde. La primera de las muchas que vería en las próximas horas. La primera, que es la última en llegar a la familia. Durante un buen rato quedé embobado disfrutando de la belleza de sus formas, la originalidad de su color y, al tiempo, del respeto por el estilo clásico. Me vi a mí mismo desde fuera y dejé la contemplación. Curiosamente, en el lugar al que me dirigía encontré al propietario de la joya que, más curiosamente aún, resultó que le conocía.
Dejé Mi Vespa aparcada y decidí caminar para empaparme un poco más de ciudad y entonces las vespas comenzaron a surgir como las amapolas en los campos durante la primavera. Parecía como las persecuciones de las pesadillas solo que en agradable porque, por si aún alguien no se ha dado cuenta, me gustan las vespas.
Entré a una tienda de ropa sin demasiada intención de comprar, sólo por echar un vistazo y allí, en el estante de las camisetas, encuentro otra Vespa estampada sobre una tela azul, otra sobre una roja y otra más sobre verde. Increíble. ¿Por qué increíble? Porque esa misma mañana, hablando en el trabajo con un compañero vespista, me enseñado una de sus camisetas vesperas y quedé con ganas de tener una. Así que, como mi presupuesto impedía comprarme el juego completo escogí la verde y salí de nuevo a la calle.
Aparcada un poco más adelante sobre la acera encontré un modelo de los primeros setenta muy poco frecuente. Lamenté el mal estado de conservación en que se encontraba y seguí caminando. Mientras esperaba para cruzar la calle pasó por ella un impecable modelo perfectamente restaurada y repintada de un verde chillón que alumbraba toda la calle, la misma calle en la que encontré una tienda de objetos pop del pasado y que me llamó para entrar.
¡Qué paraíso! Hubiese salido cargado de recuerdos de no ser porque cinco mudanzas en dos años son suficientes para darse cuenta que no conviene acumular adornos innecesarios. Desde libretas hasta relojes pasando por pastilleros, pitilleras, pegatinas, chapas, miniaturas, pósters... todo lo que a uno se le pueda ocurrir fabricar usando la Vespa como motivo.
Contuve las ganas ante cada uno de los artilugios hasta que tropecé con un reloj de pared irresistible. Ya iba a preguntar el precio cuando me di cuenta que no uso reloj y no me gusta que dos agujas inquietas me recuerden el paso del tiempo.
Así que salí con las manos vacías y los ojos llenos de más variedades de vespas aparcadas por todas partes: bonitas, feas, nuevas, viejas, cuidadas, olvidadas, exclusivas, repetidas... Decididamente, ayer parecía ser el Día Mundial de la Vespa y todos los vespistas de Madrid decidimos salir a la calle para celebrarlo.
Aunque yo seguía a pie, quizá por eso tropecé con más scooter que nunca y con una nueva tienda retro a la que también decidí entrar. En este caso la vinculación con las vespas venía de su vertiente mod: chapas, bolsos y... ¡camisetas! allí estaba la camiseta que esa misma mañana había visto a mi compañero. Uyssss... ¡qué tentación! Busqué mi talla, la estiré, la tuve entre las manos, la observé bien, miré la etiqueta con el precio y la doblé cuidadosamente para dejarla en el mismo lugar que antes. Total... tampoco era tan bonita.
Una llamada de teléfono me recordó la hora y la cita que tenía pocos minutos después así que regresé a toda prisa al lugar donde había dejado aparcada Mi Vespa, coloqué como pude todos los bultos que había comprado y arranqué rumbo a mi destino.
Sorteando el tráfico inmóvil hubo muchas cosas más que me llamaron la atención pero eso será motivo de otra nota.
jueves, abril 14, 2005
¡Me he pasao!
El ensayo había resultado tan productivo como divertido por lo que salí de la sala de muy buen humor. Había que celebrarlo con unas cervecitas. Como el cajón no cabe en ninguno de los huecos de Mi Vespa, lo colgué a la espalda como si fuese una mochila y me disponía a arrancar cuando salieron mis compañeros. Las risas se debieron escuchar en toda la calle. Comenzaron las comparaciones: que si parecía el tío del cohete de las Olimpiadas de Atlanta, que si un caracol, que si un astronauta. Y debía ser cierto que tenía un aspecto cómico. Visualizad la situación: un tío sobre una Vespa, vestido de negro y con una cazadora de motorista que, de por sí, tienen bastante aspecto espacial, también negra. Un casco (que a ver si lo cambio de una vez) de esos que les gustan a los chavalines que montan en ciclomotores ruidosos, todo lleno de colorines (es que me lo regalaron...) llamativos y el remate: a la espalda, una bolsa negra enorme y cuadrada más grande que un micro ondas. Ahora que cada cual siga imaginando comparaciones.
El caso es que de esta guisa y con el humor mejorado tras las risas por mi aspecto, arranqué rumbo al bar en el que había quedado. La noche era perfecta. Una de estas noches primaverales en que la luna creciente aún permite ver unas cuantas estrellas. El calor de la tarde había dejado en el ambiente una temperatura, aunque fresca, agradable para pasear en moto. Enfilé la autopista y me puse a cantar bajo el casco, a tararear las últimas canciones del ensayo e improvisar ritmos con los pies sobre la plataforma de Mi Vespa. No iba deprisa, disfrutaba del paseo, de la carretera, de la ausencia de tráfico... de la noche. Nada me importaba sino ese preciso instante. Ni los paneles informativos que recuerdan que la carretera no es un circuito, ni los carriles de desacelaración, ni los indicativos de dirección. Hasta que se me ocurrió levantar la vista del negro asfalto y la discontinua línea blanca para comprobar que ¡me había pasado el desvío! Quizá esto no parezca extraño al lector pero si sabe que llevo viviendo en el mismo lugar más de diez años, entenderá lo cómico de la situación. He de decir en mi defensa que han reformado los accesos hace poco pero creo que hubiera pasado de largo aunque fuese la puerta del baño de mi casa.
Efectivamente, la noche era deliciosa y no me hubiese importado recorrer diez kilómetros de más de no ser porque me esperaban. Llegué un poco más tarde, sí pero cantando... "Aquella noche / qué guapa estaba la luna..."
El caso es que de esta guisa y con el humor mejorado tras las risas por mi aspecto, arranqué rumbo al bar en el que había quedado. La noche era perfecta. Una de estas noches primaverales en que la luna creciente aún permite ver unas cuantas estrellas. El calor de la tarde había dejado en el ambiente una temperatura, aunque fresca, agradable para pasear en moto. Enfilé la autopista y me puse a cantar bajo el casco, a tararear las últimas canciones del ensayo e improvisar ritmos con los pies sobre la plataforma de Mi Vespa. No iba deprisa, disfrutaba del paseo, de la carretera, de la ausencia de tráfico... de la noche. Nada me importaba sino ese preciso instante. Ni los paneles informativos que recuerdan que la carretera no es un circuito, ni los carriles de desacelaración, ni los indicativos de dirección. Hasta que se me ocurrió levantar la vista del negro asfalto y la discontinua línea blanca para comprobar que ¡me había pasado el desvío! Quizá esto no parezca extraño al lector pero si sabe que llevo viviendo en el mismo lugar más de diez años, entenderá lo cómico de la situación. He de decir en mi defensa que han reformado los accesos hace poco pero creo que hubiera pasado de largo aunque fuese la puerta del baño de mi casa.
Efectivamente, la noche era deliciosa y no me hubiese importado recorrer diez kilómetros de más de no ser porque me esperaban. Llegué un poco más tarde, sí pero cantando... "Aquella noche / qué guapa estaba la luna..."
miércoles, abril 13, 2005
Ese botón
- ¿Qué es ese botón rojo?Mientras yo abría el cofre, sacaba el casco y me calzaba los guantes, él no dejaba de mirar Mi Vespa. Parecía entusiasmado con los prodigios de la técnica moderna. Quizá la suya fuese el modelo del sesenta y seis o alguna posterior incluso. De aquellos días en que tener una Vespa otorgaba cierto prestigio y podías pasear a la novia por la Casa de Campo sentada en la parte de atrás con su pañuelo anudado al cuello. Sí, miraba Mi Vespa reluciente con añoranza, no sé bien si de su vieja máquina o de los tiempos perdidos. Al lado, una mujer mayor que nosotros dos juntos, vestida con ropas cansadas, yacía sentada en un bordillo junto a una farola. Se apuntó a la conversación:
- Para cortar la corriente
- ¿Y esa aguja?
- Mide la temperatura del aceite
- ¡Ah! Pero... ¿lleva aceite?
- Sí, tiene un motor de cuatro tiempos
- ¿Y las marchas?
- Es automática
- Caray, yo tuve una pero no era tan moderna. Y el caso es que... es bonita, la
condenada.
- Tú viniste ayer ¿verdad?
- No, señora, hace tiempo que no vengo por aquí
- Pues me parecía haber visto esa moto ahí mismo aparcada ayer. Si no
era esa se le parecía mucho. Sí que es bonita, sí.
Por desgracia tenía prisa. No se debe tener prisa viajando en Vespa. Debía haber olvidado que me esperaba una oficina gris y haberm quedado allí, charlando con ellos al sol del invierno.
martes, abril 12, 2005
Viento
Aunque no suelo ver las carreras de motos por televisión, el domingo pude comprobar como el viento de Jerez (¡ay!, mi Cái) se llevaba por delante a una buena cantidad de pilotos de 125 cc debido a su poco peso. Me llamó la atención y pensé que esas cosas sólo sucedían en Cádiz cuando el Levante sopla con ganas. Sin embargo no ha tenido que pasar mucho tiempo para comprobar que estaba absolutamente equivocado.
Volvía yo del trabajo con el puño a fondo, porque, como de costumbre, tenía una cita a la que llegaba con el tiempo justo y notaba levemente los silbidos del viento y un frío extraño para estas fechas, esas horas y este lugar. No había demasiados coches en la autopista ni demasiadas nubes en el cielo y aproveché para intentar trazar con destreza una curva por la que paso a diario. Lo que no esperaba es que al doblar esa maldita curva en que el viento da la vuelta para regresar a levante, el temible céfiro soplaría con tal energía que a punto estuve de acabar con mis huesos por el suelo. Suerte que en ese momento no circulaba ningún otro vehículo por la carretera.
Inclinaba Mi Vespa y calculaba el radio de la curva para no tener que reducir la velocidad cuando noté un fortísimo golpe por estribor que hizo zozobrar la moto de acá para allá. Esta sí que va a ser mi primera torta pensé en ese momento, sin embargo, logré enderezar la moto y seguir adelante. Me creí salvado cuando comprobé con horror que el viento seguía empujando, esta vez de cola, impidiéndome modificar la trayectoria. Ahora que iba derecho intenté frenar pero se ve que con los nervios no apliqué la suficiente energía pues Mi Vespa seguía en línea recta hacia el guardarraíl. Lo veía acercarse a pasos agigantados y yo sin poder detener la moto. Ahora sí que sí, de esta no me libro volví a pensar. Pero de nuevo me equivoqué gracias a no sé qué habilidad que me descubrí no sé donde en el último isntante.
A escasos seiscientos metros del lugar del atentado se encuentra la gasolinera donde habitualmente reposto. Precisamente esta mañana se me había encendido la luz de reserva por lo que paré a llenar el depósito. A punto estuve de besar el suelo y con ganas me quedé también de besar los labios de la bella gasolinera que me atendió preguntándome ¿qué tal? Con más temblor en las piernas que el brazo de la batidora le conté mi reciente aventura. Noté en su rostro la preocupación y hablamos del tiempo. Se despidió pidiéndome precaución y continué mi camino hasta casa reduciendo la velocidad al menos un tercio.
Quizá mañana me ponga lastres para ir a trabajar.
Volvía yo del trabajo con el puño a fondo, porque, como de costumbre, tenía una cita a la que llegaba con el tiempo justo y notaba levemente los silbidos del viento y un frío extraño para estas fechas, esas horas y este lugar. No había demasiados coches en la autopista ni demasiadas nubes en el cielo y aproveché para intentar trazar con destreza una curva por la que paso a diario. Lo que no esperaba es que al doblar esa maldita curva en que el viento da la vuelta para regresar a levante, el temible céfiro soplaría con tal energía que a punto estuve de acabar con mis huesos por el suelo. Suerte que en ese momento no circulaba ningún otro vehículo por la carretera.
Inclinaba Mi Vespa y calculaba el radio de la curva para no tener que reducir la velocidad cuando noté un fortísimo golpe por estribor que hizo zozobrar la moto de acá para allá. Esta sí que va a ser mi primera torta pensé en ese momento, sin embargo, logré enderezar la moto y seguir adelante. Me creí salvado cuando comprobé con horror que el viento seguía empujando, esta vez de cola, impidiéndome modificar la trayectoria. Ahora que iba derecho intenté frenar pero se ve que con los nervios no apliqué la suficiente energía pues Mi Vespa seguía en línea recta hacia el guardarraíl. Lo veía acercarse a pasos agigantados y yo sin poder detener la moto. Ahora sí que sí, de esta no me libro volví a pensar. Pero de nuevo me equivoqué gracias a no sé qué habilidad que me descubrí no sé donde en el último isntante.
A escasos seiscientos metros del lugar del atentado se encuentra la gasolinera donde habitualmente reposto. Precisamente esta mañana se me había encendido la luz de reserva por lo que paré a llenar el depósito. A punto estuve de besar el suelo y con ganas me quedé también de besar los labios de la bella gasolinera que me atendió preguntándome ¿qué tal? Con más temblor en las piernas que el brazo de la batidora le conté mi reciente aventura. Noté en su rostro la preocupación y hablamos del tiempo. Se despidió pidiéndome precaución y continué mi camino hasta casa reduciendo la velocidad al menos un tercio.
Quizá mañana me ponga lastres para ir a trabajar.
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